La pandemia de la soledad

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Foto: Diario Córdoba

Miles de personas alrededor del mundo han descubierto durante la crisis del coronavirus que la peste del olvido que castigó a Macondo, el pueblo ficcional de Gabriel García Márquez, es también el relato presente de nuestras vidas.

 

La peste llegó al pueblo cuando una niña enferma se mudó a casa de unos parientes. Días después, su mal había contagiado a la familia y luego infectó a toda la población. Comenzó entonces una dura cuarentena que transformó el estado de emergencia en cosa natural. El pueblo solo se curó cuando un visitante llamado Melquíades trajo un remedio contra la enfermedad. Esta es, en resumen, la historia de la peste del insomnio que enfermó a los habitantes de Macondo, el pueblo protagonista de Cien años de soledad, la novela clásica de Gabriel García Márquez. Como miles de personas alrededor del mundo han descubierto durante la pandemia de la COVID-19, la historia de la peste de Macondo es también el relato presente de nuestras vidas.

En estos tiempos, cuando parece que vivimos en un Macondo global, muchos lectores acuden a Cien años de soledad como si fuese un libro de profecías para comprender el mundo en el que vivimos y sobre todo en el que viviremos tras la pandemia. Rodrigo García, hijo del escritor, contó en una carta a su padre que no pasa un solo día sin cruzarse con una referencia a la peste del insomnio o alguna de sus variantes. Como toda obra clásica, esta novela tiene un poder camaleónico para resonar entre sus lectores en toda clase de circunstancias.

El confinamiento físico es también para millones una cuarentena emocional. Un doble encierro que a muchos nos ha arrojado a esa soledad que aquejaba a los habitantes de Macondo. De ahí que las lecciones de la peste del insomnio estén no solo en lo que se nos cuenta, sino además en cómo García Márquez pudo lograr contárnoslo desde la soledad que vivió mientras escribía la novela. Ni en los momentos más fatales de la peste, los habitantes de Macondo se quedaron solos. Se reunían. Se contaban historias. Se hacían compañía. Ayudaban a su comunidad.

El cortometraje La peste del insomnio de Leonardo Aranguibel, creado durante cincuenta días de encierro, es un hermoso homenaje a la novela y además una prueba poderosa de que en tiempos de pandemia, mientras esperamos a que el Melquíades de nuestros tiempos descubra el remedio contra la enfermedad, la primera cura es la esperanza.

Las pestes existen desde que la humanidad camina sobre la Tierra. En París, la ciudad donde viví el confinamiento y los síntomas iniciales de la COVID-19, ya han visitado otras pandemias, como la peste negra, el cólera y la gripe española. Este año, en mi ruta al trabajo, caminaba a diario al lado de la iglesia quemada de Notre Dame. Días antes del inicio de la cuarentena, miles de turistas la seguían fotografiando, ignorantes de que junto a la iglesia está uno de los hospitales más antiguos y heroicos del mundo, el Hôtel-Dieu, fundado en el año 651 y al que esta nueva pandemia parisina ha rescatado del olvido.

Tan antiguas como las pestes son sus efectos sociales. El miedo que roza el pánico, la desinformación sobre lo que pasa en realidad, la discriminación hacia los enfermos y quienes los cuidan, la incompetencia de las autoridades para contener la enfermedad, las diversas teorías de la conspiración sobre el origen y la naturaleza de la pandemia, la incertidumbre colectiva que crece con el paso de los días, el brusco aumento de la pobreza y sobre todo la avalancha macabra de muertos.

Afortunadamente, durante la pandemia de Macondo, no murió nadie. Así nos lo recuerda el corto de Aranguibel. El director venezolano ha reunido un elenco de 31 actrices y actores de América Latina, quienes leen los fragmentos más importantes de la vida en Macondo durante la peste. En estos tiempos de incertidumbre pandémica, el corto busca transmitirnos un mensaje de solidaridad y esperanza para la región, juntando, para lograrlo, la fuerza de las imágenes del presente y las palabras proféticas de García Márquez.

La narración se mezcla con imágenes asombrosas de la vida actual en ciudades de cinco países de la región. Se trata de ciudades vaciadas en su mayoría de humanos; los pocos que vemos llevan mascarillas. En otras imágenes salen personas en casa. En la soledad de la cuarentena, se despiertan a una nueva mañana sin saber en qué día de la semana están, teletrabajan solitarios frente a una pantalla o tratan de mantener su comunidad en línea para no olvidar lo que somos, seres de contacto físico.

Para saber lo que somos, García Márquez no tuvo que vivir una cuarentena global. Y sin embargo vivió una personal. Al escribir Cien años de soledad se sometió a un confinamiento de más de un año. Usó su encierro como una mina creativa de la que sacó experiencias y recuerdos personales que, más de medio siglo después, permiten al escritor llegar a sus lectores de hoy como si fuese un cronista de nuestra pandemia actual.

Cuando García Márquez escribía las páginas sobre la peste del insomnio llevaba casi veinte años tratando de terminar esa novela. Había intentado hacerlo de mil maneras: por las noches después del trabajo o durante sus vacaciones, cuando vivió en París, Barranquilla y Caracas. En el otoño de 1965 descubrió que esa novela solo podría escribirla si abandonaba su trabajo, sus amistades y se aislaba en un cuartito para trabajar desde la mañana a la noche. Así lo hizo.

En los momentos más duros de su confinamiento, cuando las deudas acorralaban a su familia, García Márquez confesó en una carta que nunca en su vida se había sentido tan solo. Pero el aislamiento dio sus frutos. En octubre de 1965, le envió una carta al escritor Carlos Fuentes diciéndole emocionado que ya tenía el título para la novela. Un mes más tarde, le detalló al crítico Luis Harss que Macondo sería azotada por una peste. Desde entonces, escribió casi sin parar.

Los vecinos de García Márquez recuerdan que apenas salía de casa. A veces, cruzaba la puerta, se sentaba en la acera a fumar un cigarrillo y volvía a su encierro. Sus amigos también lo recuerdan confinado. Pero nunca lo dejaron solo. Le llamaban por teléfono, le escribían cartas, a menudo le visitaban en casa y así la solidaridad de sus amigos le ayudó a terminar la novela.

García Márquez se aisló del mundo, pero su mundo vino a él para acompañarlo mientras escribía Cien años de soledad. Narrada por las voces del corto de Aranguibel, la peste en esta novela parece más que nunca escrita en el lenguaje del presente. Y acaso lo sea porque de su cuarentena personal el escritor aprendió que la solidaridad entre las personas es la verdadera cura para esa otra pandemia que infecta a millones y que aísla en su lecho de muerte a las víctimas de la COVID-19: la pandemia de la soledad.

Álvaro Santana-Acuña es autor de Ascent to Glory: How ‘One Hundred Years of Solitude’ Was Written and Became a Global Classic.