La soledad y la indiferencia acompañan la discapacidad
Son las 8:23 y en el Multifuncional de la Ceja hay poco más de 100 personas reunidas para esperar a la caravana que a las 6:00 salió de Ventilla. En silencio se aglomeran en grupos y mascan coca para, de alguna manera, amortiguar el golpe del viento helado que llega de los nevados.
Han pasado cuatro horas y el sonido de los petardos alerta la proximidad de la marcha. Entre los últimos bloques llega Arminda acomodada en un carro artesanal de carga. La empujan tres voluntarias, mientras su madre camina por detrás con un cartel de la Asociación de Personas con Discapacidad de Achocalla.
Aymara hablante, su madre, Adela Torres, explica que su realidad es la muestra de la soledad y la exclusión. “Mi hija tiene 13 años, no habla, no camina, no hace nada. Somos discriminadas y ni siquiera una silla de ruedas hemos podido conseguir. Nadie nos ayuda, nadie viene a verla”, afirma.
Entiende castellano, pero no lo habla; lo que le significa aún más trabajo para conseguir ayuda y atención para la niña. Tiene otros dos hijos; sin embargo, decidió unirse a la marcha sólo con Arminda.
“La gente prefiere no verlos, porque si no los ven, no existen. Tampoco es su culpa, nos estamos deshumanizando y esta situación, se quiera o no, causa dolor. Un dolor que no se quiere sentir”, dice Franz Humerez, sentado en una jardinera del Multifuncional.
Los grupos de personas con discapacidad se hacen más grandes. La reacción a las sillas de ruedas, las muletas y a los movimientos torpes de los niños con parálisis cerebral ponen en evidencia la indiferencia o el miedo.
“Ayúdenme a subir las gradas, por favor”, pide Adela empujando el carro. Muchos fingen no oirla.