Una espera angustiante para el regreso de hijos separados
Pablo Domingo apenas puede dormir, comer y concentrase en el trabajo.
Día y noche piensa en su hijo de 8 años, Byron, a quien no ha visto desde mayo, cuando Pablo y el niño cruzaron de manera ilegal de México hacia Estados Unidos. Las autoridades migratorias estadounidenses los detuvieron y los separaron; el padre fue deportado a Guatemala y el menor fue enviado a un albergue en Texas.
Pablo y Fabiana, su esposa, al igual que su hija de 12 años, anhelan reunirse con Byron. El niño anhela ir a casa, aun así acaba de empezar su cuarto mes en el albergue, a un mundo de distancia de sus padres y su hermana, sin que se aviste una solución.
“Mi niño es muy chiquito, está muy triste”, dijo Pablo durante una entrevista en el hogar de la familia, en la zona montañosa del occidente guatemalteco.
“Aquí podemos abrazarnos”, dijo, al señalar hacia su hija y esposa. “Pero mi hijo está allá, solo. ¿Quién lo va a abrazar?”.
La mayoría de las casi tres mil familias que fueron separadas en la frontera como parte de la política de tolerancia cero del gobierno de Donald Trump, que pretendía desincentivar la inmigración ilegal, han podido reunirse gracias a una orden judicial.
Sin embargo, en más quinientos casos, los niños aún están separados de sus padres, incluida una veintena de menores de 5 años. Eso ha generado un estrés fuera de lo común para las familias cuya suerte está, en buena medida, en las manos de organizaciones sin fines de lucro que han buscado resarcir los vacíos del gobierno estadounidense y que, para acelerar el proceso, se han abocado a la tarea de reconectar a padres e hijos. En más de trescientos de esos casos, como el de Byron, hay menores cuyos padres fueron deportados por separado. La mayoría de las familias son oriundas de Guatemala, después de Honduras, El Salvador y algunos otros países.
Los abogados han dicho en tribunales que las autoridades estadounidenses forzaron o indujeron a los padres a aceptar la deportación y a abandonar sus esperanzas de solicitar asilo al prometerles una reunión pronta con sus hijos.
Pero muchos de los padres fueron expulsados sin esos hijos, como es el caso de Pablo, y han descubierto que en vez de acelerar la reunión esta solo ha quedado más lejana al no estar ellos en Estados Unidos. Muchas veces no comprenden el proceso legal en el que sus niños están sumidos ni saben cuándo será posible volverlos a ver; es una incertidumbre extremadamente angustiante.
“Ya fue suficiente dolor”, dijo Pablo. “¿Cuánto más quiere el gobierno que suframos? Ya es demasiado”.
Las autoridades de Estados Unidos se negaron a dar comentarios sobre casos específicos.
En agosto, ante una orden del juez Dana Sabraw, de la Corte Federal de Distrito de California del Sur, el gobierno presentó su estrategia para la reunificación de menores con padres deportados. Se dieron más detalles en una conferencia con la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), que presentó una demanda contra el gobierno de Trump debido a la política de separación.
Como parte del plan, el gobierno designó a oficiales de varios departamentos para dirigir los esfuerzos y está en coordinación con oficiales de los consulados centroamericanos en Estados Unidos para obtener los documentos necesarios para el trayecto de los niños. El gobierno también ha asumido los costos para repatriar a los menores a sus países de origen.
Sin embargo, localizar a los padres en esos países e identificar bien a los niños que están en el aparato burocrático migratorio es muy complicado. Esta responsabilidad ha terminado en manos de coaliciones de grupos activistas.
“La ACLU, despachos privados y oenegés están haciendo casi todo lo que debería estar haciendo el gobierno”, dijo Lee Gelernt, el principal abogado para el caso de la ACLU. “¿Es lo idóneo? No. ¿Es lo necesario? Sí”.
Los abogados han intentado llamar a los padres para explicarles el complejo entramado legal y para ponerlos en contacto con abogados en Estados Unidos. No obstante, muchos de los padres pertenecen a comunidades indígenas, el español no es su primera lengua y viven en áreas rurales donde no hay acceso telefónico.
No hay información de contacto de 76 de los padres ya deportados. Para intentar encontrarlos, los grupos activistas han desplegado a equipos a zonas remotas de Guatemala, Honduras y otros lugares, que a veces tienen que ir puerta a puerta en poblados muy retirados e intentar contactar a personas a partir de información escasa.
“La realidad es que por cada padre que no es ubicado, habrá un niño permanentemente huérfano y eso es cien por ciento la responsabilidad de esta administración”, dijo el juez Sabraw en el tribunal hace poco.
Algunos padres, tras consultarlo con los activistas, han elegido solicitar la repatriación más pronta de sus hijos. Otros buscan que estos puedan quedarse en Estados Unidos y presentar solicitudes de asilo.
