Guatemala: un volcán y una ciudad en pánico

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Foto: AFP

No eran las ocho de la mañana del martes cuando el Volcán de Fuego (Guatemala) bramó por primera vez. Los campesinos de El Rodeo que habían salvado sus cosas y su vida, volvieron a sentir el estruendo dentro del cuerpo solo dos días después. A esa hora de la mañana una nube negra se elevó y quedó prendida del cráter. Para los periodistas que terminaban sus informaciones del noticiero matutino fue la guinda perfecta a la conexión. Dos horas después se repitió la escena. Las autoridades han advertido de una “elevación de la actividad explosiva” del volcán y de la amenaza inminente de flujos piroclásticos.

Por entonces los rescatistas ya trabajaban con un ojo puesto en la ceniza, que removían con ahínco buscando más cuerpos sepultados, y el otro en el coloso de casi 4.000 metros de altura que los volvía a amenazar de cerca. El nerviosismo se apoderó de la población y había quien proponía desalojar cuanto antes un lugar donde hasta el momento ha habido 75 fallecidos, casi 200 desaparecidos y miles de evacuados, mientras otros querían seguir hasta encontrar supervivientes durante las horas más cruciales.

Pero la tercera explosión fue la definitiva. Solo 48 horas después de que entrara brutalmente en erupción, comenzó de nuevo el caos. Esta vez no fue una erupción, sino el movimiento del lahar, un flujo de sedimento y agua a altas temperaturas, aún más peligroso que la lava, que había quedado blando desde la primera explosión, y que comenzó a deslizarse ladera abajo por el cauce del río arrasando con todo lo que encontraba.

En ese momento cientos de miembros de protección civil, militares, bomberos, ambulancias y campesinos comenzaron a correr en dirección contraria al volcán. Al mismo tiempo, el pánico se apoderó de la ciudad de Escuintla, cabecera municipal del departamento que lleva su nombre, y que ejerce de centro de avituallamiento en las labores de búsqueda.

Los rumores y los vídeos circulaban de boca en boca y de teléfono en teléfono alertando sobre la gran catástrofe que se aproximaba. “El río de lava ya vine”, decían unos; “una gran explosión se va a producir”, comentaban algunos vecinos; “la tormenta de fuego es inminente”, añadían otros a la carrera. El pánico era visible en cientos de familias que metieron todo lo que pudieron en unas bolsas de plástico y se echaron a la calle ante la llegada de un enorme río de lava.

Motos con cuatro pasajeros, camionetas atestadas de gente y autobuses repletos comenzaron un éxodo en pocas horas hasta vaciar a la carrera una ciudad de 200.000 habitantes. A bordo de los vehículos la población metió todo lo que pudo: familiares, maletas, alimentos, televisiones… Todos los comercios cerraron sus puertas y se evacuó una ciudad viva, industrial y bulliciosa que no descansa ni por la noche.

El boletín del instituto vulcanológico abonó el pánico al anunciar que “la actividad [del Volcán de Fuego] continúa” y que no se descartaba la posibilidad de que se diese “un nuevo descenso de flujos piroclásticos en cualquiera de las barrancas principales en las próximas horas o días. Así mismo, ante la presencia de lluvia en el área volcánica, puede darse la ocurrencia de descenso de lahares”.

“Llevamos lo poco que pudimos cargar. Lo importante es salvar nuestra vida”, explicaba sin dejar de caminar Felipe Camposeco. “La televisión ha dicho que la lava está ya bien cerca y que nos vayamos cuanto antes. Lo único que lamento es no poder traer a mi madre conmigo. Es anciana, no puede caminar y yo no puedo cargar con ella”, añadía acompañado de su familia, todos ellos con un enorme bulto sobre la cabeza.

“Yo ya trasladé a toda mi familia a un pueblo cercano a una hora de la Escuintla por si se cumple la advertencia de que ya llega la tormenta de fuego”, explicó Ricardo Valenzuela, mientras bajaba la cortina metálica de su mueblería en el centro de la ciudad.

“Tenemos miedo, tenemos miedo…lo han dicho las noticias”, repetía sin parar de caminar Julio Ordices junto a su familia cargada de bolsas. Los Ordicies al completo habían decidido trasladarse a casa de unos familiares en un pueblo cercano. Sin dejar de andar junto a sus vecinos, Julio reconocía que desde la explosión casi no ha podido dormir ante el temor de una gran e inminente erupción.

“Lo vi en las noticias”, “me lo dijo un amigo”, “me llegó por el celular” o “se lo comentaron a mi hijo”, decían casi todos los que huían. Pocas personas habían sido advertidas directamente por la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred) para que evacuaran la ciudad. El temor a que una gran catástrofe estaba a punto de suceder se apoderó del lugar.

Los vecinos que aún dudaban de si había llegado el apocalipsis confirmaron sus sospechas cuando al caer la tarde el cielo se puso aún más negro y empezó a tronar y a llover con fuerza sobre la ciudad.