La banda sonora del siglo XX italiano quedó escrita para siempre cuando recibió el encargo para componer la música de Novecento, la epopeya de Bernardo Bertolucci sobre las dos Italias. Pero, Ennio Morricone (Roma, 1928-2020), sin proponérselo, había construido en aquella época el retrato sonoro de un paisaje cinematográfico donde el mundo pudo volver miles de veces más, aunque las luces de la sala se hubieran encendido ya. La madrugada de este lunes, el compositor dejó de vivir a los 91 años. Le acababan de conceder el Premio Princesa de Asturias, poco después de anunciar su retirada de los escenarios. Tenía que recogerlo justo el día de su cumpleaños, justo cuando cumplía 92 y su movilidad se había complicado algo. Pero hasta que sufrió un accidente doméstico, había seguido trabajando en su casa con vistas a la romana piazza Venezia para seguir construyendo un universo que, como siempre dijo, le había salvado de la guerra. En una conversación con este periódico de hace apenas un año se interrogaba sobre la naturaleza del más allá. También en esto el maestro podrá ahora encontrar algunas respuestas.Morricone podía ser un dolor de muelas para un entrevistador o una visita no suficientemente anunciada. Las prevenciones de su entorno solían ser siempre infinitas y la historia de reportajes fallidos, larguísima. El maestro tenía un carácter de mil demonios. El mismo que le hizo mandar al infierno a Quentin Tarantino cuando consideró que usaba de forma caprichosa sus temas en películas como Malditos bastardos o Django desencadenado. Pero como con el cineasta, con quien se reconcilió y firmó la apoteósica música de Los odiosos ocho -aquel arranque de la diligencia avanzando a través de la nieve funciona gracias a una música convertida en personaje principal-, terminaba siendo luego mucho más amable y cercano de lo que su entorno solía prevenir al periodista antes de la entrevista.
Una de las advertencias habituales, sin embargo, conviene tenerla en cuenta también ahora. Precoz compositor y estudiante atento de pentagramas en el conservatorio romano de Santa Cecilia, discípulo de compositor contemporáneo Goffredo Petrassi, de quien aprendió la “música absoluta”, Morricone no componía bandas sonoras, sino música para cine. La música absoluta, como él mismo dio en llamarla, representa un elemento en sí mismo. Autónoma de relatos prefabricados o insólitas peticiones del oyente. “Funciona si es buena y ya está. Se puede unir a cualquier realidad, pero no supone la realidad misma, sino un imaginario aparte. Posee una función complementaria a cada cinta y puede justificar la obra como un todo, pero de manera independiente. Representa esa abstracción de lo que no se dice y no se ve en el filme. Y así debe funcionar”, explicaba aludiendo a un cierto ideal wagneriano (Gesamtkunstwerk u obra de arte total).
Pero hoy, le gustase al maestro o no, es imposible separar su música de las imágenes. Volver una y otra vez al desierto de Tabernas (Almería) donde Sergio Leone rodó El bueno, el feo y el malo (1966) o Por un puñado de dólares (1964). O al vértigo del cochecito de bebé subiendo pesadamente las escaleras de la estación central de Nueva York antes del tiroteo final de Los intocables de Eliot Ness (1987). También a través de la monumental epopeya que sobre la Italia del siglo XX rodó Bertolucci con Novecento, un enorme retrato de un país siempre partido en dos, el sur y el norte, también entre los violentos rescoldos del fascismo y el vigor comunista más vibrante de la Europa occidental; o la celebrada banda sonora de Cinema Paradiso, cinta que ahora se repone en cines españoles.
Morricone, a quien le hubiera gustado trabajar con Pedro Almodóvar más allá de la ¡Átame! que hicieron juntos en 1989, no aceptaba encargos concretos. Su trabajo no era cocinar pizzas al gusto. Mandaba al cuerno a quien le pedía melodías conocidas, remedos sonoros de grandes compositores o, como había hecho Tarantino, convertía en mera comparsa de acompañamiento lo que había escrito. Desarrolló al principio una técnica muy depurada para evitar discusiones o debates estériles sobre sus partituras: mandaba su obra justo cuando la película estaba terminando de producirse. “A veces tan solo un mes antes del estreno. El director no tenía siquiera la opción de rechazarla. Muchos necesitaban acostumbrarse, a veces mis obras eran un golpe inesperado”, contó hace unos meses a este periódico. Con los años, la técnica dejó de ser necesaria porque algunos directores, como Sergio Leone, llegaron a rodar películas como Por un puñado de dólares a partir de la música ya escrita.
Los compases políticos de Morricone siempre se expresaron de forma sutil. Apoyó a Matteo Renzi cuando este emprendió un proceso de reformas para modernizar el país. Alabó a Barack Obama cuando quiso construir un Estados Unidos más justo a través de un sistema sanitario universal. Y criticó a Trump, a su manera, cuando supo que uno de sus grandes amigos del alma y compañeros de viaje le había apoyado. “Respeto la opinión de Clint Eastwood, pero con Trump no estoy de acuerdo”.
La relación con EE UU siempre se consumó a distancia. Algunos creen que la Academia que otorga los Oscar no le perdonó jamás que decidiese no cambiar nunca su amada Roma por los bulevares y autopistas de Los Ángeles, como hicieron tantos colegas de profesión que abrazaron casi anualmente las estatuillas doradas. No lo logró por la imponente música de La Misión (1986), ni siquiera tampoco por Érase una vez América (1984), aunque muchos dijesen que fue porque se entregó fuera de plazo. Morricone ganó su primer Oscar hace cuatro años, por la música de Los odiosos ocho, de Quentin Tarantino. En 2007, había recibido el galardón honorífico de la Academia de Cine. A sus 87 años, subió al escenario ovacionado, recogió la estatuilla y dio las gracias a su mujer, María, por soportar su “ausencia”. Hoy la sensación es más aguda y se extenderá por todo el mundo a medida que pasen las horas. Su música, otra vez, seguirá sonando cuando desaparezcan los títulos de crédito.