La morgue itinerante
La noticia dio la vuelta al mundo. 300 cadáveres deambularon durante semanas por distintas calles de los alrededores de Guadalajara (en efecto, en lo que toca a noticias macabras México siempre encuentra la manera de superarse a sí mismo). Las primeras informaciones hicieron temer que pudiera tratarse de una nueva modalidad de fosas clandestinas sembradas por los carteles de la droga, pero al paso de las horas las autoridades forenses debieron reconocer que se trataba de una solución temporal al terrible problema del sobrecupo de las morgues locales.
Dolorosa y rocambolesca como puede ser la historia de una morgue itinerante, lo verdaderamente trágico no es la ineptitud ridícula de las autoridades para procesar administrativa y judicialmente los cadáveres que se apiñan a sus puertas, sino el hecho de que se trate de 300 cuerpos no identificados ni reclamados por sus familiares (posteriormente se ajustó la cifra a 230 cadáveres). Un dato que revela como pocos que hay regiones en este país sometidas de facto a una guerra civil.
Para las autoridades se trataba simplemente de un problema logístico. Los cuerpos no reclamados ni identificados se han multiplicado en los últimos meses y han desbordado las morgues oficiales, como resultado de la ola de violencia que padece el estado de Jalisco. EL PAÍS publicó que en lo que va de año, esta región reporta 1.243 asesinatos, muchos de ellos miembros de carteles originarios de otras regiones. Una cifra casi un 50% más alta que el año anterior. En consecuencia, el Gobierno decidió la construcción de instalaciones más amplias que serán terminadas a principios de noviembre. Nadie previó que los sicarios ganarían esa carrera contra el tiempo. Algún funcionario ocurrente decidió contratar camiones refrigerados como medida temporal, pero los pertinaces olores les llevaron a repetidas mudanzas por distintos puntos de la zona metropolitana, ante las quejas de los vecinos que no entendían la naturaleza de la mercancía que albergaban los vehículos. Finalmente, decidieron abandonar los camiones en la periferia bajo la vieja premisa de “no los oigo, no los veo; no existen”. El problema es que olieron.
Y desde luego, como en la Dinamarca de Shakespeare, lo que huele mal va mucho más allá de los cuerpos en descomposición. Hasta julio de este año habían sido asesinadas en México 16.400 personas, a un ritmo que podría rebasar los 30.000 siniestros anuales, un récord en la historia del país. Julio ha sido el mes más sangriento desde que se tiene memoria. Desde que inició, hace una década, la guerra contra el narco se aproxima a una cifra que ronda las 200.000 víctimas, saldo que supera al de la guerra de los Balcanes y dobla el número de soldados estadounidenses caídos en las guerras de Corea y Vietnam.
Obvia decir que la mayor parte de los muertos son civiles, por más que se afirme que se trata de ajustes de cuenta entre carteles rivales. Muchos de los casos simplemente son producto de la violencia salvaje e indiferenciada que asola al territorio. Para no ir más lejos, el director del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses, Octavio Cotero Bernal, cesado de manera fulminante por el escándalo de la morgue itinerante, busca a su hija, desaparecida hace dos meses.
Se supone que las guerras tarde o temprano terminan. Pero para que eso suceda primero tiene que reconocerse que hay una guerra en marcha. Cada vez que estalla un nuevo escándalo de violencia aparentemente inverosímil, pensamos que hemos tocado fondo, pero no ha sido así. Una revelación más macabra sustituye a la anterior. El 1 de diciembre inicia un nuevo Gobierno que ha hablado de amnistía y pacificación. ¿Cuántas morgues más habrán de llenarse antes de comenzar el largo camino de regreso de este infierno?