El deshiele de los nevados andinos 18.000 años después

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Foto: Javier Sauras - El País

Después de 18.000 años de existencia, hoy se puede decir que el glaciar de Chacaltaya ha desaparecido. No se ha desvanecido de súbito, pero cualquiera que ascienda hasta los 5.400 metros de su cima en los Andes bolivianos puede comprobar que ya no está ahí. La que fuera la estación de esquí más alta del mundo, construida sobre los hielos eternos de un glaciar, no tiene apenas nieve y, si nada lo remedia, sus cumbres vecinas van a correr la misma suerte en las próximas décadas. Vestido en rojo, amarillo, azul y blanco, con prendas de todas las épocas, José Manuel Bejarano machaca con sus rígidas botas de esquí las rocas planas de la montaña de Chacaltaya, en el departamento de La Paz, capital de Bolivia. La altitud aumenta la fatiga y dificulta la respiración, pero él carga sin aparente esfuerzo con un par de bastones y de tablas al hombro. Inquieto, mira alrededor mientras asciende, calculando cuántos giros podrá hacer en las escasas manchas de nieve que hay sobre la ladera. Sonríe, feliz, porque hacía mucho tiempo que no volvía a la montaña en la que aprendió a esquiar. Aquí, en el antiguo glaciar, entrenó y entrenó hasta llegar a los Juegos Olímpicos. Bejarano es el esquiador boliviano con más entorchados (acudió a Sarajevo 1984, Calgary 1988 y Albertville 1992), tiene varias medallas de campeonatos nacionales y en su oficina conserva orgulloso una foto junto al deportista Alberto Tomba.

“Empecé a esquiar en 1972, más o menos cuando salí del colegio. En esa época no había mucho equipo, así que aprendí con esquís de madera y botas de cuero muy antiguas. Los llevaba a la carpintería cuando tenía que arreglarlos”, recuerda entre carcajadas. Como remonte para ascender a la cima, instalaron un motor de coche que tiraba de un cable metálico. Quemaba los guantes y la mayoría de las veces les arrastraba por el suelo, pero los bolivianos que subían a Chacaltaya recuerdan el ingenio con cariño. “En los años ochenta el glaciar cubría toda la montaña y había mucha gente aquí practicando el deporte. En un buen domingo de esquí, a la cabaña llegaba un centenar de personas. Hoy nunca se reúnen más de siete”.

La caseta, un refugio de montaña de dos pisos, es la imagen que mejor explica la desaparición del glaciar. Samuel Mendoza intenta mantenerla con vida, pero es complicado con tan pocas visitas. A Chacaltaya ya no llegan esquiadores, sino turistas y curiosos del calentamiento global. La foto del remonte roto y la cabaña vacía, en una cima de roca ocre, se ha convertido en un icono del cambio climático. Hace tan sólo 20 años, todo ese paisaje estaba cubierto de nieve.

Mendoza se encargaba de operar el remonte, igual que hizo su padre antes que él. No dispone de un vehículo propio, así que nunca tiene muy claro cómo llegará hasta el refugio y, una vez allí, cómo volverá a casa, pero eso no parece importarle mucho. Aunque lo haga a pie, casi todos los días llega hasta la cima de Chacaltaya. En el techo de los Andes, ofrece refrescos y mate de coca a quienes recorren las dos horas en coche que separa la montaña de las ciudades de El Alto y La Paz.

“Si subes hasta el pico -señala- desde allí se ve toda la Cordillera Real de Bolivia. Y todas las montañas están ahora con poco glaciar, con poca nieve. Ya no está como los años anteriores. Hay roca, no más”, dice con añoranza, la mirada perdida desde la ventana del refugio. Mendoza, como muchos otros indígenas aimara, respeta a las cumbres andinas como si fueran sus antepasados. Él cree que, de alguna manera, están enfermas, e intuye que la desaparición de las nieves traerá grandes problemas a las comunidades del altiplano. “No sé cómo quedarán en el futuro nuestras montañas”, reconoce. “Es bastante triste.”

Quien sí puede saber mejor cómo quedarán las montañas es el doctor Edson Ramírez, de la Universidad Mayor de San Andrés. Ramírez ha estado elaborando durante los últimos cinco años un enorme estudio sobre glaciología andina en Bolivia junto a varios expertos de la agencia oficial de cooperación japonesa (JICA). El Glacier Retreat impact Assessment and National policy Development (estudio GRANDE, por sus siglas en inglés), se publicará en 2015 y será una de las mayores investigaciones que se hayan hecho nunca sobre glaciología y cambio climático.

“Si comparamos desde 1980 al periodo actual, sabemos que esta cordillera ha perdido el 37,4% de su superficie glaciar”, apunta. Aunque las conclusiones del estudio GRANDE todavía no se hayan hecho públicas, el doctor Ramírez advierte: “las pérdidas de espesores pueden fluctuar entre dos y tres metros por año. Si hacemos una relación simple entre esos valores, veríamos que estos glaciares pueden desaparecer en el lapso de unos 50 a 60 años”.

Las consecuencias para la población serían inmediatas. Los glaciares aportan entre un 10 y un 20% del agua potable que reciben las ciudades de La Paz y El Alto. “Si continúan estas modificaciones del ecosistema, sin duda pueden poner en riesgo la disponibilidad de agua. Sumado a un incremento de la población, entonces podrían darse escenarios bastante críticos”.

Un informe conjunto del Banco Mundial y de International Cryosphere Climate Initiative advirtió en 2013 que la desaparición de los glaciares en los Andes podría poner en riesgo el suministro de agua de 80 millones de personas en Latinoamérica. Estas cifras también las maneja el Gobierno boliviano. René Orellana, quien ocupó la cartera de Medioambiente y Agua entre 2009 y 2010, apunta al cambio climático como el principal responsable de esta posible catástrofe: “tiene un impacto importante en el agua”.

“Si hablamos de la ciudad de La Paz, ese impacto se ve en la pérdida de los glaciares, que es una fuente maravillosa de agua”, afirma. “Son nuestros ahorros del agua de los próximos años y los vamos a perder si continúa el incremento de la temperatura. Por supuesto, esto conlleva abundancia de agua en algunos periodos, dado el derretimiento, pero a mediano plazo supone la pérdida de todo nuestro ahorro.”

El presidente Evo Morales firmó en 2009 un documento “para salvar el planeta, la humanidad y la vida” (en el que se decía que el calentamiento global se debía al uso excesivo del petróleo y otras energías fósiles. Paradójicamente, la economía boliviana depende de la extracción y exportación de recursos fósiles, lo que en ocasiones enfrenta al Gobierno con asociaciones indígenas y ecologistas. Sin ir már lejos, el pasado junio su ejecutivo autorizó la exploración petrolera en zonas protegidas por razones ambientales.

Sin embargo, cuando habla, el discurso de Morales se parece más al de Samuel Mendoza, en su cabaña, que al del doctor Edson Ramírez. El presidente tira de simbología cuando le recuerdan la situación de las cimas andinas y qué hacer al respecto: “Están perdiendo sus ponchos blancos. Vamos a tener que comprar pintura y pintarlo, para que se vea de blanco”.