Nadó para escapar de la guerra en Siria… ahora nadará en Río
Yusra Mardini, una nadadora olímpica, llevaba una hora y media de su primera sesión de entrenamiento del día, dando patadas de mariposa a lo largo de la piscina con un patito amarillo de plástico equilibrado sobre su cabeza.
Otros jóvenes nadadores compartían el carril, pero Mardini, de 18 años, seguía su propio ritmo, dirigiéndose a toda velocidad por el centro, emergiendo al borde de la piscina de vez en cuando para intercambiar el pato -que utiliza para practicar su equilibrio- por un snorkel o una tabla de natación.
Desde octubre, Mardini ha estado practicando en el centro de entrenamiento de Wasserfreunde Spandau 04, uno de los clubes más antiguos de Berlín. Los nazis construyeron la piscina para las olimpiadas de 1936.
Todos los aspectos de la travesía de Mardini a los juegos de Río han sido difíciles de creer. Competirá en el primer equipo de refugiados en unas olimpiadas, una hazaña que era impensable hace menos de un año cuando tenía el agua hasta el cuello en el mar Mediterráneo mientras nadaba para salvar su vida.
En agosto pasado, Mardini y su hermana Sarah escaparon de Siria, envuelta en una guerra civil al parecer interminable, y se embarcaron en un viaje largo a través de Líbano, Turquía y Grecia; subieron por los Balcanes y Europa central, hasta llegar a Alemania después de esquivar su posible captura o muerte. Cuando el bote donde viajaban se rompió entre Turquía y Grecia, ella y su hermana, quien también es nadadora, saltaron al agua y ayudaron a guiar el bote hasta tierra firme.
La historia de Mardini captó la atención del público en marzo, cuando el Comité Olímpico Internacional la identificó como candidata para competir en un nuevo equipo de refugiados, conformado por atletas que están fuera de su país o que de otra manera quedarían excluidos de los juegos. De repente los medios destacaban su participación como el ejemplo perfecto de cómo Alemania le daba la bienvenida a una joven promesa… una historia positiva en medio de la crisis mundial de refugiados.
Mardini se integró al equipo de refugiados de manera oficial en junio, junto con nueve atletas de Siria, Sudán del Sur, la República Democrática del Congo y Etiopía. El equipo, que oficialmente lleva el nombre de Atletas Olímpicos Refugiados, competirá con la bandera y el himno de los Juegos Olímpicos, y será el penúltimo en entrar al Estadio Maracanã en la ceremonia de inauguración, justo antes de los anfitriones. Mardini competirá en las modalidades de 100 metros estilo libre y 100 metros estilo mariposa.
“Será realmente genial”, dijo, mientras arrojaba una mochila color rosa neón sobre una mesa en la cafetería del centro de entrenamiento.
Unas semanas antes acababa de enterarse de que había logrado ser parte del equipo olímpico; se lo había dicho un grupo de periodistas que había llegado al apartamento donde ahora vive con su hermana.
“Solo supe hasta ese momento porque jamás abro mis correos electrónicos”, dijo Mardini.
Después, dijo, los periodistas le contaron que una amiga suya, Rami Anis, otra nadadora siria, también estaba en el equipo. “Ahí fue cuando de verdad me emocioné”, dijo Mardini.
Mardini se cambió y se puso una sudadera (un regalo de la marca alemana de ropa para natación Arena) y con una secadora peinó su cabello hasta que quedó en capas brillantes que le llegaban más abajo del hombro. En cada oreja se puso dos aretes: una perla y un diamante de fantasía.
El estado emocional de la atleta cambia frecuentemente: a veces frenética y con emoción incontenible; a veces absorta y aburrida. Envía mensajes de texto frecuentemente. En otras palabras, es una adolescente.
“Desde que era pequeña me metían al agua”, dijo Mardini, quien creció en el suburbio de Daraya en Damasco. Su padre, un entrenador de natación, comenzó a entrenarla cuando tenía tres años. Mardini llegó a competir en el equipo nacional de Siria y recibió el apoyo del Comité Olímpico Sirio.
Sin embargo, la guerra se desató en 2011, cuando tenía 13 años, y ella vio cómo su vida, relativamente idílica, empezó a cambiar.
“De pronto no podía ir adonde quisiera o mi mamá me llamaba y me decía: ‘Regresa; algo está pasando allá'”, relató.
Cerraban la escuela varios días, dijo, “o quizá alguien disparaba un arma y yo tenía que correr”.
