Para aprender a decidir
Van y vienen, se van, no se vienen, no se van. Los británicos no consiguen decidirse, no saben qué quieren y qué va a ser de ellos. Europa tiembla, Inglaterra ruge y rechina los dientes, también tiembla; millones decidieron algo y ahora querrían decidir otra cosa. Su gobierno no sabe cómo hacer lo que les propuso que quisieran, ellos vacilan y se preguntan si deben respetar su propia decisión. O si realmente han decidido eso. La zozobra del brexit ha vuelto a poner en el tapete la cuestión de quién decide, cómo, qué. O, dicho de otro modo: para qué sirven, qué valor tienen las consultas populares.
(Estoy a punto de confesar algo inconfesable: todavía me cuesta decirles referéndums. Cinco años de latín adolescente no se deshacen fácil: me enseñaron que el plural de un neutro terminado en -um es -a, y que, por lo tanto, el de referendum es referenda. Pero también sé que la inmensa mayoría de los hispanoparlantes dirá referéndums, que no tienen por qué conocer ni reconocer ese plural latino y que, aunque se equivoquen, de algún modo tienen razón, porque son más y el idioma termina por adaptarse a ellos. ¿Entonces, qué decir? ¿Debo aceptar un error mayoritario? Ese es el tema de los referéndums. O, incluso, de los referenda).
Un referéndum debería ser el momento supremo de la democracia: cuando aquellos que siempre delegan su poder de decisión lo retoman y ejercen. Como tal, debería ser reivindicado por los verdaderos demócratas. Y, sin embargo, últimamente desconfían: las decisiones que han tomado los referéndums recientes juegan en contra. El plebiscito por la paz en Colombia -que ganó la guerra- o el citado del brexit les provocaron molestia y desconfianza. Para explicarlo quedan dos opciones: o el mecanismo no sirve o los pueblos son más reaccionarios que lo que imaginamos.
Pocos demócratas se atreven a vocear la vieja máxima que pretende que el pueblo -casi- siempre se equivoca, así que se refugian en los problemas técnicos. El primero es la manipulación informativa: lo que ahora llaman feic nius, el ejemplo de Cambridge Analytica y de cómo se manejan conciencias mediante propaganda dirigida y esas cosas -pero lo mismo se puede hacer en cualquier votación-.
Entonces critican sobre todo que los plebiscitos plantean las cuestiones en términos binarios, blanco o negro, hipersimplificadas. Suele ser cierto; el problema es la continuación del argumento: que la gente no puede entender esas cuestiones complejas y que, por lo tanto, los que deben decidirlas son los que pueden analizar todos sus matices -que vienen a ser esos técnicos especializados que llamamos políticos-. Lo cual sirve para seguir concentrando las decisiones en manos de unos pocos, defender la idea de la política como un saber específico, privilegio de los enterados.
El gran invento de la modernidad fue postular que el gobierno no debía seguir monopolizado por reyes y marqueses y favoritos varios sino que concernía a todos los ciudadanos. Es lo que podríamos llamar la utopía democrática, central en nuestra idea del mundo. Dos siglos después, no hay sociedad que esté contenta con su sistema de gobierno. Si algo define a estos tiempos es la ola de insatisfacción hacia esos sistemas y sus representantes visibles, los políticos. Millones en cada país los desprecian, se niegan a votarlos, buscan figuras nuevas, se decepcionan pronto. Sucede en todas partes y, sin embargo, nos empeñamos en pensar que en cada caso es un problema particular, de hombres y mujeres que no están a la altura, de partidos que necesitan renovarse, de cositas. No queremos suponer que lo que falla es el sistema.
Y entonces nos gobernamos -nos dejamos gobernar- por esos mecanismos creados hace más de dos siglos, levemente mejorados. Ningún otro aspecto de nuestras vidas -salvo quizá la religión- cambió tan poco desde fines de 1800. Sin embargo, no parece que la búsqueda de formas nuevas esté a la orden del día.
Nos da miedo, supongo: hasta ahora, las alternativas a la democracia fueron tan nocivas que nos refugiamos en ese cliché de que es “el mejor de los sistemas posibles” y nos dimos por vencidos. Uno de los principios fundadores de la democracia es que toda sociedad debe tratar de ser mejor; en nombre de la democracia, lo hemos abandonado.
Si conseguimos retomar esa búsqueda, el referéndum -en alguna de sus formas- debería ser uno de sus ejes. La idea de delegación -“el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”- era inevitable en tiempos en que las personas no tenían modo de comunicar su voluntad: si el presidente de Francia, digamos en 1876, debía consultar sobre un nuevo impuesto o la educación laica o la expulsión de extranjeros a los vecinos de Rennes, Toulouse, Niza y Pétaouchnok-sur-Oise, la decisión podía demorar años. Por eso, supuestamente, aquellos ciudadanos enviaban sus representantes a la asamblea de París. Ahora esa voluntad se puede manifestar en un momento: la delegación ya no tiene excusa técnica.
Pero sigue sirviendo a la vieja causa de la concentración del poder en manos de unos pocos. Es cierto que el reparto del poder de decidir tiene problemas. El principal: que, para confiar en la decisión mayoritaria, realmente democrática, se necesitan ciudadanos mucho mejor instruidos, mucho más enterados y más interesados que los actuales. Los beneficiarios de su distracción -nuestros gobernantes- los prefieren más bobos, y hacen lo posible. Por ahora les va bien.
Nos toca elegir: si vamos a seguir quejándonos de nuestros políticos o vamos a crear las formas de gobierno que, al acabar con la delegación, los hagan de algún modo innecesarios. No es algo que vaya a decidirse en unos años; es, quizá, la decisión más importante de las próximas décadas. Y sospecho que será de las que te hacen preguntarte cómo, antes, podían vivir sin eso. Como cuando se piensa, un suponer, que hace menos de un siglo las mujeres no votaban, o había reyes.