Donal Trump y Jair Bolsonaro debilitaron las defensas sanitarias de América Latina contra el Covid-19

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El coronavirus estaba ganando velocidad letal cuando el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se reunió con su homólogo brasileño, Jair Bolsonaro, el 7 de marzo para cenar en Mar-a-Lago. Esa semana, Bolsonaro había cancelado viajes a Italia, Polonia y Hungría, y el ministro de Salud de Brasil le había instado para que se mantuviera alejado de Florida.

Pero Bolsonaro insistió, ansioso por reforzar su imagen como el “Trump del trópico”. Sus ayudantes sonreían mientras posaban en el resort del presidente estadounidense con gorras verdes de “Hagamos a Brasil grandioso de nuevo”. Trump declaró que “no estaba preocupado en absoluto”, antes de pasear a Bolsonaro por el club y saludándolo con un apretón de manos.

Veintidós personas de la delegación de Bolsonaro dieron positivo por el virus después de regresar a Brasil, pero el mandatario no se alarmó. Bolsonaro le dijo a sus asesores que el presidente estadounidense había compartido una cura: una caja de hidroxicloroquina, un medicamento contra la malaria que no había sido probado como un tratamiento efectivo y que Trump promovía como si fuese un remedio para la COVID-19.

“Dijo que el viaje fue maravilloso, que se lo pasaron muy bien, que la vida en Mar-a-Lago era normal, que todos se curaron y que la hidroxicloroquina era la medicina que se suponía que debían usar”, recuerda Luiz Henrique Mandetta, quien en ese entonces era el ministro de Salud pero fue despedido por Bolsonaro al mes siguiente por oponerse a la dependencia de ese fármaco.

“A partir de ese momento, fue muy difícil lograr que tomara en serio a la ciencia”.

La cena de Mar-a-Lago, que sería recordada por propagar la infección, consolidó una asociación entre Trump y Bolsonaro centrada en el desprecio que compartían respecto al virus. Pero incluso antes de la cena, ambos presidentes habían emprendido una campaña ideológica que socavaría la capacidad de América Latina para responder a la COVID-19.

En conjunto, los dos hombres que son feroces opositores de la izquierda latinoamericana, apuntaron contra el gran orgullo de Cuba: los médicos que envía por todo el mundo. Trump y Bolsonaro expulsaron a 10.000 médicos y enfermeros cubanos de diversas zonas empobrecidas de Brasil, Ecuador, Bolivia y El Salvador. Muchos se marcharon sin ser remplazados, solo meses antes de que llegara la pandemia.

Luego, ambos líderes atacaron al organismo internacional más capacitado para combatir el virus, la Organización Panamericana de la Salud (OPS), citando su participación en el programa médico cubano. Con la ayuda de Bolsonaro, Trump casi lleva a la bancarrota a la agencia al retener los fondos prometidos en el momento más álgido del brote, en una medida que no había sido revelada anteriormente.

Y con la ayuda de Trump, Bolsonaro convirtió a la hidroxicloroquina en la pieza central de la respuesta pandémica de Brasil, a pesar del consenso médico de que el fármaco es ineficaz e incluso peligroso. La Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos advirtió en abril contra la mayoría de los usos del medicamento para tratar a la COVID-19. Un mes después, Trump anunció después de una llamada telefónica con Bolsonaro que Estados Unidos enviaría dos millones de dosis de ese fármaco a Brasil.

Los precarios sistemas de salud y las ciudades superpobladas hicieron que América Latina fuera muy vulnerable. Pero al expulsar a los médicos, bloquear la asistencia e impulsar curas falsas, Trump y Bolsonaro empeoraron la mala situación al desmantelar los mecanismos de defensa.

Con un tercio de las muertes registradas en todo el mundo, América Latina ha sufrido de manera más aguda los embates de la COVID-19 que cualquier otra región.

Los dos líderes más poderosos de las Américas, Trump y Bolsonaro, son ardientes nacionalistas que desafían la ciencia convencional. Ambos han privilegiado el crecimiento económico y las políticas a corto plazo por encima de las advertencias de salud pública. Ambos son profundamente hostiles contra los gobiernos de izquierda de la región, especialmente el de Cuba, una causa que ayuda a Trump con los votantes cubanoestadonidenses en uno de los estados cruciales para las elecciones, Florida.

