Martin Scorsese gana el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2018

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Foto: Getty

Culpa y redención; montaje desenfrenado con una cámara en constante movimiento; personajes siempre más grandes que la vida, y un apasionado e indestructible amor por el cine. Esas son algunas de las razones que han convertido al cineasta estadounidense Martin Scorsese en un mito contemporáneo, y más de una de ellas habrán cruzado por la mente del jurado que ha otorgado el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2018 a Scorsese (Nueva York, 1942). Su carrera arrancó en su ciudad natal al mismo tiempo que empezaba el triunfo del Nuevo Hollywood, movimiento en el que entró Scorsese, y una revolución que acabó devorada por los más jóvenes de sus integrantes: George Lucas y Steven Spielberg. Pero de todos ellos, el que ha aguantado en activo con mayor lucidez ha sido Scorsese, una especie de padre de Tarantino para las nuevas generaciones y el creador que supo llevar al cine el desenfreno y la negrura de los años setenta, y plasmar en películas el subidón que provocan las drogas y la violencia en el ser humano. Por cierto, con su galardón, justificado por el jurado por ser “uno de los directores de cine más destacados del movimiento de renovación cinematográfica surgido en los años setenta del siglo XX, por la trascendencia de su labor creadora y por mantiene actualmente en plena actividad, aunando en su obra, con maestría, innovación y clasicismo”, la Fundación Princesa de Asturias ya ha premiado a los tres grandes cineastas neoyorquinos: Woody Allen, Francis Ford Coppola y Scorsese.

Por si no hubiera suficiente, Scorsese es un apasionado de la música, a la que ha dedicado innumerables documentales, y del cine: lo ha visto todo y de todo sabe. La leyenda asegura que él y Bertrand Tavernier, cineasta francés tan apasionado del séptimo arte como Scorsese, se conchabaron durante décadas con las azafatas del Concorde que iba de París a Nueva York para intercambiarse vídeos de películas, cuando la cinefilia solo se podía acallar a golpe de copias piratas y de proyecciones en filmotecas. El director de Toro salvaje es, además, uno de los fundadores de World Cinema Foundation, a través de la que realiza “una intensa y amplia tarea de recuperación, restauración y difusión del patrimonio cinematográfico histórico en todo el mundo”, según el jurado.

 

Curiosamente, y para mayor ensalzamiento de su figura, Scorsese no ha recibido innumerables premios: solo ganó el Oscar a la mejor dirección con Infiltrados (2006), que probablemente no esté entre sus 15 mejores trabajos, y además tiene la Palma de Oro de Cannes por Taxi Driver, tres Globos de Oro, dos premios BAFTA, un Emmy, y el reconocimiento del gremio de directores de Estados Unidos. Poca cosa para alguien fundamental en la historia del cine. El Princesa de Asturias de las Artes ha recaído en ocasiones precedentes en cineastas como Luis García Berlanga, Vittorio Gassman, Fernando Fernán-Gómez, Pedro Almodóvar y Michael Haneke.

Scorsese es el cineasta de ruido y de la furia, el auténtico chute energético de la pantalla, un entomólogo fascinado con las pequeñas criaturas que disecciona -en su caso, seres humanos- por los que siente también ternura. De educación católica, lo más brillante de su producción de los setenta y ochenta surgió de su colaboración con el guionista Paul Schrader, otro cineasta de profundas creencias religiosas, y por ello su obra está marcada por la culpa y la redención. Otra de las figuras claves que le rodean es Thelma Schoonmaker, su montadora habitual. De ese pasado de exseminarista le quedan a Scorsese frases tan brillantes como la que iguala ir al cine y a una misa: “En ambos lugares te sientas al lado de desconocidos, a oscuras, esperando recibir una iluminación espiritual desde lo que preside la sala, el altar o la pantalla”. Al fin y al cabo, la iglesia y el cine eran los dos únicos sitios a los que sus padres le dejaban ir.

Los setenta y los ochenta

Hijo de inmigrantes italianos, debutó en el cine en 1968 con ¿Quién llama a mi puerta?, aunque con el largometraje que llamó la atención fue Malas calles (1973). Así entró a encadenar títulos míticos como Alicia ya no vive aquí (1974) Taxi Driver (1976), New York, New York (1977), Toro salvaje (1980), El rey de la comedia (1982), Jo, qué noche (1985), El color del dinero (1986), La última tentación de Cristo (1988), Uno de los nuestros (1990) (León de Plata en Venecia a la mejor dirección), El cabo del miedo (1991) y La edad de la inocencia (1993), eso sin mencionar una decena de documentales sobre cine y música, o la dirección del vídeo musical Bad para Michael Jackson. Todo esto mezclado con una vida personal turbulenta: el aspecto físico de duende travieso de Scorsese esconde un alma en embullición.

Si ese tramo de su carrera quedó marcado por sus trabajos con Robert De Niro, con el que cierra su colaboración en Casino en 1995, desde 2002 su actor fetiche ha sido Leonardo DiCaprio, con el que ha rodado Gánsteres de Nueva York (2002), El aviador (2004), Infiltrados (2006), Shutter Island (2010) y El lobo de Wall Street (2013). Su último largometraje fue Silencio (2016), en el que volvía a indagar en la fe católica.

Productor y director de documentales sobre grupos como The Band, The Rolling Stones, Scorsese ha dirigido Blues (una obra documental de siete partes sobre la historia del género); George Harrison: Living in the Material World (sobre el músico de The Beatles) o No Direction Home, sobre la música, la vida y la influencia en la cultura popular estadounidense de Bob Dylan. Y ahora está enfangado en la larga posproducción de The Irishman, la película que le ha producido Netflix, que desgrana el asesinato de Jimmy Hoffa, sindicalista estadounidense relacionado con la Mafia, y en la que actúan De Niro, Joe Pesci, Harvey Keitel (dos de sus actores habituales) y por primera vez en el universo Scorsese, Al Pacino. “Los pecados no se expían en la iglesia, sino en la calle”, se oía en Malas calles: Scorsese también lo ha hecho en el cine.

 

 

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