El caos del mundo se instala en una isla griega
Los habitantes de Samos y los solicitantes de asilo enfrentan juntos condiciones que no pueden controlar, como el caos en Medio Oriente y la indiferencia de la Unión Europea.
En la ladera de una colina de Samos, la isla griega conocida por sus antiguas ruinas, coloridas aldeas de pescadores y su vino moscatel dulce, se encuentra un campamento de migrantes repleto y una ciudad en crecimiento que muchas personas califican como el campamento de refugiados más sobrepoblado y abrumado de Europa.
Giannis Meletiou, un abogado de 60 años, vive al pie de la colina. Un día, se montó en su camioneta y condujo unos cuantos cientos de metros por un camino estrecho y serpenteante con tiendas de campaña hacinadas a los costados. Saludó a unos niños, quienes se alegraron cuando lo reconocieron: él siempre les lleva sándwiches.
Luego pasó el campamento, protegido con alambre de púas y desbordado de personas, y transitó con gran estruendo por entre los árboles que los migrantes habían despojado de sus ramas y cuyos troncos habían cortado para hacer leña.
Llegó a la antigua propiedad de su familia, en un terreno con vista al mar y montañas nevadas y se quedó de pie sobre un rectángulo de piedra que le llegaba a las rodillas. Fue lo único que quedó de la casa donde se refugiaron sus padres durante la Segunda Guerra Mundial. Los migrantes se habían llevado las paredes de madera, las ventanas, las puertas y el techo. “Todo”, dijo encogiéndose de hombros.
Aproximadamente unos 6800 solicitantes de asilo están metidos en el campamento luchando contra las condiciones del clima y el terreno en los olivares y los bosques de pinos de la colina. Debajo, hay un pintoresco pueblo portuario que alberga a cerca de 6200 habitantes como Meletiou.
Juntos, los habitantes y los solicitantes de asilo comparten la peor parte de las tensiones que van más allá de su control: la deficiencia del gobierno griego, el trato indiferente de la Unión Europea, el caos de Medio Oriente y las maquinaciones geopolíticas de Turquía.
Además, muchas personas de aquí temen que este bello destino turístico -famoso por ser el lugar de nacimiento de la diosa Hera y del filósofo Epicuro- sea el escenario habitual en el futuro si el continente no se organiza.
Los migrantes están atorados, básicamente: están a la espera de que se apruebe su permiso para viajar a la Grecia continental y obtener su estatus de refugiado y buscar una nueva vida. Pero pocos del otro lado de la costa los quieren y el nuevo gobierno ha batallado para encontrar lugares que quieran acogerlos. Otros gobiernos europeos han cerrado sus puertas.
Las familias que viven cerca de la colina se quejan de que su forma de vivir está bajo asedio, de que tienen que encadenar sus muebles de exterior a las cercas y que cualquier cosa que se quede fuera -zapatos, ropa, los limones de los árboles- desaparece.
Las casas de veraneo han sido invadidas por quienes buscan frazadas, colchones, cortinas, cucharas y ollas. Han desaparecido puertas. En un caso, unos migrantes quitaron la duela del segundo piso de una vivienda.
Muchas personas del pueblo, como Meletiou, se solidarizan con el sufrimiento de los migrantes, incluso cuando este verano llegaron más personas en barco desde Turquía. El alcalde del pueblo, Georgios Stantzos, es un buzo apasionado que se ofreció como voluntario para rescatar a solicitantes de asilo y recuperar los cuerpos de los ahogados durante el momento más álgido de la crisis de 2015.
No obstante, en fechas recientes, captaron a Stantzos en un video de celular mientras arremetía contra los migrantes que vagabundeaban por la plaza principal. Se disculpó, pero en una entrevista sostuvo que el video no llegó a mostrar una manifestación furiosa de migrantes que bajaban a la plaza durante una celebración navideña para los niños poco antes de su arrebato.
“Yo respondí para que los ciudadanos no lo hicieran”, señaló, y añadió que le había suplicado al gobierno de Grecia que le ayudara cuando el campamento estalló en disturbios que amenazaban con ahuyentar a los visitantes de una isla que no puede vivir sin el turismo.
Pero había llegado a la conclusión “razonable” de que el gobierno estaba “sacrificando” su isla y otras más, incluyendo a Lesbos, donde la semana pasada la policía disparó gas lacrimógeno contra unos migrantes disgustados que marchaban hacia el pueblo para protestar por sus condiciones tan precarias.
Fuera del ayuntamiento de Samos, al lado del paseo marítimo salpicado de restaurantes de carne asada, cafeterías y agencias de turismo, los migrantes caminaban con sus hijos y pescaban en el puerto. Otros venían para comunicarse por videochat con sus familiares para evitar que estos se inquieten al ver las condiciones en las que viven.
“No quiero que se preocupen”, dijo Claude Fotso, de 31 años, procedente de Camerún, quien ha estado viviendo en el olivar durante tres meses.
El campamento fue construido originalmente para albergar a 648 personas. Ahora tiene más de 3000. Casi nadie ha consultado a un médico.