“En su afán por deshacerse de los médicos cubanos, el gobierno de Trump ha castigado a todos los países del hemisferio y, sin duda, eso ha significado más casos de la COVID y más muertes por el virus”, dijo Mark L. Schneider, exjefe de planificación estratégica en la OPS y quien también fue un funcionario del Departamento de Estado durante el gobierno de Clinton. “Es indignante”.

Los países más pequeños y menos poderosos, como Ecuador, resultaron muy afectados. Ecuador accedió a la presión estadounidense y, poco antes de la pandemia, retornó a casi 400 trabajadores de la salud cubanos. Luego, el país también sufrió la congelación de la financiación de la organización de salud por parte del gobierno de Trump, lo que obstaculizó su capacidad para proporcionar suministros de emergencia y apoyo técnico.

“Nadie de la OPS estuvo aquí y sentimos su ausencia”, dijo Washington Alemán, un especialista en enfermedades infecciosas y exviceministro de Salud en Ecuador, quien diagnosticó el primer caso confirmado de la COVID-19 en ese país. “El apoyo ya no era como en años anteriores, en epidemias anteriores”.

Casi todas las gestiones republicanas y demócratas previas consideraban la salud pública de América Latina como un interés nacional urgente, porque las enfermedades infecciosas pueden propagarse fácilmente entre América del Sur y América del Norte.

Los funcionarios de la Casa Blanca dicen que el gobierno retuvo los pagos de la organización de salud para exigir transparencia. Señalan que Estados Unidos ayudó a la región de otras maneras como con la donación de decenas de millones de dólares a través de organizaciones como el Programa Mundial de Alimentos, UNICEF y la Cruz Roja. Durante el verano, Washington envió cientos de ventiladores directamente a los sistemas de salud de los gobiernos.

Pero los expertos en salud pública dicen que la Organización Panamericana de la Salud, con oficinas dentro de cada ministerio de salud y casi 120 años de experiencia en la lucha contra las epidemias, estaba en una posición única para enfrentar a la COVID-19. Incluso algunos críticos del programa cubano dicen que castigar a la agencia sanitaria saboteó ese esfuerzo.

“La OPS no tenía las herramientas ni tampoco el dinero”, dijo Mandetta, el exministro de Salud brasileño que trabajó con Bolsonaro para expulsar a los cubanos. “La OPS no pudo expandirse de la manera en que se necesitaba y en Ecuador, en Bolivia, había gente muriendo en sus hogares y cuerpos abandonados en las calles por la falta de asistencia”.

Saber cómo sucedió eso es adentrarse en la historia de una batalla política que se movió entre muchos frentes, desde Brasilia a Miami y Washington. Dejó cicatrices desde pueblos de la cuenca del Amazonas hasta las barriadas de la ciudad ecuatoriana de Guayaquil.

En octubre de 2018, Jair Bolsonaro llegó al poder en Brasil calificándose como un populista trumpista, hablando favorablemente de la “dictadura” y acusando a la izquierda tradicional de su país de aprender lecciones de la Cuba comunista. Además, prometió expulsar a más de 8000 trabajadores médicos cubanos.

Cinco años antes, uno de sus predecesores había invitado a los cubanos a ayudar a cuidar a más de 60 millones de personas, principalmente en pequeñas comunidades de la cuenca del Amazonas, muchas de las cuales nunca antes habían visto a un médico. Los estudios académicos reportaron altos niveles de satisfacción de los pacientes y la reducción en las tasas de mortalidad infantil. La OPS supervisó a los médicos cubanos en Brasil y promovió su trabajo como un modelo, en ese momento, el gobierno de Obama no puso objeciones.

Durante décadas, Cuba ha enviado trabajadores médicos para llenar los vacíos en los sistemas de salud en América Latina y muchas otras regiones. Cuba pagaba a los médicos hasta 900 dólares al mes, en comparación con los 50 dólares mensuales que podrían ganar en casa. Pero La Habana cobraba mucho más a sus gobiernos anfitriones (alrededor de 4300 mensuales por cada médico en Brasil) y se quedaba con la diferencia. Cuba calificaba el programa como humanitario, mientras sus críticos señalan que el régimen de la isla limita la libertad de los médicos, al punto de llegar a calificarlo como trabajo forzoso y trata de personas.

