Los generales de América Latina regresan al laberinto político

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Frente a las protestas y la presión de las fuerzas policiales y militares del país, Evo Morales renunció el domingo 10 de noviembre a la presidencia en Bolivia, dejando un vacío de poder y señalando una tendencia preocupante en la región que se siente demasiado familiar: el control civil sobre las fuerzas armadas, una piedra angular del gobierno democrático, está vacilando en América Latina. A menos que los gobiernos resistan la tentación de buscar a las fuerzas armadas en cada crisis, los avances democráticos de la región -que se ganan con mucho esfuerzo- se disiparán rápidamente.

Después de dos décadas de relativa estabilidad democrática, la reciente agitación en algunos países parece anunciar un retorno del control militar bajo la democracia tutelar: un sistema en el que las autoridades civiles manejan los asuntos diarios del gobierno, pero los militares tienen el poder definitivo de vetar y tomar decisiones importantes en el país. Las democracias tutelares mantienen los aparatos democráticos (elecciones competitivas y una prensa libre), pero el verdadero poder reside en el sistema militar, que se reserva el derecho de intervenir cuando sus líderes consideren que el país va en la dirección equivocada.

Las democracias tutelares eran, hasta hace poco, comunes en América Latina. En Chile, por ejemplo, el general Augusto Pinochet siguió siendo el comandante en jefe de las fuerzas armadas y advirtió reiteradamente al presidente civil en público que no provocara a los militares, incluso después de haber renunciado formalmente a la presidencia después de perder en un referéndum en 1988. En Brasil, las agencias de inteligencia militar continuaron espiando a los ciudadanos mucho después de la transición democrática del país en 1985.

Sin embargo, desde la década de 1990, la región ha logrado importantes avances para controlar el poder de las fuerzas armadas y ponerlas bajo control civil. Los gobiernos civiles no solo redujeron las prerrogativas de los militares, incluidas las posiciones reservadas en el gabinete del presidente y en la legislatura, sino que también crearon estructuras de informes dentro de los ministerios de defensa que ampliaron la supervisión civil y crearon cierta distancia del presidente, especialmente con el nombramiento de ministros civiles.

Esta saludable distancia se está revirtiendo. El regreso de los generales de América Latina ha seguido cuatro caminos principales. Primero, en el camino más extremo, los militares han apoyado regímenes autoritarios. En Venezuela, el apoyo militar es la razón principal por la que Nicolás Maduro sigue en el poder. A pesar del rechazo de la comunidad internacional al gobierno de Maduro, el ejército venezolano, con unos 2 000 almirantes y generales, ha respaldado su régimen debido a un liderazgo profundamente politizado, con un rol destacado en las lucrativas actividades económicas y de narcotráfico.

Una segunda vía es que las fuerzas armadas repriman a los manifestantes. En Chile, el presidente Sebastián Piñera respondió a las manifestaciones masivas contra su gobierno desplegando a los militares. Si bien las protestas que comenzaron en octubre fueron una reacción a un aumento en las tarifas de transporte público, el gobierno de Piñera respondió afirmando que el país estaba “en guerra”.

En tercer lugar, los militares se están convirtiendo en personajes muy influyentes al decidir cuándo las protestas populares llegan a un punto en que el gobierno en funciones se vuelve insostenible. En Bolivia, el jefe de las fuerzas armadas “sugirió” que Morales se retirara ante grandes protestas postelectorales. Después de esto, Morales renunció y huyó del país, dejando atrás una crisis constitucional. (El líder de la oposición venezolana, Juan Guaidó, ha afirmado ser el líder legítimo de Venezuela como presidente de la Asamblea Nacional elegida democráticamente y ha pedido a los militares que pongan fin a la “usurpación” de poder de Maduro).

La cuarta y más frecuente vía ha sido la participación de los militares en la aplicación de la ley nacional. La región es la más violenta del mundo, y los gobiernos han recurrido a grandes despliegues militares para abordar importantes déficits de seguridad pública. En lugares como El Salvador, Colombia, México y Nicaragua, los soldados han tomado la delantera en operaciones antidrogas relacionadas con la interdicción, la erradicación y las detenciones. En México, la participación de las fuerzas armadas en la vida pública es tal que el gobierno disolvió su policía federal civil para crear una Guardia Nacional, formada principalmente por soldados y marinos.

Si bien la militarización de los asuntos internos de un país puede ser muy popular en tiempos de crisis, abrir esta puerta es una mala noticia para la democracia. Mientras que en los Estados Unidos existe una larga tradición de subordinación militar bajo la autoridad civil, involucrar a los militares en asuntos internos ha provocado derramamiento de sangre y golpes de estado en América Latina.

Hay poca evidencia de que los ejércitos latinoamericanos sean efectivos en el gobierno, ya sea directa o indirectamente. Durante la década de 1970, los gobiernos militares provocaron catástrofes económicas y violaciones desenfrenadas de los derechos humanos. Hoy, las fuerzas armadas no han tenido resultados en cuanto a la reducción del narcotráfico o en aliviar el problema del crimen organizado. En cambio, los militares que realizan labores de seguridad pública han contribuido al aumento de niveles de violencia y violaciones de derechos humanos. Las fuerzas armadas también han estado expuestas a la corrupción, ya que tienen la tarea de combatir el crimen organizado.

Los líderes y gobiernos latinoamericanos deben resistir la tentación de buscar a los militares para resolver los problemas de sus países. En lugar de buscar soluciones aparentemente fáciles que erosionen aún más la confianza en la capacidad de los civiles, se debería invertir en instituciones civiles para abordar los déficits de seguridad pública, incluida la inversión en la reforma policial, erradicar la corrupción en el poder judicial y lanzar controles y equilibrios institucionales para reducir el abuso del gobierno.

Estados Unidos también tiene un papel importante que desempeñar. Mandar al ejército de EE. UU. para llevar a cabo operaciones antidrogas en México -como el presidente Trump ofreció recientemente a su homólogo mexicano después de una horrible masacre que involucró a ciudadanos estadounidenses- solo empoderará aún más a las fuerzas armadas de ese país a expensas del gobierno civil.

En cambio, Estados Unidos debería aprovechar su influencia en la región para alentar la supervisión civil de los asuntos militares, la responsabilidad militar y el respeto del orden constitucional. Esto se puede lograr redirigiendo la ayuda estadounidense con fines militares al fortalecimiento de las instituciones civiles. De lo contrario, en ausencia de soluciones civiles, el espectro del gobierno militar, tanto directo como indirecto, perseguirá cada vez más a la región en el futuro.

 

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