La rápida reacción de Perú ante la pandemia chocó con un sistema de salud insuficiente

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Foto: REUTERS / Sebastian Castañeda

 

Seis días después del primer caso de coronavirus detectado en Perú, el presidente Martín Vizcarra declaró la emergencia sanitaria, dictó restricciones a las reuniones de más de 300 personas y el aislamiento domiciliario de las personas que provenían de Italia, España, Francia y China. El anuncio fue horas antes de que la Organización Mundial de la Salud calificara la propagación del COVID-19 como una pandemia. Cuatro días más tarde, el 15 de marzo, Vizcarra ordenó una cuarentena general y el cierre de fronteras peruanas, lo que le ganó los aplausos nacionales e internacionales.

Un mes y medio después de esos anuncios, Perú es el tercer país en Sudamérica con la mayor cantidad de muertes confirmados de COVID-19, la enfermedad ocasionada por el nuevo coronavirus, y el segundo con mayor cantidad de contagios, solo por debajo de Brasil, un país cuya población es seis veces la de Perú.

La situación en el país es crítica y, a pesar de una intervención rápida y estricta del gobierno, es el sistema de salud público, desatendido por décadas, el que ha tenido que lidiar con las consecuencias.

Al inicio de esta pandemia, el país solo contaba con 276 camas de Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) con el equipamiento necesario para atender a pacientes con COVID-19, es decir, menos de una por cada 100,000 personas. El piso del que partíamos era mucho más bajo que el de varios países vecinos de la región.

A lo largo de la emergencia, el gobierno ha ampliado la cantidad de camas de UCI hasta superar las 800, pero la atención para los pacientes que no necesitan ventilación mecánica (más de 6,000 camas) también se está desbordando. Reportes de todo el país pintan una escena común: una vez alcanzada la máxima capacidad en un hospital, los pacientes son atendidos en sillas a la intemperie o simplemente no los reciben. Y aún no se han ocupado todas las camas disponibles a la vez.

La conducción del sector tampoco ha sido clara. El Perú ha cambiado siete veces de ministro de Salud en menos de cuatro años, entre los gobiernos de Pedro Pablo Kuczynski y el de Martín Vizcarra. La estrategia para afrontar el coronavirus se ha montado sobre la marcha, mientras asumía el rol el actual ministro de Salud, Víctor Zamora, en reemplazo de Elizabeth Hinostroza, quien no tenía el conocimiento suficiente en salud pública que el Ejecutivo requería para la ocasión.

En los últimos tres años, si bien hubo un crecimiento del gasto, la ejecución del presupuesto para proyectos del Ministerio de Salud ha sido baja. En 2017, apenas fue de 44%; 57% en 2018; y en 2019, no superó 68%. Mucho antes de ser ministro, Víctor Zamora había diagnosticado que el financiamiento del sector estaba orientado fundamentalmente al cuidado de la enfermedad antes que a la prevención, y a reducir la barrera económica para el acceso a los servicios de salud.

Zamora también señalaba la brecha de recursos humanos que hay en el Perú. Según cálculos oficiales, en octubre de 2019 hacían falta más de 16,000 médicos especialistas en todo el país.

Pero esta gestión tampoco ha podido ir al ritmo de las necesidades de la protección para el escaso personal de salud. Todos los días son muchos los casos de médicos que protestan por no contar con los equipos de protección personal requeridos, teniendo que reusar varias veces las mascarillas, o de aquellos que han dejado de atender por falta de equipos o por caer enfermos (según las cifras del Colegio Médico del Perú, 577 médicos han contraído el virus).

Y aunque la gestión de Vizcarra tuvo reflejos rápidos, también hubo descuidos muy puntuales. Reportes periodísticos dieron cuenta que empresas peruanas exportaron 155 toneladas de mascarillas a China, antes de que el gobierno decretara que estos productos solo se exportaran con licencia del sector salud, el 8 de abril.

También, a falta de capacidad para adquirir y utilizar en grandes cantidades las pruebas moleculares, se han empleado pruebas rápidas. Los resultados de su aplicación no han sido satisfactorios para la atención de pacientes, a los que no se les atendía con urgencia por haber dado falsos negativos. Esto también ha creado una desconfianza en los números oficiales, con varios informes señalando que hay un subregistro por falta de confirmación de pruebas, tal como ha sucedido en otros países.

Algo que también pudo haber sumado al caos es el sistema de salud público fragmentado que existe en el Perú: un grupo de hospitales es administrado por el Ministerio de Salud, otro por el de Trabajo, otro por la sanidad de la Policía y las Fuerzas Armadas, y otros por los gobiernos regionales descentralizados. Esto hace que, en condiciones normales, la burocracia interna dificulte incluso el traslado de una cama de una UCI a otra, requiriendo un papeleo exhaustivo. Sin embargo, el trabajo coordinado para la atención de enfermos y la recolección de datos, junto a las clínicas privadas, en sí mismo ya ha sido una gesta lograda durante la gestión de esta crisis.

Fuera de la capital, Lima, lo que agrava la precariedad en los hospitales es que están bajo la administración de los gobiernos regionales, entidades caracterizadas por su ineficiencia: a un mes de la cuarentena, solo tres de 25 habían gastado más de 50% del presupuesto asignado por el gobierno central para enfrentar el coronavirus. Otros hospitales se han inaugurado sin los equipos necesarios, y algunos están siendo investigados por casos de corrupción, como el Hospital Antonio Lorena, en Cusco, por el Caso Lava Jato.

El brillo inicial de la reacción de Vizcarra se ha opacado, mientras la situación en los hospitales se agrava. Hasta hoy 4 de abril, el Ministerio de Salud no había liberado la información sobre la cantidad de camas UCI disponibles por regiones. Los aciertos en la gestión de la crisis no han sido suficientes para parchar las grietas estructurales del sistema de salud, pero sus errores las han visibilizado más. La pronta reactivación económica y la relajación de las medidas de aislamiento social -ya sea por disposición del gobierno o de facto por las necesidades de la población- pondrán más presión sobre un sistema que ya está saturado, y el margen de acción para evitar un peor escenario será bastante estrecho.

 

 

Jonathan Castro es reportero político y de investigación. Actualmente trabaja en el diario ‘El Comercio’ de Perú.