No sólo cayó Dilma

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No fue una caída de Dilma, en solitario. No fue el fin de un ciclo presidencial por una mujer política que hubiera fracasado, o pisado una pista en falso.No fue Dilma.

Fue el fracaso de un partido político que se erigió en salvador de los pobres brasileños y llegó al gobierno con una tormenta de esperanza, pero se enredó en una trama de corrupción que lo debilitó ante la opinión pública, tanto como despatarrarse ante las operaciones partidarias de sus propios socios.

Unos acusan de “golpe” y otros reivindican un método constitucional para aplicar mayoría parlamentaria y remover a quien ejerce la jefatura de Estado. Pero el debate subyacente está en la confrontación cruda de la esperanza generada y el resultado logrado.

El Partido de los Trabajadores (PT) logró éxito rotundo en su estrategia electoral y ganó las elecciones de 2002, para gobernar Brasil con un mandato ético, y con la promesa de mejorar las condiciones de vida de familias que vivían en la miseria. Pero también con la generación de una ilusión de un país que siempre ha querido ser potencia en serio, y que en los hechos ha devenido en una república mediocre, injusta en su trama social, y con un drama eterno de estorbo al crecimiento sostenible, que podía disimularse parcialmente por el torbellino de alegría que genera un pueblo carnavalero.

“Ante el agotamiento de un modelo que produjo estancamiento, desempleo y hambre (…), la sociedad brasileña decidió cambiar y comenzó a promover los cambios necesarios”, dijo Luis Inacio Da Silva, “Lula”, cuando asumió la Presidencia del Brasil.

“Si al final de mi mandato todos los brasileños tienen la posibilidad de desayunar, comer y cenar, habré cumplido la misión de mi vida”, expresó el obrero que había llegado a presidente. La promesa no era menor, aunque era obvio que no era suficiente para entusiasmar a todo el país.

Y no se quedó conforme con el mensaje para los más pobres.

Entonces se comprometió a un compromiso con una mejora sustancial de la economía para todo el país. “Vamos a crear las condiciones macroeconómicas para que haya crecimiento sostenible responsable, además de impulsar un combate implacable a la inflación”, dijo Lula aquel 1° de enero de 2003.

Hubo más. Es lógico que hubiera más. Porque Lula no podía conformarse con hablarle sólo a los pobres, ni podía limitarse a prometer una economía pujante. Sabía que Brasil nació como Imperio, y aunque luego se convirtió en república más modesta, conlleva el sueño imperial de otrora, que se refleja periódicamente en acciones diplomáticas de Itamaraty.

Hay una necesidad de los brasileños de sentirse “lo más grande del mundo”. Entonces, en aquel acto, Lula había reservado un parte de su discurso para mostrar que el Brasil lideraría en la región.

“La gran prioridad será la construcción de una América del Sur políticamente estable, próspera y unida, con base en ideales democráticos y de justicia social”, expresó Lula entonces, al transmitir que para ello sería necesario “una acción decidida de revitalización del Mercosur”.

El gobierno del PT se encontró con un momento histórico propicio para el fuerte crecimiento. Y cumplió con implementar planes que atendieran la miseria. ¿Mejoró el entramado social para lograr mejora sustancial en las oportunidades y para permitir movilidad ascendente? ¿O los tiempos le dieron sólo para dar asistencia?

La primera época fue tan auspiciosos, que se afirmó la idea de un “nuevo Brasil”. Tanto así,  que este país fue la primera inicial de una sigla que estuvo bajo la lupa del mundo, como ejemplo de potencial éxito. Brasil, Rusia, India y China, comenzaron a ser viusalizados como “los BRIC”, en el esquema de los países que aparecían con chance de convertirse en las cuatro economías dominantes hacia el año 2050.

Pasada la bonanza regional llegó el tiempo de freno al crecimiento, que dio paso al estancamiento y luego a una recesión inédita. Los brasileños comenzaron a preguntarse si habían vivido una ilusión sin sustento.

Y en medio de eso, comenzaron a descubrir cómo y cuánto habían robado dineros públicos muchos dirigentes de aquel partido que había llegado al poder con un mandato ético, que condenaba los actos corruptos de partidos que le habían precedido en el gobierno.

Es duro eso. ¿Justifica la movida política para derribar a una presidenta elegida por el pueblo? La discusión sobre el uso de resortes constitucionales va por otro camino. Pero no es ajena a las condiciones generadas por el PT para debilitarse y devaluar la imagen de sus líderes.

¿Eliminaron el hambre y la miseria? ¿Lograron que el Brasil sea una economía pujante y sostenible? ¿Ejercen liderazgo en la región y han contribuido a que el Mercosur y los otros países vecinos hayan mejorado sus plataformas económico-sociales?

La valoración popular sobre la gestión de Dilma Rousseff, es muy negativa. Y eso, mientras el partido político está manchado de corrupción, con dirigentes presos y otros que tienen celda reservada.

El argumento de corromperse para conseguir fondos de campaña electoral y evitar que “la derecha” volviera al poder y retroceder en “los cambios”, hace hervir de bronca al votante bien intencionado que confió en la moral y capacidad de sus elegidos.

El PT, y otros dirigentes políticos de la región, tienen mucho para analizar de este ciclo que ha concluido, para entender cómo manejarse en cuestión de promesas, de acción para cumplir compromisos, y sobre todo, de la conducta ética a la que hay que aferrarse.

Porque el que mal anda,  mal acaba. Y eso corre para cualquiera.