El mártir que no era

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Foto: Alec Wainman ©The Estate of Alexander Wheeler Wainman, John Alexander Wainman (Serge Alternês)

Si alguna vez -un dios no lo permita- tuviera que escribir sobre los peligros de la creencia, contaría la historia del beato Martín. Su vida fue tristemente breve: “En el pueblo de Valdealgorfa, provincia de Teruel, nació el día 11 de noviembre de 1910 el niño Martín Martínez Pascual. Sus padres eran un matrimonio muy trabajador y cristiano. Don Martín Martínez Callao era un conocido carpintero de la localidad y doña Francisca Pascual Amposta era ama de casa. El matrimonio se esforzó en inculcar muchos y buenos valores a sus tres hijos, los educaron en la fe cristiana desde una religiosidad sencilla…”, dice, con su habitual intrepidez, la gacetilla católica. Que también cuenta que era un niño “travieso y alegre como todos” pero especialmente devoto del Santísimo Sacramento y que en algún momento, tras años de monaguillo, decidió que desobedecería a su papá: que sería cura, no guardia civil.

En esos años el sacerdocio todavía era un destino razonable: una salida laboral que muchos contemplaban. Al fin, el pequeño Martín consiguió que lo mandaran al seminario de Belchite, Zaragoza: allí estudió, se recibió, fue ordenado en 1932. Poco después entró en la orden de los Sacerdotes Operarios Diocesanos: curas que actuaban en el mundo del trabajo, que allí se disputaban las conciencias. En esos días dos religiones -una más atea que la otra- se enfrentaban, y las jerarquías católicas no querían perder a los obreros y otros pobres a manos de esos militantes que se presentaban como sus verdaderos salvadores, que habían reemplazado la verdad revelada por la marcha ineluctable de la historia. El padre don Martín, con 24 años, entendió su papel y salió a misionar. Era, dicen, un santo, y además era rubio, tan apuesto.

Pero poco después, en España, esa pelea estalló en guerra; que fue, como todas las guerras, muy atroz. Los dos bandos estaban convencidos de que no bastaba con matar soldados. Matar civiles fue para los nacionalistas un mecanismo de control: creían que necesitaban el terror para imponerse. Para los republicanos fue puro descontrol: milicianos comunistas y anarquistas perseguían a los “enemigos de clase”, ricos, curas, policías. Muchos huyeron; otros no pudieron o, incluso, no quisieron.

Tras el estallido, el cura Martín Martínez Pascual se volvió, preocupado, a su pueblo; le dijeron que unos milicianos lo rondaban y se escondió en una cueva de los alrededores. Allí dudó durante tres semanas: las gacetillas cristianas dicen que “ese fue su viacrucis”. Al fin, el 18 de agosto de 1936, los milicianos detuvieron a su padre y le mandaron decir que lo matarían si no se presentaba. El cura, dicen, corrió -literalmente- al pueblo. Dos o tres vecinos se lo cruzaron en el camino y le dijeron que no se entregara, que los rojos no eran tan brutos y que igual no matarían al viejo Martínez; el joven les contestó que quién sabe y que no importaba, que él estaba dispuesto al sacrificio y al martirio. Se entregó: esa misma tarde lo fusilaron junto a otros ocho sacerdotes. Tenía 25 años.

Terriblemente, su historia fue una de tantas. En esa guerra los republicanos mataron a unos 70.000 civiles, los nacionalistas a más de 150.000; cuando ganaron, el general Franco y los suyos asesinaron a muchos miles más: las cifras, después de tanto tiempo, siguen siendo confusas. Pero los fascistas habían ganado su “Cruzada” y, para exaltarla, precisaban mártires. El padre Martín fue uno de ellos: su historia se contaba en iglesias y colegios, se imprimía en libros y folletos, se ilustraba en dibujos y películas; en 1995, todavía, el papa Wojtyła lo declaró “beato”, casi santo.

La adoración crecía: ya estaba sancionada por la ley de su dios. Y había una imagen que ayudaba tanto: aquella foto, tomada por un reportero alemán, Hans Gutmann, lo mostraba, según su leyenda, “tranquilo, minutos antes de enfrentar al pelotón”. El padre Martín tenía pelos rizados y revueltos, barba tupida, el gesto decidido, los ojos claros limpios y optimistas: era la viva imagen de alguien a quien la muerte no asustaba; porque, claro, lo llevaría con su Creador. Su foto se volvió un ícono de aquel catolicismo perseguido por la canalla atea; fue, de algún modo, el reverso de la famosa imagen de Robert Capa del miliciano que cae herido con los brazos abiertos. De la foto se hicieron estampitas, sus fieles la adoraron: cuántas cosas le habrán pedido señoras y señores, señoritas, niños; cuántos amores, fortunas, cánceres, exámenes, empates, venganzas y favores le serían suplicados.

Hasta que, hace unos años, la noticia: el hombre de la foto ni era cura ni estaba por morirse. Se supo cuando apareció un libro –Almas vivas. La Guerra Civil española en imágenes– con las fotos tomadas por un miembro de la ayuda médica británica, el inglés Alec Wainman, destacado en Aragón en esos primeros días de la guerra. Allí, en una imagen datada con certeza el 23 de septiembre, aparece el supuesto cura supuestamente fusilado un mes antes, vivo y sonriente y vestido de miliciano comunista, la cartuchera al cinto. El fotógrafo alemán, dicen ahora, se habría equivocado en la leyenda de su foto.

Debe ser raro descubrir de pronto que uno ha adorado al enemigo, a un combatiente ateo. Si yo le hubiera rezado, si yo le hubiera pedido alguna cosa me sentiría, supongo, defraudado. Pero quizá sea un error mío. Me dirán que, con la misma fe, millones desde hace dos mil años han adorado imágenes de un muchacho rubio que debería ser un campesino palestino que resucitó y de unos bebés con alas que lo cuidan y de una señora que lo dio a luz tan virgen: que así es la fe y que, frente a esas cosas, un santo que en realidad era un demonio es muy poquita cosa.

Es una tradición, la nuestra, la cultura que nos ha formado. Y después hay quienes se sorprenden del espacio que tienen, en ella, minucias como la posverdad, las fake news, los engaños menores. Nos enseñaron a creer sin preguntar, aprendimos, lo hacemos.

 

 

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