Trabajo infantil, el secreto mejor guardado de EEUU

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Foto: Ángel Villarino/El Confidencial

Doce de junio. Día Internacional contra el Trabajo Infantil. El Secretario de Estado, John Kerry, apela a la comunidad internacional desde Washington. Dice que es urgente “rescatar” a los más de 220 millones de niños que son explotados en todo el mundo ante la mirada indiferente de sus Gobiernos. “Queremos que nuestros aliados se unan al compromiso que hemos contraído con esos millones de niños para que se adopten políticas que eliminen el trabajo infantil”, dice, esgrimiendo un argumento con el que su diplomacia saca a menudo los colores de países en desarrollo y cuestiona el sistema productivo de potencias emergentes.

Ese mismo doce de junio, a María le tocó acarrear cajas de moras. Con sus pequeñas manos, recolectó los frutos durante más de nueve horas y los cargó en un remolque. Lo hizo acompañada de su padre y su hermano mayor, a cambio de un salario miserable, en una enorme explotación agrícola situada al sur del estado de Virginia. La niña tiene doce años y el pasado verano fue el tercero que trabajó de sol a sol en el campo. Fue también el más duro de todos, recuerda, por culpa de un corte que se hizo en el antebrazo (una herida ancha, aunque no demasiado profunda, ya cicatrizada) al engancharse con el clavo de una caja. “A mí me da pena que se acabe el colegio porque es cuando tengo que trabajar más”.

María, de padres mexicanos pero con pasaporte estadounidense, no vive en uno de esos países remotos y pobres que retratan los informes sobre trabajo infantil que realiza el Departamento de Trabajo. Tampoco es un caso aislado. Forma parte de una comunidad numerosa y de la que se habla incluso menos que de los obreros infantiles del textil en Bangladesh o de la minería en Bolivia: la conformada por el medio millón de niños que, según cálculos de organizaciones como Human Right Watch, trabajan a sueldo de grandes corporaciones agrícolas en Estados Unidos.

“Hay niños de todas las edades y perfiles. Algunos tienen menos de ocho años, otros están en plena adolescencia. Los hay que acuden a la escuela regularmente y otros que no la pisan. La mayoría son hijos de inmigrantes hispanos y, aunque muchos obtuvieron la ciudadanía estadounidense por nacer aquí, todos carecen protección, no hay casi herramientas para ayudarlos ni programas federales para ellos. La tasa de fracaso escolar es cuatro veces superior a la media nacional”, denuncia Norma Flores, directiva de la Association of Farmworker Opportunity Programs (AFOP) y presidenta del comité de asuntos domésticos de la Coalición contra el Trabajo Infantil. Flores conoce bien el problema porque ella misma trabajó durante años en el campo cuando era niña.

El trabajo infantil en tareas agrícolas está tolerado al amparo de viejas leyes diseñadas para las pequeñas granjas familiares. Cuenta también con el apoyo y la presión de un sector, el agrícola, al que le cuesta conseguir mano de obra barata y que desde hace décadas se nutre de jornaleros estacionales y de inmigrantes ilegales que a menudo acuden con sus hijos a los sembrados.

“A lo mejor es mi ego americano el que me impide creérmelo, pero es imposible que haya gente en este país que conozca la realidad y que no reaccione. Creo que no se sabe bien en qué condiciones se está recolectando la comida”, reflexiona Melissa Bailey, activista de NC Field, una ONG de Carolina del Norte que busca alternativas para que los “niños del campo” puedan acabar sus estudios y opten a una vida mejor.

“Es una forma de esclavitud moderna”

Las extensiones de cultivo de sitios como Carolina del Norte son inabarcables. En este estado hay más de 50.000 sembrados, la mayoría en manos de grandes empresas. Se transita de un terreno a otro por estrechas carreteras que pasan entre granjas, plantaciones de tabaco, boniatos, maíz, etcétera, sin apenas núcleos urbanos entre medias. En época de recolección, los camiones circulan sin descanso, recogiendo frutas y verduras y transportándolas a almacenes. Los jornaleros temporales, así como muchos trabajadores fijos, se alojan en barracones de chapa o casas prefabricadas, en campamentos tan precarios como los que se ven en países tercermundistas.

“Es una forma de esclavitud moderna porque no ganan suficiente para vivir y, desde luego, no ahorran ni progresan. Los niños van de un lado para otro, sin elección, cambiando de ambiente. Como las familias no pueden permitirse conducir y no hay centros urbanos, dependen del escaso transporte público o de los intermediarios que los contratan. Cosas como ir a una tienda a comprar leche resultan un problema logístico. Así que casi todo lo que ganan lo gastan en pagar a quien los contrató por servicio del transporte, la comida y el techo”, nos explica Bailey, al pie de un campo de boniatos donde los trabajadores se afanan en llenar un remolque.

