Antes de tomar asiento el lunes en el comité de Relaciones Exteriores del Senado, el secretario de Estado, John Kerry, se cruzó con uno de los jóvenes que ocupaban el lugar con pancartas contra una intervención militar en Siria. “La primera vez que testifiqué ante este comité”, recordó después Kerry, al tomar la palabra, “yo tenía 27 años, y mis sentimientos eran similares a los de ese manifestante”.
En efecto, en 1971 un joven teniente llamado John Kerry, recién llegado del frente, prestó declaración ante el comité de Relaciones Exteriores del Senado contra la guerra de Vietnam. Al lado de Kerry se sentaba el lunes un distinguido laureado en ese conflicto, Chuck Hagel, que igualmente hizo el tránsito hasta convertirse en un combatiente decepcionado. “No es que sea un pacifista, soy realista, entiendo cómo es el mundo, pero la guerra es una cosa terrible, en la que no hay ninguna gloria, solo sufrimiento”, escribió el hoy secretario de Defensa en su biografía de 2006.
Además del hecho tan mencionado de que el comandante en jefe de estas fuerzas armadas a punto de entrar en combate es un premio Nobel de la Paz, el ataque a Siria, si es que finalmente se produce, tendrá, entre otras particularidades la de ser dirigido, para bien o para mal, por un grupo de pacifistas o de progresistas que entienden la guerra como un recurso con fines humanitarios.
El mejor representante de este último grupo es Samantha Power, embajadora en Naciones Unidas, que observó como periodista los horrores de la guerra de los Balcanes y escribió después un libro sobre la obligación moral de Estados Unidos de intervenir militarmente para evitar situaciones semejantes. Power defendió este viernes esa misma tesis, aplicada a Siria, en el Center for American Progress, donde dijo que el escepticismo, cuando se trata de una intervención militar en el extranjero, es “saludable”.
A la derecha de Obama en la Casa Blanca, como su consejera de Seguridad Nacional (su principal asesor de política exterior) se sienta Susan Rice, precisamente la antecesora de Power en la ONU, y quien, como ella, entiende que la maquinaria militar de su país está para hacer el bien. Después de conocerse la matanza de Ruanda, durante la que trabajaba para Bill Clinton también en el consejo de Seguridad nacional, Rice declaró: “Me he jurado a mí misma que si me enfrento a una crisis similar de nuevo, estaré del lado de los que proponen tomar medidas drásticas, prendiendo el fuego si es necesario”.
No cuesta mucho, por tanto, imaginar el tipo de recomendaciones que recibió Obama antes de anunciar su decisión de atacar Siria, ni es difícil tampoco suponer la perplejidad y la decepción de estos personajes, convencidos de estar en el lado correcto de la historia, ante la pasividad observada en el resto del mundo o la oposición encontrada en el Congreso.
Esta es una Administración en la que abundan los bien intencionados, los políticos en la línea de Madeleine Albright, que definió a su país como “la potencia irremplazable”, los políticos que entienden que la fuerza de EE UU radica en su poder moral, en su valor para frenar la tiranía allí donde sea preciso y en solitario si no hay otra alternativa.
El pragmatismo de Obama ha matizado hasta ahora esa tendencia, pero, a la postre, su intento de interponerse ante una catástrofe humanitaria cometida con armas tan crueles como los gases venenosos será lo único que pueda justificarle ante la historia en el caso de que el episodio de Siria acabe de mala manera.
Kerry, Hagel, Rice o Power tal vez pueden hacer la guerra más digerible que Rumsfeld o Cheney pero quizá no más eficaz. Ciertamente, la anterior Administración alcanzó en sus aventuras bélicas tal nivel de inoperancia que es difícil de superar, pero todos los récords acaban siendo batidos.
Algunas de las ventajas de una Administración progre -con el simbólico apoyo internacional del presidente socialista de Francia- son evidentes: su esfuerzo por convencer, el reconocimiento inocente de sus propias dudas, el agotamiento sincero de las vías diplomáticas, el señalamiento de una solución política en última instancia. Pero los inconvenientes también: la improvisación, los titubeos, la ausencia de un claro objetivo.
El trío Bush-Cheney-Rumsfeld pretendía cambiar el equilibrio de fuerzas en Oriente Próximo con vistas a garantizar el predominio de EE UU durante varias décadas. Y si ese propósito exigía mentir, o cosas peores, se hacía en nombre de las razones de Estado. El objetivo de Obama, en cambio, es vago, moral, perfectamente defendible, pero difícil de explicar. En una guerra, los norteamericanos -cualquiera, en realidad- necesitan saber dónde están los buenos y dónde están los malos: democracia contra Hitler, América contra el comunismo, América contra Saddam Hussein. Obama, con su permanente visión compleja de la realidad, no ha sido aún capaz de presentar su causa con la nitidez precisa. Bush, Cheney y Rumsfeld todavía hoy defienden la guerra de Irak, sobre la que no guardan complejos. Obama, en cambio, se ha corregido sobre la “línea roja” a Siria incluso antes de que su guerra empezara.