Sin embargo, el mundo que compartía con sus amigos y compañeros de clase, dijo Mardini, siguió de manera habitual en su mayor parte. “Jamás hablábamos de la guerra”, dijo. “¡Era muy molesto! Al principio, todos hablaban de eso, pero después de algunos años, pensábamos: ‘Bueno, si me voy a morir, ¡me voy a morir! Pero déjenme vivir mi vida. ¡Quiero ver a mis amigos!'”.
‘Ya es suficiente’
En 2012, el hogar de la familia de Mardini fue destruido durante la masacre de Daraya, una de las peores matanzas en la primera parte de la guerra, cuando cientos de civiles murieron. El panorama siguió deteriorándose. Dos de sus compañeros nadadores fueron asesinados, dijo, y un día una bomba destruyó el techo del centro donde entrenaba.
“Le dije a mi mamá: ‘Muy bien, ya es suficiente”, dijo Mardini. “Y ella me respondió: ‘Está bien, encuentra a alguien en quien yo pueda confiar para que te lleve, y podrás irte'”.
El 12 de agosto de 2015, Mardini y su hermana se fueron con dos primos de su padre y otro amigo. Volaron de Damasco a Beirut, Líbano, y luego a Estambul, donde se conectaron con unos traficantes y un grupo de 30 refugiados con quienes se quedaron durante su viaje.
El grupo se trasladó en autobús a Esmirna, Turquía, y después los llevaron a un área boscosa cerca de la costa para subir a un bote que los llevaría a la isla griega de Lesbos.
“Creímos que estábamos en el único autobús, pero había cuatro o cinco autobuses que partían cada día”, dijo Mardini. “Había 200 o 300 personas ahí, y todas esperaban hasta que no hubiera policías en el mar para irse”.
De noche los helicópteros patrullaban el área, dijo, pero las autoridades turcas jamás entraron al bosque.
“La policía está asustada porque los traficantes tienen armas”, dijo Mardini. Los traficantes, dijo, “no tenían miedo”.
Después de cuatro días, Mardini y su hermana se subieron junto con otras 18 personas, entre ellas un niño de 6 años, en un bote con capacidad máxima para seis personas. En su primer intento, agentes fronterizos los atraparon y los enviaron de regreso. En el segundo, el motor se apagó después de 20 minutos, y el agua comenzó a entrar en el bote.
De las 20 personas que estaban a bordo, solo las hermanas Mardini y dos jóvenes sabían nadar, así que los cuatro se metieron al agua. Eran cerca de las 7 de la noche y la corriente que cambiaba de curso hacía que el mar fuera hostil y agitado.
“Todos estaban rezando”, dijo Mardini. “Estábamos llamando a la policía turca, a la policía griega, y decíamos: ‘Por favor, por favor, ayúdennos. ¡Hay niños aquí! ¡Nos estamos ahogando!’ y ellos solo repetían: ‘Den la vuelta y regresen. Den la vuelta y regresen'”.
Mardini y su hermana nadaron durante tres horas y media, y ayudaron a que el bote mantuviera su curso… incluso cuando los dos jóvenes nadadores se rindieron y dejaron que los llevara la corriente. Hacía frío, dijo Mardini. Su ropa la hundía y la sal del mar le quemaba los ojos y la piel.
“Yo solo pensaba: ‘¿Qué? Soy una nadadora y ¿al final moriré en el agua?”, relató.
Pero tenía la determinación de mantener su buen ánimo… y no solo por su bien.
“El niñito me veía, asustado”, dijo, “así que yo le hacía caras graciosas”.
Una larga espera
El bote terminó por llegar a la costa en Lesbos, pero el viaje apenas había comenzado. El grupo caminó durante días sin descanso; dormían en campos o iglesias. Aunque tenían dinero, los taxis se rehusaban a llevarlos y los restaurantes a menudo les negaban el servicio.
“Pero también había gente buena”, dijo. “Cuando llegué, no tenía zapatos, y había una chica griega -creo que tenía la misma edad que yo- que nos vio y nos dio un suéter para el niño; a mí me dio zapatos”.
Las hermanas viajaron a pie o en autobuses de traficantes que las llevaron de Grecia, a través de Macedonia, por Serbia hasta Hungría. En septiembre llegaron a Budapest, cuando las autoridades húngaras cerraron la estación principal de trenes para que no entraran los refugiados. Muchos, entre ellos las hermanas Mardini, habían gastado cientos de euros en boletos de tren que ahora no podían utilizar, por lo que cientos de refugiados se manifestaron afuera de la estación.
