La tragedia de la guerra de Arabia Saudita

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Foto: Tyler Hicks/The New York Times

Con el pecho jadeante y los ojos agitados, el niño de 3 años estaba recostado y permanecía en silencio. Estaba internado en un hospital ubicado en la ciudad montañosa de Hayah y era un costal de huesos que luchaba por respirar.

Ali al Hajaji, su padre, lo vigilaba ansioso. Al Hajaji ya había perdido un hijo tres semanas antes debido a la epidemia de hambre que arrasa en Yemen. Ahora temía que se le muriera otro.

No era por falta de alimentos en la zona: las tiendas afuera del hospital estaban llenas de productos y los mercados rebosan de mercancías. Sin embargo, Al Hajaji no podía comprar nada porque los precios aumentaban demasiado rápido.

“Apenas puedo comprar una hogaza de pan rancio”, comentó. “Por eso mis hijos mueren frente a mí”.

La guerra devastadora en Yemen ha llamado más la atención en días recientes, pues el asesinato de un disidente saudita en Estambul evidencia los actos que los sauditas cometen en otros lugares. Las críticas más severas de la guerra encabezada por Arabia Saudita se han enfocado en los ataques aéreos que han asesinado a miles de civiles en bodas, funerales y autobuses escolares, asistidos por bombas e inteligencia provistas por Estados Unidos.

Sin embargo, los expertos en ayuda humanitaria y funcionarios de Naciones Unidas dicen que una forma más artera de guerra también se libra en Yemen, un conflicto económico que afecta mucho más a los civiles y pone al país en riesgo de sufrir una hambruna de proporciones catastróficas.

Bajo el liderazgo del príncipe heredero Mohamed bin Salmán, la coalición encabezada por Arabia Saudita y sus aliados yemeníes ha impuesto medidas económicas punitivas con el objetivo de debilitar a los rebeldes hutíes que controlan el norte de Yemen. Sin embargo, estas acciones -entre ellas bloqueos periódicos, estrictas restricciones de importaciones y la retención salarial a casi un millón de servidores públicos- han recaído en los civiles, destruyendo la economía y provocando que millones sean aún más pobres.

Esas medidas han infligido un desgaste a fuego lento: infraestructura destruida, empleos perdidos, una moneda debilitada y precios en aumento. No obstante, en semanas recientes, el colapso económico se ha incrementado a una velocidad alarmante, por lo que altos funcionarios de Naciones Unidas han tenido que revisar sus predicciones de hambruna.

“Ahora hay un peligro claro de que una hambruna inminente afectará a Yemen”, le dijo Mark Lowcock, subsecretario de asuntos humanitarios, al Consejo de Seguridad el 23 de octubre. Cerca de ocho millones de yemeníes ya dependían de asistencia alimentaria de emergencia para sobrevivir, comentó, una cifra que pronto podría aumentar a catorce millones, es decir, la mitad de la población del país.

“La gente cree que la hambruna solo es falta de comida”, dijo Alex de Waal, autor de Mass Starvation, un libro que analiza las hambrunas recientes provocadas por la acción de los seres humanos. “Sin embargo, en Yemen se trata de una guerra que afecta la economía”.

Las señales están por todas partes y cruzan las barreras de clases, tribus y regiones. Los profesores universitarios que no reciben su salario hacen llamados desesperados de ayuda en las redes sociales. Los médicos y los maestros se ven obligados a vender oro, terrenos o autos para alimentar a sus familias. En las calles de Saná, la capital, una mujer mayor pide limosna con un altavoz.

“Ayúdenme”, exclama Zahra Bajali, la mujer. “Mi esposo está enfermo. Tengo una casa en renta. Auxilio”.

Además, en los pabellones de los hospitales que atienden la hambruna, los niños enfermos se debaten entre la vida y la muerte. De casi dos millones de niños desnutridos en Yemen, 400.000 son considerados como gravemente enfermos -una cantidad que, según las proyecciones, aumentará un cuarto en los próximos meses-.