En uno de los barracones, amueblado con cuatro baratijas de plástico y sin aislamiento eficaz para el frío invierno, los jornaleros protegen su intimidad con banderas de México manchadas de tierra que cuelgan de las ventanas. Sus inquilinos confirman lo que detalla un extenso informe de Human Right Watch (HRW) sobre las condiciones de trabajo. Además de soportar jornadas extenuantes y temperaturas extremas, los niños están expuestos a herbicidas y pesticidas (que a menudo se rocían sin previo aviso desde avionetas), y cada año se registran unas 100.000 heridas y golpes graves.

Algunos se hacen daño al caer de las escaleras de hasta 6 metros de altura que se utilizan para recolectar las frutas, otros se cortan con las herramientas con las que recolectan las cebollas… “La agricultura es el trabajo más peligroso (…) y la tasa de mortalidad por accidente laboral es ocho veces más alta que la media”, asegura el informe, destacando que los niños no disponen de la protección ni las medidas de seguridad adecuadas.

Accidentes mortales y abuso sexual

En total, se calcula que el 20% de los accidentes mortales registrados en el sector agrícola de EEUU tienen como protagonista a un menor. Y tampoco parecen infrecuentes los casos de abuso sexual. Según el testimonio del abogado William R. Tamayo, algunas jornaleras de Florida tienen hasta un nombre para ello. Lo llaman “El Motel Verde”.

La ley para prevenir el trabajo infantil en Estados Unidos data de 1938 y hace una excepción para la agricultura, un guiño a las pequeñas explotaciones familiares que en aquel entonces capitalizaban el sector agrícola. “Todo ha cambiado desde entonces y ahora está en manos de grandes corporaciones, que contratan a los niños directamente o a través de intermediarios. Mucha gente no lo entiende, aún se tiene la idea de la granja familiar en la que los niños dan de comer a las gallinas cuando se levantan y aprenden responsabilidades. Eso está bien cuando se hace durante dos horas al día, no lo consideraría trabajo infantil. Pero la realidad no es esa, sino la de niños que trabajan sin horarios, todos los días, en un ambiente corporativo, no familiar, y muy agresivo. Sus padres les hacen trabajar por supervivencia, no para educarlos”, incide Bailey.

Las leyes actuales no establecen limitaciones en las pequeñas explotaciones agrícolas, siempre que los niños dispongan del permiso de sus progenitores o tutores. Las grandes empresas, por su parte, pueden contratar a mayores de 12 años fuera del horario escolar. Y a partir de los 14 ya no existen restricciones de ningún tipo, ni siquiera es necesaria una autorización paterna. La laxitud contrasta con el resto de sectores de la economía estadounidense, donde la edad mínima para trabajar son los 16 años, con excepciones muy concretas como la de los actores de cine.

Los activistas, apoyados por varios miembros del Congreso, exigen un cambio en la legislación que acabe con esta “excepción agrícola”, arraigada de cierta manera en la “psique” americana de defensa de las libertades, la propiedad privada y el culto al trabajo. Enfrentan además la oposición de las grandes compañías, de pequeños y medianos propietarios de granjas y de muchas de las propias familias inmigrantes. “Los niños trabajan en su mayoría porque la familia lo necesita, porque no hay más remedio. Sus padres estarían encantados de tener dinero para sacarlos de esta situación, pero para muchos es una cuestión de supervivencia”, recuerda Flores.

Un negocio inviable sin menores y “sin papeles”

Los granjeros y propietarios que defienden el trabajo infantil también hablan de supervivencia. Si no fuese por el trabajo de los “sin papeles” y de los menores, dicen, su negocio sería inviable y tendrían que vender sus tierras y dedicarse a otra cosa. La solución que proponen organizaciones y economistas pasa por elevar el precio final, tirando hacia arriba los salarios de los trabajadores agrícolas: los peor pagados de la economía americana y, en su mayoría, desprovistos además de sanidad y seguros sociales (8.000 euros anuales brutos de media en Carolina del Norte, según la Farmer Advocacy Network).

Un estudio de Philip Martin, economista de la Universidad de California, refleja que un incremento salarial del 40% (lo suficiente para poder mantener a la familia sin que los niños trabajen) no tendría apenas impacto para los consumidores americanos, ya que el gasto en frutas y verduras crecería tan sólo en unos 15 dólares anuales de media por unidad familiar. Y es que, por cada dólar que ganan las compañías agrícolas vendiendo a los distribuidores, los trabajadores sólo reciben seis céntimos, un 6%.