Bolt, ansiedad, frustración y gloria

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Foto: Getty Images

En su última victoria olímpica en solitario, el jamaicano corre para batir su récord del mundo de los 200m, pero el cuerpo le dice no

Antes de la carrera, Usain Bolt baila salsa feliz, un niño. Por los pasillos, los últimos turistas corren como locos, del bar a las gradas, batiendo récords con grandes pintas de cerveza que no derraman. Es un día grande. Es Bolt.

El domingo, cuando la llama se apague, Bolt cumplirá 30 años; el jueves corrió como si los hubiera cumplido ya. Como quien sabe que la juventud y la plenitud atlética se escapan para siempre y quiere atraparlas. Y cuando alarga la mano y la cierra, y piensa que ya las tiene de vuelta, como el iluso que no caza una mosca, cuando la abre de nuevo solo ve aire. El grito de frustración de Bolt, ahogado por el clamor del estadio, nació cuando en su último esfuerzo, antes de lanzar el pecho sobre la línea, giró el cuello como es su costumbre para mirar el cronómetro al borde de la pista. Es un movimiento que tiene tan entrenado como su técnica de zancada, sus rodillas altas, el torso vertical, la cadera bien arriba, como todas sus mecánicas. Los músculos faciales ya empiezan a relajarse y él, anticipando el placer que le propondrá el cronómetro, lleva la sonrisa presta. Soy el más grande, quiere decir, quiere sentirlo. Es su alimento. El azucarillo que premia sus sacrificios. En su última carrera olímpica en solitario, en su última victoria, la sonrisa fue una mueca de dolor, un grito. Un gesto nada más cruzar la línea. Unas gotas de lluvia que salpican. Que recuerdan que la pista estaba húmeda. Un tiempo. 19,78s (-0,5 m/s). La misma marca que el día anterior, en semifinales. Por primera vez en su carrera, en la final no mejoró la marca del día anterior. En su última prueba, esa costumbre era una obligación.

Para alcanzar su tercer título olímpico consecutivo en 200m, y otros tres en los 100m, un logro tan imposible que nadie lo había podido hacer antes y quizás nadie podrá hacerlo después, Bolt había salido mejor que nunca, había devorado la curva y con ella a uno de sus coristas, al norteamericano LaShawn Merrit, que corría por su interior, por la calle cinco, e intentó seguir el ritmo desenfrenado de la ansiedad de Bolt, que buscaba, si no el récord, una marca que dejara huella, no una victoria más, una victoria aplastante. Desembarcó en la recta con la ventaja de siempre, con algo más incluso. El estadio estaba puesto en pie, mirando, alternativamente a la recta y al cronómetro. Esperando el momento de todos los Bolts en todos sus 200m, el momento en que los rivales desaparecen, exhaustos, en la lejanía y, como propulsado por un resorte, siempre se dice que como el turbo de un coche, Bolt se lanza hacia adelante y acelera y acelera ya celera hasta la luna. Ese momento no llegó. El público gritó porque Bolt, como siempre, ganó. Bolt gritó porque en vez de irse lejos, sintió que detrás de él los secundarios se acercaban, reducían la ventaja.

“En la recta, el cuerpo no me ha respondido”, dijo. “Me estoy haciendo viejo”. Por primera vez en su carrera, quizás, su cuerpo no había respondido a los estímulos que le había lanzado. Bolt es el maestro del tiempo, pero no su dueño.

A su espalda había una persona hundida, Merrit, que había llegado a por los 200m y los 400m y se fue con el bronce en la vuelta a la pista y un sexto puesto en la media pista con una marca mediocre para su potencial (20,19s). Había una persona feliz, el francés Christophe Lemaitre, renacido a los 26 años, liberado. Cuando pudo correr sin presión externa, nadie le exigía nada, cuando nadie esperaba nada de él, cuando no ha vuelto a correr como hace unos años, cuando bajó de los 10s y de los 20s, logró la medalla de bronce. Lo con 20,12s, la misma marca de Bruno Hortelano en series, por solo tres milésimas de segundo sobre otro europeo, el británico Adam Gemili, cuarto, y por seis sobre el inevitable holandés Churandy Martina. Había un atleta agridulce, el canadiense Andre Grasse, el mismo que jugueteó con Bolt en semifinales para batir el récord de su país (19,80). En la final volvió a quedar segundo, pero con 20, 02s. “Estoy contento con dos medallas”, dijo De Grasse, bronce en los 100m hace una semana. “Pero me podría haber ido mejor”.

La frustración por la ansiedad no calmada le duró segundos al jamaicano, pocos más que le tiempo de sus 200m. Los automatismos funcionan así. Una vez digerida la frustración Bolt no podía ser tan cenutrio como para negarse la gloria de su despedida. “Sí, pienso que ha sido la última”, dijo. “Quiero decir que no volveré a los Juegos”.

“Soy el más grande”

Sonó reggae en el estadio. Bolt bailó. Dio la vuelta de honor. Se rindió al griterío del público loco, que no le reclama marcas, que solo quiere verlo, tocarlo, fotografiarlo en las poses más extrañas, más divertidas.

“No necesito probar nada más”, dijo. “¿Qué más tengo que probar?. Soy el más grande”. Solo Muhammad Ali se atrevió a decirlo. Solo a Muhammad Ali tenía derecho a ese tratamiento, the greatest, que Bolt, tres medallas de oro en los 100m, tres medallas de oro en los 200m, el hombre más rápido del mundo desde hace ocho años, reclamó para sí. El público, frenético detrás de sus móviles enfocados hacia la pista, se lo concedió.

“Que Ali y Pelé me abran un hueco”, dijo.

Sobre la línea meta posó bajo la llovizna, el agua escupida desde arriba, abriéndose de brazos, el más grande, y haciendo su gesto, el rayo. Luego, se arrodilló. Bajo la cabeza y con los labios besó la pista azul de su última carrera olímpica en solitario.

Volverá el viernes para el relevo, para la gran despedida, para la que quizás, dado el potencial de Estados Unidos, sea su primera derrota.

“HE TRABAJADO SOLO PARA PODER DECIR QUE SOY EL MÁS GRANDE”

Ya en el momento de su despedida, después de besar la pista azul de Río, el viejo Usain Bolt al borde de la retirada empezó a reflexionar sobre la posición que ocupa en la historia mundial del deporte, el leitmotiv alrededor del cual ha girado su carrera desde el último día de mayo de 2008, el día en el que bajo una tormenta anticipadora batió en Nueva York ante Tyson Gay el récord del mundo de los 100m por primera vez. Desde entonces, desde hace más de ocho años, Bolt ha sido el más rápido de la historia. “He venido a Río para probar al mundo que soy el más grande, y lo he hecho”, dijo después de cerrar con el 200m su segundo triple doble, lo que nadie ha conseguido antes: tres veces seguidas campeón olímpico de 100m y de 200m. “Por eso he dicho que son mis últimos Juegos. He trabajado toda mi carrera solo por este momento, para que se acuerden de mí como el más grande”.

Su voz grave, amplificada y elevada, llena el gran salón de la zona mixta desde un gigantesco altavoz. El momento adquiere la pátina de una ceremonia religiosa. “He devuelto la emoción al atletismo. He devuelto a la gente las ganas de ver atletismo. He puesto al atletismo sobre un pedestal. No necesito hacer más”, dice Bolt, que recuerda su carrera limitada a pocas competiciones al año por diversas lesiones nacidas de la escoliosis de la espalda. “Sabía que no estaba muerto, que podría volver. Estos años duros me han venido muy bien para cuestionarme muchas cosas, para reflexionar e intentar metamorfosearme en otra persona”.