Los dirigentes asediados de Latinoamérica recurren a los militares

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La región aún tiene recuerdos dolorosos de las dictaduras militares, pero los presidentes le están dando cada vez más peso a los ejércitos.

Regresa a Latinoamérica una escena antigua, pero lejos de estar olvidada: presidentes frente a las cámaras de televisión dirigiéndose al país en un momento de crisis, pero flanqueados por sus generales.

En Ecuador, los dirigentes militares estaban firmes detrás del presidente Lenín Moreno cuando anunció un estado de emergencia. Unos cuantos días después, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, hizo lo mismo con una decena de oficiales de pie junto a él, vestidos con uniformes de camuflaje.

Ambos países, inmersos en el tipo de protestas que están arrasando en la mayor parte del mundo, también desplegaron soldados en las calles, una medida estremecedora en una región que ha trabajado arduamente para dejar atrás su historia de dictaduras militares.

No obstante, en los últimos días, las evocaciones al ejército por parte de los presidentes se han extendido más allá de los países afectados por los disturbios contra el sistema, lo que sugiere que aquí hay algo más en juego.

En Perú, el presidente Martín Vizcarra se presentó con oficiales del ejército a declarar que no cedería ante las presiones del congreso controlado por la oposición para dejar el poder. En Bolivia, en medio de unas votaciones presidenciales competidas, el dirigente en funciones, Evo Morales, dirigió un discurso a los oficiales del ejército para exhortarlos a “salvaguardar el territorio nacional” y mantener la unidad política del país.

Los académicos afirman que esto no es un regreso del ejército al poder, como en el caso de las dictaduras que dominaron Latinoamérica durante gran parte de la Guerra Fría. Más bien, la insatisfacción creciente con la situación política y económica que prevalece, así como la inestabilidad de la jerarquía política, están desenmascarando una contradicción que subyace en la democracia latinoamericana.

Sus ejércitos se retiraron de la política cuando terminó la Guerra Fría, pero mantuvieron una gran autonomía e influencia cultural. Y debido a que las instituciones civiles siguen siendo débiles, los presidentes en ocasiones se valen del ejército para remendar esas instituciones y fortalecer su propia legitimidad.

Este pacto informal ha funcionado en su mayor parte, aunque ha preservado un sistema en el que los dirigentes débiles que se enfrentan a crisis importantes se ven tentados a recurrir al ejército.

Sin embargo, los disturbios y la inestabilidad política en aumento están llevando a los presidentes a invocar al ejército con mayor frecuencia, de manera más abierta y en momentos cada vez más tensos.

Sus intenciones parecen mucho menos amenazantes de lo que habrían sido hace una generación: dar el mensaje de que tienen el apoyo de una institución apreciada y que es poco probable que el ejército los derroque.

Pero incluso una fotografía protocolaria puede socavar los tabús ganados a pulso contra la participación militar en la política, señaló Aníbal Pérez-Liñán, un politólogo de la Universidad de Notre Dame. Involucra a los generales en la política partidista del día a día y los presiona a tomar partido. Además, reafirma las percepciones de que el ejército es quien decide en última instancia.

“Es un juego muy peligroso”, señaló Pérez-Liñán. “Si todos los presidentes tienen que hacer esto para sobrevivir, entonces es inevitable que el ejército se vuelva a politizar”.

En Chile, el despliegue de soldados en las calles ya ha aumentado el número de víctimas y ha despertado recuerdos traumáticos y no tan lejanos del régimen militar, un recordatorio de que los riegos no son teóricos en absoluto.

A los ejércitos latinoamericanos les va bien con la democracia, señaló John Polga-Hecimovich, investigador de la Academia Naval de Estados Unidos.

Como una condición tácita para retirarse de la política, la mayoría mantuvo un lugar especial en la sociedad, al igual que sus negocios y una autonomía parcial del Estado.

No obstante, el ejército “necesitaba una razón para existir y justificar su presupuesto en una región que en realidad no participa en guerras internacionales”, comentó Polga-Hecimovich.

Al mismo tiempo, las democracias estaban esforzándose por establecerse en sociedades que aún estaban polarizadas y plagadas de corrupción y conflictos entre clases.

Los dirigentes civiles y militares llegaron a un arreglo que Rut Diamint, un politólogo de la Universidad Torcuato di Tella en Argentina, denominó un “nuevo militarismo”.

Los generales, en vez de oponerse a los líderes democráticos, “regresaron al centro de la esfera política como aliados -y a menudo como sustitutos- de los gobiernos latinoamericanos electos”, escribió Diamint en un ensayo de 2015.