“Nos están destruyendo”, dijo Mekkia Mahdi en la clínica de salud de Aslam, una ciudad pobre en el noroeste, donde ha llegado un torrente de refugiados que escapan de los conflictos en Hodeida, un enclave portuario que se encuentra en guerra y está localizado a 144 kilómetros al sur.

Yendo de una cama a otra en su clínica austera, les hablaba con cariño a las madres, les surtía pedidos a los médicos y les daba cucharadas de leche a los niños enfermos. Para algunos era demasiado tarde: la noche anterior, un bebé de once meses había muerto. Pesaba 2,4 kilos.

Mirando a su alrededor, Mahdi no podía imaginar la obsesión de Occidente con el asesinato de Jamal Khashoggi por parte de los sauditas en la ciudad de Estambul.

“Nos sorprende que el caso de Khashoggi reciba tanta atención mientras que millones de niños yemeníes están sufriendo”, comentó. “A nadie le importan”.

Tiró de la piel flácida de una niña somnolienta de 7 años con brazos tan delgados como palos. “Miren”, dijo. “No tiene músculos. Solo huesos”.

La Embajada de Arabia Saudita en Washington no respondió a las preguntas sobre las políticas de ese país en Yemen. Sin embargo, funcionarios sauditas han defendido sus actos, citando cohetes que los hutíes lanzaron a través de su frontera; se trata de un grupo armado que profesa el islam zaydí, una rama del chiismo, al que Arabia Saudita, una monarquía sunita, considera un representante de Irán, su rival regional.

Cuando el hijo de Ali al Hajaji se enfermó de diarrea y vómito, el padre desesperado recurrió a medidas extremas. Siguiendo el consejo de los ancianos de la aldea, quemó el pecho de Shaher con la punta ardiente de un palo, un remedio tradicional para drenarle la “sangre negra” a su hijo.

“La gente dijo que lo quemara para que estuviera bien”, dijo al Hajaji. “Cuando no tienes dinero y tu hijo está enfermo, crees lo que sea”.

Las quemaduras eran una marca de la naturaleza rudimentaria de la vida en Juberia, un caserío de viviendas con muros de adobe ubicado en un cerro rocoso. Para llegar ahí, se cruza un paisaje de pastizales arenosos, camellos y colmenas, con piedras gigantes y cobrizas, donde las mujeres que llevan mantos negros y sombreros amarillos de paja trabajan arduamente en los campos.

En el pasado, los hombres de la aldea trabajaban como obreros migrantes en Arabia Saudita, cuya frontera se encuentra a 128 kilómetros. A menudo, sus adinerados patrones sauditas los trataban con desprecio, pero por lo menos ganaban un salario. Al Hajaji trabajaba en un sitio de construcción suburbano en La Meca, la ciudad sagrada que visitan millones de peregrinos musulmanes cada año.

Cuando se desató la guerra en 2015, cerraron la frontera. El conflicto jamás llegó a Juberia pero, aun así, el lugar se vio afectado.

El año pasado una joven murió de cólera, como parte de una epidemia que infectó a 1,1 millones de yemeníes. En abril, un ataque aéreo de la coalición cayó sobre una boda celebrada en el distrito y asesinó a 33 personas, entre ellas la novia. Un niño del lugar que fue a pelear por los hutíes murió en un ataque aéreo.

Sin embargo, para Al Hajaji, que tenía cinco hijos menores de 7 años, el golpe más mortífero fue el económico.

Vio consternado cómo el rial perdió la mitad de su valor el año pasado, provocando que los precios se elevaran. De pronto, las mercancías costaban el doble de su precio antes de la guerra. Otros aldeanos vendieron sus posesiones, como camellos o terrenos, con el fin de obtener dinero para comprar comida.

No obstante, Al Hajaji, cuya familia vivía en una choza de adobe con una sola habitación, no tenía nada que vender.

Primero dependió de la generosidad de sus vecinos. Después redujo los alimentos de la familia, hasta que solo comían pan, té y halas, una hoja de vid que siempre había sido fuente de alimento pero ahora ocupaba un lugar principal en cada comida.