“Yo solo veía todo”, dijo Mardini. “Y pensaba: ‘¿Dónde estoy? ¿Qué va a pasarme si me llevan a la cárcel ahora?'”.
Finalmente lograron salir de Hungría; viajaron por Austria y por fin llegaron a Alemania, donde terminaron en un campo de refugiados en Berlín, compartiendo una tienda de campaña con seis hombres que habían estado con ellas durante el viaje.
“¡Estaba feliz!”, dijo Mardini, y agregó: “No tengo problemas. Estoy en Alemania. Estoy con mi hermana. Eso es todo”.
Las hermanas Mardini pasaron la mayor parte de su primer invierno en Alemania formadas en largas filas en el principal centro de registro de refugiados -Oficina Estatal de Salud y Asuntos Sociales de Berlín (Lageso, por su sigla en alemán)- para que sus documentos de asilo estuvieran en orden. A menudo debían esperar afuera durante ocho horas a muy bajas temperaturas solo para que les dijeran que se fueran y regresaran el día siguiente.
“En Lageso lloré más que durante el viaje”, dijo Mardini.
Lo último en su mente era regresar al agua, pero después de algunas semanas, dijo, comenzó a desearlo, en especial cuando escuchó que una compañera suya había ganado una competencia en Asia.
“Pensaba: ‘¡Mamá! ¡Ah! ¡Debería estar ahí! ¡Nado mejor que ella!'”, dijo.
Un intérprete egipcio que solía ayudar en el campo de refugiados conectó a Mardini con el centro Wasserfreunde Spandau 04, y Sven Spannekrebs, quien ha sido entrenador en el club durante mucho tiempo, aceptó hacerle una prueba. Cuando vio nadar a Mardini, dijo Spannekrebs, quedó impresionado.
“Las bases técnicas que tenía eran muy buenas”, dijo Spannekrebs, quien se reunió con Mardini en la cafetería para almorzar después de nadar por la mañana. “Después de dos años sin entrenamiento, sus bases aeróbicas eran las que no eran tan buenas. Su cuerpo no estaba bien acondicionado”.
“¡No estaba tan mal!”, dijo Mardini, mientras dejó caer sus cubiertos en señal de protesta. Él le lanzó una mirada de incredulidad exagerada. Ella sonrió y estuvo de acuerdo: “Bueno, fueron 25 días de comer en Burger King y McDonald’s”.
Una beca de entrenamiento
Poco tiempo después de haber comenzado a entrenar con Mardini, Spannekrebs pensó que podría ser candidata para los Juegos Olímpicos de Tokyo en 2020. Sin embargo, cuando supo que el Comité Olímpico Internacional podría reunir un equipo de refugiados, él y Mardini se dieron cuenta de que sus sueños olímpicos podían hacerse realidad antes de lo esperado. En enero, el comité le otorgó una beca de entrenamiento y Spannekrebs le asignó a Mardini un riguroso horario, con clases en la escuela entre cada sesión.
“Es una atleta muy aguerrida”, dijo.
Una medalla en Río está fuera de su alcance. Los tiempos más rápidos de Mardini son de un 1:08 minuto en la modalidad de 100 metros estilo mariposa y de 1:02 minuto en los 100 metros estilo libre, es decir, nueve y 11 segundos por detrás de los tiempos oficiales para calificar a esos eventos.
“Espero superar una marca personal”, dijo Mardini.
Mardini utilizó parte del dinero de la beca para conseguir, junto con su hermana, un apartamento que no estuviera muy lejos del centro de entrenamiento. Sus padres y sus dos hermanas menores se reunieron con ellas en Berlín, y toda la familia ha obtenido asilo temporal.
Mardini publica selfis y citas inspiradoras en árabe y en inglés en su página en Facebook y en Instagram. Dijo que esperaba conocer a algunos de sus atletas favoritos en Río, en especial, a su ídolo de la infancia, Michael Phelps.
Mardini dijo que le gustaría aprovechar la atención que ha recibido para ayudar a otros refugiados. Espera regresar a Siria algún día para compartir su historia.
“Lo recuerdo todo, desde luego”, dijo. “Jamás olvido. Pero es lo que me motiva para hacer cada vez más”.
Agregó: “Yo no soy de las que se ponen a llorar en una esquina”.