Los dirigentes civiles asignaron a los ejércitos proyectos grandes y pequeños de patrullaje e infraestructura, e incluso les encargaron la administración de servicios sociales. Los oficiales pudieron conservar sus presupuestos, su autonomía y su “relación directa y privilegiada con la sociedad”, escribió Diamint. A su vez, los presidentes podían presentarse como socios de las fuerzas armadas, las cuales en muchos países latinoamericanos tienen un índice de aprobación más alto que cualquier otra institución, a excepción de la Iglesia católica.

La democracia latinoamericana se afianzó durante la década de los noventa y el inicio de este siglo y constituyó una de las historias de éxito más importantes en el mundo. Pero a medida que fueron surgiendo crisis inevitables, a los líderes se les hizo costumbre ensalzar a sus generales, o esconderse detrás de ellos.

Los presidentes de izquierda de Venezuela, Bolivia y Nicaragua se presentaron como los dirigentes de una vanguardia revolucionaria civil-militar asediada por enemigos nacionales y extranjeros. Los presidentes de derecha de Colombia, Guatemala y Brasil han respondido a la creciente delincuencia manteniendo a sus ejércitos como baluartes de mérito y protección.

Incluso los dirigentes que le temen a la influencia política del ejército se han apoyado en su fuerza institucional. El presidente de izquierda de México, después de prometer que retiraría al ejército de las calles, lo integró a una nueva fuerza policial.

Javier Corrales, un politólogo del Amherst College, escribió que el resultado ha sido la constante “militarización de las democracias”, que este mes ha culminado en la aparición de los presidentes junto a sus altos mandos militares.

Los datos demuestran que, a nivel global, incluso en Latinoamérica, ha comenzado a revertirse el desarrollo de la democracia, mismo que solía ser constante.

Esto ha coincidido con la creciente frustración que existe desde hace mucho tiempo con respecto a la desigualdad y la corrupción que, aunque han mejorado en gran parte de Latinoamérica, siguen siendo un problema.

Como resultado, según las encuestas, la confianza en las instituciones democráticas, como las elecciones y los tribunales, se ha reducido en toda la región. Asimismo, la polarización política ha crecido, lo cual ha hecho que aumente la sensación entre muchos ciudadanos de que el sistema político está fracturado.

En gran parte del mundo, incluido Chile, eso ha contribuido a que exista una sensación de furia colectiva y una creencia de que solo los levantamientos masivos pueden traer un cambio verdadero.

Pero incluso en las sociedades que no participan en protestas, cuanto peor lucen los gobiernos civiles, mejor parecen, en comparación, los ejércitos.

Refiriéndose a los ejércitos, Polga-Hecimovich señaló: “Les gusta presentarse como una autoridad moral que defiende a la constitución o a la bandera”.

Durante la mayor parte de la era posterior a la Guerra Fría, eso significaba que solo intervenían en momentos de crisis políticas importantes, cuando parecía que los ciudadanos ansiaban tener un árbitro neutral y muy confiable que ofreciera una resolución pronta y pacífica.

Ahora que las democracias no están cumpliendo con las expectativas y está aumentando el descontento, se recurre al ejército para que rescate a los presidentes en conflicto.

Esto está generando una nueva dinámica, en la cual los dirigentes aparecen en público con los militares como una forma de disuadir a los opositores políticos y a los manifestantes que quieran derrocarlos.

“El presidente está diciendo: ‘el ejército no me ha abandonado, así que seguiré adelante. Pueden quemar todo lo que quieran en las calles, impugnarme todo lo que quieran, pero sigo aquí'”, señaló Pérez-Liñán. “Es un mensaje muy poderoso”.

Comentó que esta nueva práctica no debe confundirse con una amenaza de usar la fuerza militar, una orden que, al parecer, los oficiales rechazan incluso en Venezuela, asolada por los conflictos.

Polga-Hecimovich, quien desde hace mucho ha tratado de cerca a oficiales latinoamericanos, dijo que tenía la impresión de que muchos de ellos no estaban dispuestos a asumir este nuevo papel de garantes de las políticas públicas y las posturas políticas de los presidentes. Pero el pacto que firmaron al final de la Guerra Fría no les deja mucha opción.

“Si no están combatiendo en las guerras, les toca responder en tiempos de crisis”, comentó. “Si ese no es el papel del ejército, ¿entonces cuál es?”.