Poco después, Shaadi, el primero de sus hijos en enfermarse, empezó a vomitar y tenía diarrea, síntomas clásicos de desnutrición. Al Hajaji quería llevar al niño enfermo de 4 años al hospital, pero eso había quedado descartado: los precios del combustible habían aumentado un 50 por ciento el año anterior.

Una mañana a fines de septiembre, Al Hajaji entró a su casa y encontró a Shaadi callado e inmóvil, con un tono amarillento en la piel. “Supe que había muerto”, comentó. Besó la frente de su hijo, lo tomó en sus brazos y caminó por una colina sinuosa hasta la mezquita de la aldea.

Esa noche, después de las oraciones, la aldea se reunió para sepultar a Shaadi. Su tumba, marcada con una sola piedra rota, se encontraba bajo un huerto de árboles de yuyuba que, en mejores épocas, eran famosos por su miel.

Shaadi fue el primero en la aldea en morir de hambre.

Algunas semanas después, cuando se enfermó Shaher, Al Hajaji se mostró determinado a hacer algo al respecto. Cuando quemarlo no funcionó, llevó a su hijo por el camino empedrado hasta una clínica, que no tenía el equipo necesario para atenderlo. La mitad de los centros de salud de Yemen están cerrados debido a la guerra.

Así que su familia pidió prestados 16 dólares para ir al hospital en Hayah.

“Todos los grandes países dicen que están peleando entre sí en Yemen”, comentó Al Hajaji. “Pero nosotros sentimos que están combatiendo contra la gente pobre”.

La crisis económica de Yemen no fue un desafortunado e inevitable efecto secundario del conflicto. En 2016, el gobierno yemení, con el respaldo de Arabia Saudita, transfirió las operaciones del banco central de Saná, la capital controlada por los hutíes, a la ciudad sureña de Adén.

El banco, cuyas políticas son dictadas por los sauditas, según señaló un funcionario de alto nivel de Occidente, comenzó a imprimir grandes cantidades de dinero nuevo, por lo menos 600.000 millones de riales, según un empleado del banco. El nuevo dinero provocó una espiral de inflación que erosionó el valor de los ahorros que tenía la gente.

La entidad financiera también dejó de pagar el salario de los servidores públicos en zonas controladas por los hutíes, donde vive el 80 por ciento de los yemeníes. Puesto que el gobierno es el mayor empleador, cientos de miles de familias en el norte de pronto se quedaron sin ingresos.

En el hospital Sabeen en Saná, Huda Rajumi atiende a los niños que sufren de desnutrición grave. Sin embargo, ahora su propia familia también tiene dificultades porque la clase media en Yemen, a la que ella pertenece, está por desaparecer.

Durante el año pasado, ha recibido el salario de un solo mes. Su esposo, un soldado retirado, ya no recibe su pensión, y Rajumi ha comenzado a evitar placeres cotidianos como la fruta, la carne y los viajes en taxi, para que le alcance el dinero.

“Logramos sobrevivir porque nos ayudamos entre todos”, comentó. “Pero se está volviendo muy difícil”.

La guerra económica también adopta otras formas. En un artículo reciente, Martha Mundy, catedrática en la Escuela de Economía y Ciencias Políticas de Londres, analizó los ataques aéreos de la coalición en Yemen, y descubrió que sus ataques en puentes, fábricas, botes de pesca e incluso campos sugerían que tenían como propósito destruir la producción y distribución de alimentos en las zonas controladas por los hutíes.

Naciones Unidas solo ha declarado dos hambrunas de manera oficial en los últimos veinte años, en Somalia y en Sudán del Sur. Una evaluación encabezada por el mismo organismo y programada para mediados de noviembre determinará cuán cerca está Yemen de convertirse en el tercer país donde se declara una hambruna.

Para evitarla, los trabajadores humanitarios no están pidiendo cargamentos de provisiones de emergencia, sino medidas urgentes para rescatar la economía hecha pedazos.

“Esta es una hambruna de ingresos”, dijo Lise Grande, coordinadora humanitaria de Naciones Unidas para Yemen. “La clave para detenerla es asegurar que la gente tenga dinero suficiente para comprar lo que necesita a fin de sobrevivir”.

 

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