Al coronavirus y el VIH los iguala el abandono político de sus contagiados
Lo primero que escuchamos sobre el COVID-19 fue la búsqueda de un culpable. De una sopa, de un murciélago, de un país. Antes de tomar conciencia de la magnitud del tema, de la prevención y los riesgos cercanos, apareció el odio y la necesidad de responsabilizar a alguien. La estructura no es nueva: cuando aparece un virus, se señala de inmediato a un responsable que no sea el hombre blanco y heteronormado.
Mi cuerpo VIH positivo tiene una historia que excede mi edad y mi tiempo de diagnosticado. Cuando vi lo que pasaba con el COVID-19 no tardé en pensar que, en cierto punto, podía llegar a ser similar a lo que pasó en los comienzos del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida) y el virus de inmunodeficiencia humana (VIH). Pero un artículo publicado por el activista VIH positivo Mark S. King, diagnosticado en 1985, me hizo tomar otra carretera de pensamiento.
“A nadie le importó la gente muriendo por causas relacionadas al sida en los primeros años de la pandemia. Las bolsas del mundo no cayeron. El presidente no ofreció conferencias. Billones de dólares no fueron gastados”, grita King desde su texto. Y todo esto que sí sucedió a raíz del COVID-19 no habla de similitudes, sino de diferencias.
Hace poco, una amiga me contaba cómo, en lengua aymara, la palabra “futuro” refiere a lo que está detrás nuestro y que aún no lo vemos. Esto me hace pensar que el futuro se puede construir con todo eso que nos antecede, que ya hemos recorrido. La historia del VIH no es para comparar sino para aprender. Sobre todo porque VIH y sida no son historia: según ONUsida en 2018 hubo 1.7 millones de nuevos casos y 770,000 muertes relacionadas al sida.
El VIH y el COVID-19 no son iguales. El virus de inmunodeficiencia humana se trasmite, el nuevo coronavirus se contagia. La diferencia es enorme porque imaginen cómo sería el mundo si el VIH se “contagiase” con tan solo una tos. El VIH fuera del cuerpo pierde su capacidad de replicarse muy rápidamente. Lo que sí se replica mucho fuera de nuestro cuerpo, es el prejuicio.
El infectólogo argentino Eduardo López, quien hoy integra el comité que asesora al Ministerio de Salud del país en estrategias contra el coronavirus, dijo en una entrevista en marzo que el VIH se transmite por la saliva. Esta afirmación equivocada e irresponsable, la expresó en medios que ahora se encargan de hablar del virus pero estuvieron ausentes cuando en 2016 en Argentina faltaba medicación antirretroviral y el proyecto por una nueva ley de VIH, sida, enfermedades de transmisión sexual y hepatitis virales perdió estado parlamentario durante el gobierno del expresidente Mauricio Macri en 2019.
No hablan de VIH para colaborar en la respuesta, ni tampoco para mejorar nuestra calidad de vida. Lo enuncian por oportunismo y contribuyen al prejuicio que sigue vigente. En los medios seguimos siendo un foco infeccioso.
No viralizan el hecho que las personas positivas al virus, pero que tenemos carga viral indetectable y controlada, con defensas por encima de los 350 Cd4, no corremos mayor riesgo que alguien negativo frente al COVID-19. Es más fácil ver representaciones catastróficas antes que encontrar el mensaje de que una persona viviendo con VIH pero que ya alcanzó la indetectabilidad, no transmite el virus en una relación sexual. Sucede que la campaña “Indetectable=intransmisible” no interesa tanto como el prejuicio de que somos una amenaza.
Mientras el 27 de mayo pasado la portada de The New York Times compartía los nombres de 100,000 personas fallecidas por COVID-19, hace 29 años, perdida entre las tintas del mismo diario, una nota sin firmar hablaba de 100,000 vidas tomadas por el sida.
El espacio de intersección entre ambos virus es que ambos atacan peor a quienes la sociedad ha decidido dejar expuestos. En Argentina una gran cantidad de nuevos positivos se registra en las villas, es decir, las zonas más pobres donde el hacinamiento es forzado y el distanciamiento no es opción. Hace unos días, desde el Barrio Padre Mugica, la villa 31, la referente Ramona Medina denunció en redes sociales que no tenían ni siquiera agua potable, días después fue internada por COVID-19 y murió.
Como dice Paul Preciado en su texto ‘Aprender del virus’: “Cada sociedad pueda definirse por la epidemia que la amenaza y por el modo de organizarse frente a ella”. Las muertes y los daños se notan aún más en los colectivos que la sociedad ya había marginado antes de la pandemia. Ramona pudo haber muerto por COVID-19, pero antes hubo un sistema de expulsión y desamparo que responde a decisiones políticas.
Quienes existen en este desamparo quedan más expuestos a todo tipo de situaciones, incluso a la violencia de las fuerzas policiales. Tal es el caso del colectivo de personas trans y travestis que ya era vulnerable desde antes de la pandemia: sin trabajo registrado, acceso a la salud, ni posibilidad de alquilar formalmente.
Estamos en junio, mes del orgullo LGBT+. Este 28 se conmemoran 51 años de la revuelta de StoneWall Inn. En ese momento, personas negras, marronas, trans, travestis, LGBT+ y pobres dieron resistencia al ataque policial. El orgullo nace del accionar de personas como estas que hoy seguramente estarían (están) más vulnerables frente a los virus. Y esto no pasa porque las infecciones nos busquen deliberadamente.
Tener que sobrevivir a una pandemia sin derechos y expuesto a la inequidad social es, finalmente, lo que iguala al VIH y COVID-19. Se asemejan por las decisiones políticas de los Estados mundiales ausentes que nos dejan morir.