Otros creen que fueron privados del derecho de pedir refugio e incluso han sopesado volver a intentar entrar a Estados Unidos, a lo que el gobierno de Trump seguramente se opondrá con fuerza.
Para madres como Maximina López Méndez, oriunda de la zona montañosa de Cuilco, Guatemala, los retrasos para que haya reuniones familiares son parte de un plan perverso de la Casa Blanca para castigarlos aún más.
López dijo que su hijo de 6 años fue separado de su padre en la frontera de México y Estados Unidos a principios de mayo y que fue enviado a un albergue en Arizona. Agregó que un juez migratorio solicitó repatriar al niño desde principios de julio, pero que el menor sigue en el albergue.
Todo el proceso le parece inverosímil.
“¿Por qué tanto tiempo?”, dijo López. “Es una cicatriz que se queda, que no se puede curar con nada”.
“Siento que él no cree que yo esté haciendo nada para ayudarlo”.
Sugirió que parece como si los funcionarios estadounidenses no tuvieran hijos porque, dijo, “¿por qué más no sienten este dolor de separar a los padres de sus niños?”.
Las autoridades y los activistas aseguran que los procesos burocráticos, entre ellos juntar todos los documentos de viaje, pueden retrasar las reuniones por más de un mes. A veces los trabajadores sociales en los albergues no completan el papeleo necesario para que haya una liberación pronta.
De acuerdo con el plan gubernamental presentado en agosto, ahora se espera que los niños puedan dejar el país sin acudir ante un juez, lo que aceleraría las reuniones.
Muchas de las familias afectadas por la política de tolerancia cero dicen que querían huir de la violencia en sus países de origen, pero en el caso de Pablo y su hijo, Byron, la emigración fue por motivos económicos.
“Nos fuimos para darles un mejor futuro a nuestros hijos”, dijo Pablo, quien trabaja en sitios de construcción y gana el equivalente a unos dólares por día. La familia cocina en un horno de leña.
Pablo y Byron dejaron su hogar a mediados de mayo y, con ayuda de un coyote, cruzaron hacia Estados Unidos una semana después. De inmediato se entregaron ante agentes de la Patrulla Fronteriza.
Pablo supo que, desde hace varios años, los adultos que viajan con niños usualmente son detenidos para empezar un proceso de deportación, pero que poco tiempo después son liberados y pueden realizar los procedimientos en Estados Unidos. Pensó que así sería.
Pero esa práctica ha cambiado con la política de tolerancia cero, que comenzó a ser implementada unos días antes de la salida de Pablo y Byron. Padre e hijo fueron separados.
Cuando estaba detenido, Pablo dijo que lo forzaron a firmar los documentos. Estaban en inglés y no los entendió.
“Me dijeron que los papeles eran para que pudiera tenerlo de nuevo en mis brazos”, dijo. “Pues me engañaron”.
Ahora cree que con esa firma acordó ser deportado. Fue repatriado el 1 de junio.
En julio, Byron cumplió 8 años mientras estaba detenido y sin su familia. El único contacto que han tenido los familiares con el niño es vía llamadas telefónicas cortas tres veces por semana que organizó el trabajador social de Byron en Texas.
Fuera de eso solo pueden esperar en una separación agonizante.
No saben el nombre del albergue donde está detenido. No pueden contactar al trabajador social por su cuenta. No tienen números telefónicos de nadie del gobierno estadounidense o guatemalteco que pueda ayudarlos.
Pablo dijo que hace poco recibió la llamada de una mujer estadounidense -cree que era una abogada- que le preguntó sobre la situación de su hijo y sus experiencias. Pero no podía recordar de qué organización le dijo que era ni entendió para qué era la llamada; no ha vuelto a hablar con ella.
Resultó que la conversación fue con una abogada de Justice in Motion, un grupo de asesoría con sede en Brooklyn que busca facilitar las reuniones, como la de Byron con su familia.
Las videollamadas que han podido tener con Byron son por medio de WhatsApp, para lo que se requiere tener un móvil y un plan de datos. Pablo no tenía ninguno; tuvo que pedir prestado para pagarlos. Nunca antes había usado internet.
Pablo y Fabiana dijeron que en esas conversaciones batallan para poder tener una conexión emocional con Byron, quien responde de manera cortante a sus preguntas y constantemente está viendo hacia otro lado, como si se sintiera vigilado. Hace poco dijo que era “peligroso” el lugar donde está, sin dar más detalles.
Los intercambios han causado aún más pesar y desesperación para los padres. Han escuchado de los reportes de abuso de menores en otro albergue de Arizona y temen lo peor.
“Son niños inocentes y el presidente los está castigando demasiado”, dijo Pablo, en referencia a Trump. “Ha hecho mucho daño”.