La ruta de las misiones chilena, tras los pasos de la plata del Potosí

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Foto: FUNDACIÓN IMAGEN DE CHILE

Remolinos formados por el viento. Gélidas noches estrelladas. Vegetación escasa. Silencio. Falta de oxígeno. Hace unos 400 años, caravanas de mulas y llamas cargadas de plata cruzaban el exigente altiplano andino, a unos 4.000 metros de altitud sobre el nivel del mar, en su camino desde Potosí hasta el puerto de Arica, en el Pacífico, donde se embarcaba el valioso mineral rumbo a España. A su paso, los colonizadores convirtieron poblados indígenas en postas de abastecimiento de agua, pan, maíz, leña y vino y erigieron en ellos pequeñas iglesias de adobe, piedras y paja brava. Una treintena de estos templos han sido restaurados en los últimos años y forman parte de la ruta de las misiones, que invita a conocer este tesoro cultural custodiado por las comunidades aymaras y adentrarse en paisajes casi desconocidos por el turismo.

A la inversa de lo que ocurría entonces, el viaje comienza ahora en Arica, el puerto de la ruta de la Plata del Potosí que fue reemplazado por Buenos Aires a fines del siglo XVIII. La ciudad fue territorio peruano desde la independencia, en 1821, hasta que pasó a manos chilenas en la guerra del Pacífico, 60 años después. Hoy es posible pasar en unas pocas horas desde esta ciudad costera, con temperaturas medias de 20 grados centígrados todo el año, hasta el frío altiplano, pero hacerlo supone arriesgarse al casi seguro mal de altura, por lo que conviene escalonar la subida en varios días para dar tiempo al cuerpo a aclimatarse.

En los alrededores, un mar de dunas doradas contrasta con el azul intenso de un cielo que raramente se nubla. El conjunto solo se rompe en los oasis que florecen a lo largo de los ríos de los valles bajos de la región, como el Codpa. Cerca de su desembocadura, en Caleta Vítor, pueden encontrarse vestigios de la cultura chinchorro, pescadores que habitaron la costa del desierto hace entre 7.000 y 1.500 años y se adelantaron a los egipcios en la momificación de sus muertos.

Los gigantes geoglifos del valle de Lluta, a pocos kilómetros de Arica, y los petroglifos tallados en Ofragía, en la precordillera, guiaban a los caravaneros locales y reproducían escenas de su vida cotidiana hace ya mil años, mucho antes de la llegada del imperio Inca, primero, y del español, más tarde.

El vino más antiguo de Chile

Los senderos de tierra en zigzag que comunican entre sí las poblaciones se transitaron a pie y en mula hasta hace pocas décadas, tal y como recuerdan los pobladores de la zona. “Tenía ocho años cuando comencé a ir por los caminos troperos”, dice el guía de montaña Vicente Mamani. Junto a su tío, Mamani descendía desde Caquena, situado a 4.600 metros sobre el nivel del mar hasta Codpa para intercambiar charqui (carne seca de llama) por vino, fruta y vegetales cultivados en esta localidad cordillerana, que atrae cada otoño a miles de personas para la fiesta de la vendimia. El dulce vino artesanal de Codpa, el pintatani, respeta una receta de 400 años de antigüedad. La uva se deja secar al sol un par de días y después se pisa durante ocho o diez horas en un lagar con los pies descalzos.

A partir de la década de los 60, la migración desde el altiplano hacia Arica vació los poblados andinos, pero las comunidades han mantenido vivos los vínculos con las iglesias y sus fiestas ancestrales. La restauración de los templos, impulsada por la Fundación Altiplano con el respaldo del Gobierno provincial y del Obispado de Arica, busca devolverles su esplendor, pero también abrirlas a un turismo sostenible que permita que la población local regrese a su tierra.

Entre las joyas restauradas está el retablo del altar mayor de la iglesia de San Bartolomé de Livilcar, de madera tallada y bañado en pan de oro, y en proceso de restauración la pintura mural del templo de San Andrés de Pachama, ambas de principios del siglo XVIII. De la misma época son también las dos iglesias que siguen en pie en el pintoresco poblado de Belén, el epicentro de la ruta. Creado por los españoles, se convirtió en un importante centro administrativo y evangelizador en la época colonial y conserva calles adoquinadas y casas de adobe que han sido restauradas.

“Los pueblos que han habitado esta zona durante siglos tienen uno de los conjuntos patrimoniales más valiosos de América y queremos que las iglesias sean un motor de desarrollo para las comunidades que lo custodian”, subraya Cristian Heinsen, titular de la Fundación Altiplano.

Sin luz ni teléfono móvil

Los viajeros tienen la oportunidad de dormir en las casas de los pobladores, comer platos elaborados con productos de sus huertas y terrazas y disfrutar de su hospitalidad en conversaciones no interrumpidas por los teléfonos móviles, que se quedan sin señal en numerosos puntos de la ruta. La ausencia de luz eléctrica en varios de los pueblos, como Codpa o Guallatire, enciende noches estrelladas de una belleza asombrosa y que invitan a la serenidad.

“A veces escucho que estamos en mitad de la nada, pero estamos en mitad de todo. Hay naturaleza, fauna, flora, agua…”, dice Álvaro Merino, integrante de la Fundación Altiplano, frente al imponente cañón de Camarones, una de las vistas más sobrecogedoras de esta ruta que atraviesa el desierto, la precordillera y el altiplano. Abajo se divisa el pequeño poblado prehispánico de Esquiña, el primero de todo el país en funcionar íntegramente con energía solar.

Las dunas desaparecen al tomar altura y comienza a aparecer más vegetación, en especial cactus candelabros. Pasados los 3.000 metros, también estos dejan de verse y en el altiplano abunda la paja brava, las queñoas -el único árbol de la zona- y las llaretas, pequeños arbustos de aspecto musgoso. Entre ellas pastan vicuñas, llamas y alpacas.

A los camélidos se le suman los flamencos en el salar de Surire, una parada imperdible. Allí convive una zona natural protegida con los últimos integrantes de una comunidad aymara dedicados a la ganadería y una explotación minera de boro. Poco más allá del salar están las termas de Polloquere, de aguas turquesas, en las que relajarse al final de un largo viaje.

La ruta está coronada por el poblado de Parinacota, a casi 4.400 metros sobre el nivel del mar y situado a la falda del volcán homónimo, de 6.342 metros, cuyo cráter nevado se refleja en las aguas del lago Chungará. Caminar por su orilla es seguir los pasos de los viajeros que, desde hace siglos, cruzan este corredor natural.