Evo Morales y los poderes del chamán
El próximo 21 de febrero Evo Morales se enfrentará a un referendo en el que los bolivianos decidirán si le permiten presentarse a una nueva reelección en medio de un escenario económico adverso y con la izquierda latinoamericana en un claro retroceso desde el Cono Sur al Caribe debido a que sus gobiernos se negaron a aceptar que el manejo disciplinado –y responsable– de la macroeconomía es una condición indispensable para aplicar cualquier programa de transformación social y política.
Pero en medio de esa debacle –que ha movido incluso al presidente ecuatoriano, Rafael Correa, a renunciar a una nueva reelección en 2017–, Morales se erige como una solitaria excepción, disfrutando de una popularidad cercana al 60% tras cumplir 10 años en el poder en un país que hasta 2006 había tenido más presidentes que años de independencia. Si Evo gana la consulta –que equivale casi a un plebiscito sobre su figura– y las elecciones de 2019, gobernará hasta 2025, el año del bicentenario de la fundación de Bolivia, un récord absoluto en el antaño volátil Palacio Quemado.
El hecho de ser el primer presidente aimara del país del altiplano y que sus tomas de posesión hayan tenido como marco las monumentales ruinas prehispánicas de Tiahuanaco en medio de rituales chamanísticos, han conferido a Evo Morales un áurea de invulnerabilidad, como si su legitimidad transcendiera la de la mera voluntad popular expresada en las urnas.
La realidad es mucho más prosaica. Morales ha dirigido la economía boliviana con un rigor tal que hasta el propio FMI –y la patronal boliviana– han tenido que rendirse ante la evidencia. Según el Banco Mundial, entre 2004 y 2014 la economía boliviana creció a una tasa anual promedio de 4,9% debido a “los buenos precios de las materias primas, los mayores volúmenes de exportación de minerales y gas natural y una política macroeconómica prudente”.
Las cifras son contundentes: las reservas de divisas equivalen al 46% del PIB mientras que la deuda pública se ha mantenido por debajo del 40%, frente al 74,3% de 2006. Hasta 2006 el 63% de la población era pobre y el 37% lo era de manera extremada. Hoy la extrema pobreza se ha reducido al 18%. Ese año el PIB era de 9.000 millones de dólares. Hoy alcanza los 34.000 millones actuales, con lo que la actual renta per capita es de 3.000 dólares al tipo de cambio, el triple que en 2006. La inversión pública ha pasado de 629 a 24.561 millones de dólares.
Hacia principios de siglo, en cambio, los indicadores de desarrollo humano del país eran similares a los de Haití y a los de los más pobres países africanos pese a que Bolivia tiene más de un millón de kilómetros cuadrados, con apenas 10,5 millones de habitantes, muchos de ellos con algunas de las tierras –las del oriente amazónico– más fértiles del mundo, ingentes riquezas minerales y reservas certificadas de 10,45 billones de pies cúbicos de gas.
Los bolivianos ahora pueden ser atendidos en 221 nuevos hospitales y centros de salud después de que el presupuesto de sanidad haya aumentado un 263%. El 86% de la población cuenta hoy con electricidad. Los servicios de agua potable, luz, telecomunicaciones y las infraestructuras de transporte han registrado también notables mejoras. El gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS) ha distribuido 23,9 millones de hectáreas de tierra entre las comunidades indígenas, 19 millones a comunidades campesinas y 7,5 millones a empresarios agroindustriales.
Antes, las multinacionales recibían el 82% de la renta proveniente de la producción de hidrocarburos. Tras la nacionalización del sector, el Estado retiene la mayor parte de los ingresos generados por las industrias extractivas y la exportación de gas a Brasil y Argentina, que han pasado de 300 millones de dólares en 2005 a 5.600 millones en 2014, cuando las exportaciones de petróleo y gas natural representaron el 54% de los ingresos por exportaciones y el 8% del PIB.
Hace poco el Financial Times llamó a Evo Morales “el socialista más exitoso del mundo”. El pasado 26 de octubre, el día de su cumpleaños, Morales lo pasó en Nueva York cortejando a banqueros de Wall Street y dando una conferencia –organizada por el diario británico– titulada ‘Cómo invertir en la nueva Bolivia’ y en la que insistió que las leyes de empresas públicas, de promoción de inversiones y de arbitraje y conciliación son las mayores garantías de seguridad jurídica para las inversiones internacionales.
Aunque en los últimos años varias empresas de hidrocarburos, electricidad y telecomunicaciones han sido estatizadas –entre ellas la empresa nacional de energía, TDE y SBSA, la compañía encargada de operar varios aeropuertos–, Eduardo Gamarra, profesor boliviano de la Universidad Internacional de Florida, sostiene que en un sentido estricto no hubo nacionalización de los hidrocarburos sino un “cambio en los términos de los contratos para que una mayor parte de las ganancias se quedaran en Bolivia”.
Gamarra asegura que Morales “no es un antineoliberal”, argumentado que la mejor prueba de ello es su total respaldo a la gestión de su influyente ministro de Economía, Luis Arce Catacora, formado en la universidad inglesa de Warwick. En 2013 la muy conservadora revista América Economía consideró a Arce como uno de los mejores ministros de Economía de la región. Así las cosas, no es extraño que muchos analistas crean que el discurso antiimperialista de Morales es una mera charada retórica para aplacar las residuales ínfulas revolucionarias del ala izquierda del MAS y de sus aliados del ALBA.
El ‘taqui muyu’
Pero Morales no puede dormirse en sus laureles. La bonanza de las materias primas proporcionó al gobierno un superávit presupuestario que le permitió financiar proyectos de infraestructuras y programas sociales. Ahora, con la brusca caída de los precios de las materias primas, el FMI prevé un crecimiento para este año del 3,5%. En el primer semestre de 2015 las exportaciones de gas natural fueron de 2.100 millones de dólares, una caída de más del 35% en relación al mismo periodo de 2014.
Y ahora Morales ya no compite contra la débil y atomizada oposición boliviana, sino contra sí mismo. O mejor dicho contra sus pasados éxitos y su legado político, manchado en los últimos meses por varios escándalos de corrupción, acusaciones de autoritarismo y la retirada de apoyo de sectores indígenas que antes fueron sus aliados.
Los abusos de poder han quedado patentes en el caso del Fondo Indígena, que otorgó millonarias ayudas para unos 200 proyectos de desarrollo que nunca llegaron a ejecutarse y que han dejado un agujero económico de unos 14,6 millones de dólares. El escándalo se ha cobrado ya 24 víctimas políticas en el oficialismo.
Con la brusca reducción de los ingresos estatales, el gobierno se va a ver obligado a cerrar el grifo de las prebendas y subsidios que han sostenido una potente maquinaria clientelar: casi un tercio de los bolivianos, poco más de tres millones, recibe algún tipo de ayuda estatal.
Las fisuras ya se están dejando notar en el MAS. Uno de sus diputados aimara, Rafael Quispe, denuncia que Morales está haciendo campaña con el lema “También yo quiero ser rey”. Los aimara, asegura Quispe, tienen una institución ancestral: el ‘taqui muyu’, es decir, el liderazgo de alternancia, que estipula mandatos comunitarios de dos años o tres años, cuando mucho. En las últimas encuestas un 53% de los votantes rechaza una nueva reelección del mandatario.