Hace algunos días, unos adolescentes sirios colocaban cinta adhesiva en los navajazos que habían hecho en su tienda de campaña unos ladrones que roban teléfonos celulares en la noche. Una mujer afgana que traía una playera que decía “Para mí todo es griego”, limpiaba ollas con la mitad de una esponja y una gota de jabón líquido.
A quienes viven en el campamento les va mejor que a quienes viven en las tiendas de la ladera.
“Ha llegado mucha gente. Yo soy quien ha estado más tiempo acá”, comentó Ashaq Hossein, de 25 años, quien no quiso quedarse en el campamento atestado de gente cuando llegó hace dos años y medio y se instaló en la ladera.
Harto de las ratas y de los aludes, Hossein, procedente de Afganistán, construyó cuartos elevados con tubos de metal que hacen las veces de pilotes, una jaula envuelta en lona para las paredes y parte de una valla de hierro forjado para la puerta. Sus documentos, con fecha del 3 de agosto de 2017, ya estaban quebradizos de tanto doblarlos y desdoblarlos.
Las autoridades dieron prioridad a los trámites de algunas nacionalidades, como la siria, y parecen haberse olvidado de otras. A través de una bocina que hay sobre el campamento se voceaban algunos nombres para que acudieran a entrevistarse y pudieran salir de la isla. “Ya perdí la esperanza de que digan mi nombre”, dijo Hossein.
Por todas partes a su alrededor, los solicitantes de asilo aprovechaban una pausa del frío para lavar su ropa, bañar a sus hijos que temblaban y llenar contenedores con agua potable.
Los hombres juntaron madera. Empujaban carriolas y carritos de compras repletos de ramas de árboles y luego cortaron leños durante horas. Las mujeres barrían las entradas con ramas de olivos.
Hay casi 2000 niños en la colina, incluyendo 351 menores que no están acompañados. Aproximadamente, 580 de los niños de la isla son lactantes y bebés. Solo unos 40 niños asisten a una escuela formal.
Entre los que están solos se encuentra Mahid Alizadha, un afgano de 17 años que creció en Irán y que estaba cortándose las uñas afuera de una carpa. Un amigo, que se sentía limpio después de ducharse por primera vez en mes y medio, le ofreció una loción color rosa para las costras en su codo derecho. En su muñeca izquierda había, en línea, 13 cicatrices de heridas que él mismo se había hecho.
“Solo lo hago aquí”, dijo.
Los niños corrían por todos lados, esquivando matas de alambre de púas mientras jugaban a las canicas.
Masooma Hassani, de siete años, reía mientras arrastraba por la colina rocosa un patinete que tenía las llantas atascadas. Pasó frente a un hombre afgano que practicaba inglés (“Palabras para preguntar: who, what, when, where, how y why“) y otros que conversaban junto a un peluquero que estaba fuera. “Alto, alto, alto”, gritaron porque querían escuchar los nombres que salían del altavoz.
Stantzos, el alcalde, señaló que el gobierno griego le prometió que cerraría el campamento de Samos y, a regañadientes, obtuvo su apoyo para construir un nuevo campamento para 1500 migrantes, al que muchas personas han calificado como centro de detención, a unos cinco kilómetros tierra adentro.
Pero luego escuchó en la televisión que ese campamento albergará a 7000 migrantes. Él sospechaba que la cifra podría llegar hasta 15.000.
“Me siento traicionado”, afirmó.
Las nuevas instalaciones están enclavadas entre las colinas cerca del lugar de nacimiento de Pitágoras, el matemático de la Antigüedad. Las excavadoras cavaban en un amplio terreno plano rodeado de muros de concreto, vallas y alambre de púas.
En la aldea vecina, Andreas Fourniotis, de 71 años, comentó que temía que los migrantes pasaran por encima de la colina y llegaran a su puerta. “A toda la aldea le preocupa esto”, afirmó.
Los migrantes de Samos dijeron que lo único que quieren es salir de la isla.
Al caer la noche, la colina volvió a enfriarse. Haidar Kazamahai, quien llegó dos días antes procedente de Irak, intentó mantener caliente a su hijo de un año en la fogata de un vecino y explicó que las autoridades solo le habían dado cuatro frazadas y la instrucción de arreglárselas.
“Tengo una niña de dos años y medio”, dijo. “Y mi hijito”.
Camino abajo, Mara Shahir, un doctor sirio de 67 años, le enseñaba a unos niños cómo encender una fogata con una bolsa plástica. “En el futuro sabrán cómo mantenerse calientes”, dijo.
Después de meses en la isla, Shahir y casi toda su familia recibieron un codiciado espacio para un viaje de nueve horas en ferry que los llevaría a continuar con el proceso de solicitud en el continente. Ahí muchos fueron transferidos a Ritsona, un campamento en las afueras de Atenas con mejores condiciones.
Herutier Icapesa Matinda, de 29 años, originario de Congo, había hecho antes el viaje de Samos al campamento y celebró dirigiendo a los niños sirios para que cantaran y bailaran.
“¿Ritsona?”, dijo Matinda.
“Bueno”, cantaron los niños mientras imitaban sus movimientos.
“¿Samos?”, preguntó.
“Malo”, respondieron.