Hasta ahora se ha dicho que el concepto de justicia es aplicable solo a los seres humanos. La cuestión es si podemos expandir la idea de la comunidad de justicia para incluir a la naturaleza no humana.
Como consecuencia de la crisis global, el siglo XXI se ha caracterizado por los intentos de aplicar la ética a la economía. Si se aplica la ética al calentamiento global, las políticas de cambio climático se convierten en políticas de justicia climática. Es la justicia entre ricos y pobres, desarrollados y subdesarrollados, entre las generaciones actualmente existentes y las que vienen.
Para ser justos hay que empezar diferenciando. A diferencia de las leyes ciegas, la justicia mira bien a quién favorece. Considerar los principios de justicia conduce a una noción de responsabilidad diferenciada, aunque común, sobre las distintas conductas que repercuten en cambiar el clima.
Es importante distinguir emisiones nacionales y emisiones per cápita, países pobres y ricos, los que ya se desarrollaron y los emergentes.
Ciertas naciones pueden producir un alto grado de contaminación por su cantidad de población, no porque cada poblador haga mayores emisiones. China es ahora el más grande exhalador de dióxido de carbono, con veintiuno por ciento de las emisiones mundiales, pero sus emisiones per cápita son solo una fracción de las que hacen las naciones ya industrializadas. Cada ciudadano chino es responsable de la quinta parte de las emisiones de un norteamericano.
También hay que considerar que las emisiones pueden ser exportadas. Los países ricos están exportando sus manufacturas sucias a China. ¿Es justo que China sea acusada de producir altos niveles de emisiones mientras quien ordena la fabricación es Estados Unidos? ¿Quién es responsable sino el que ha trasladado a otro país las industrias que no quiere tener en casa?
Otro asunto es la responsabilidad histórica de los países tempranamente industrializados y de los industrializados tardíamente. Los países tienen derecho al desarrollo. Las naciones ricas piden que los emergentes hagan sacrificios que ellas no hicieron en su momento ni están dispuestas a hacer.
¿Quiénes demandan y se benefician con el uso de las manufacturas chinas, indias, vietnamitas? Los ricos de las naciones pobres han desmantelado las industrias nacionales para evitar los derechos laborales y se han convertido en importadores que no pagan impuestos porque actúan en mercados abiertos. También son responsables.
¿Entre las generaciones actuales y las que vienen, qué puede significar un futuro sostenible?
Las respuestas tienen que ver con nuestra relación ética con el mundo natural y los límites que la naturaleza fija al desarrollo. La cuestión es si las estrategias políticas y los cambios institucionales pueden ser derivados directamente de los compromisos éticos. La relación entre los compromisos éticos y la política real es muy difícil. Esa relación pasa por las distintas posiciones políticas y sus modalidades democráticas o autoritarias de gestión pública.
Los debates contemporáneos están dominados por la búsqueda de compatibilidad entre el crecimiento económico y la protección ambiental para evitar la suma cero entre prosperidad y daño ambiental. Un Estado verde puede lograrlo.
En su libro The Green State: Rethinking Democracy and Sovereignty (El Estado verde: repensando la democracia y la soberanía. Cambridge, MIT Press, 2004), Robin Eckersley sostiene que el enfoque ambiental es inevitable para los estados contemporáneos tanto en sus relaciones con sus ciudadanos como con el mundo global.
¿Qué distingue al Estado verde del Estado liberal clásico? Se trata de un estado posliberal que cuestiona al capitalismo depredador y al especulativo, fijándoles reglas en defensa del medio ambiente y los seres humanos. Su estrategia empieza por el principio de que quien contamina paga y repara el daño producido. De ser soberano y egoísta el Estado pasa a ser un actor comprometido con el bienestar ambiental global y local.