Durante la feroz campaña electoral de Bolsonaro, un periódico divulgó cables diplomáticos -con fechas que se remontaban a seis años- que sugerían que los funcionarios brasileños habían enrutado los pagos del programa a través de la organización de salud, en parte, para evitar un debate en el Congreso brasileño sobre el convenio con Cuba.

Bolsonaro acusó a la OPS de ser cómplice de la “esclavitud moderna” y prometió deshacerse de los médicos. Cuba ordenó que regresaran incluso antes de que tomara posesión.

En Miami, a unos 10.400 kilómetros de distancia, Tony Costa vio una oportunidad única.

Costa, de 80 años y veterano de la fallida invasión de Bahía de Cochinos, ha pasado décadas trabajando para derrocar al liderazgo comunista en La Habana. Cuando relacionó las acusaciones de trabajo forzoso cubano con la OPS, con sede en Washington, supo que tenía algo que cautivaría al Congreso y a la Casa Blanca.

Recuerda que pensó que era “¡como pan caído del cielo!”.

Pronto, Costa descubrió a Ramona Matos Rodríguez, una médica cubana que había desertado a Miami de una misión en Brasil, y la ayudó a convertirse en la principal demandante en un proceso judicial que acusa a la Organización Panamericana de la Salud de trabajo forzoso y trata de personas.

En un expediente judicial, los abogados de la organización dijeron que las acusaciones eran “extremadamente inexactas” y que “casi no se parecían a la realidad”. Los expertos dicen que la demanda es, en el mejor de los casos, una posibilidad remota pero, en términos políticos, tuvo un gran impacto.

Sin esperar un fallo judicial, Costa, quien es fundador de la Fundación para los Derechos Humanos en Cuba, con sede en Miami, llevó la demanda a la atención de sus poderosos amigos en el Congreso y la Casa Blanca. “Es simplemente despreciable lo que les están haciendo a estos pobres médicos”, dijo el senador Rick Scott, republicano por Florida, en una entrevista el mes pasado.

Citando las acusaciones, el Departamento de Estado presionó a Ecuador, Bolivia y El Salvador hasta que el año pasado expulsaron a más de mil trabajadores médicos cubanos.

Pero el golpe más grande lo recibió la Organización Panamericana de la Salud.

A menudo se le conoce como el brazo regional de la Organización Mundial de la Salud, pero tiene décadas de antigüedad y recibe mucha más financiación de los Estados miembro. Los expertos en salud pública atribuyen a ese organismo la erradicación de la viruela, la poliomielitis y el sarampión en América Latina, mucho antes de que fueran eliminados de África y Asia.

El gobierno de Trump se centró intensamente en los vínculos de la organización con Cuba, a pesar de que su relación con los médicos de ese país había terminado aproximadamente un año antes, cuando abandonaron Brasil. Estados Unidos dejó de pagar sus cuotas anuales de 110 millones de dólares, más de la mitad del presupuesto básico de la agencia. El gobierno de Bolsonaro también congeló el pago de sus cuotas de 24 millones de dólares. Bolsonaro y su personal se negaron a hacer comentarios para este artículo. John Ullyot, portavoz del Consejo de Seguridad Nacional, defendió la suspensión del financiamiento estadounidense como un paso importante “para exigir la rendición de cuentas de todas las organizaciones internacionales de salud que dependen de los recursos de los contribuyentes estadounidenses”.

A fines de 2019, la agencia enfrentó una grave crisis de financiamiento. Redujo drásticamente los viajes internacionales, congeló las contrataciones y disminuyó drásticamente los contratos de los consultores médicos que realizan la mayor parte del trabajo práctico.

En seis semanas, la COVID-19 comenzó a diseminarse por América Latina.

Situada en la costa sur de Ecuador, Guayaquil es una ciudad portuaria rodeada por laderas cubiertas de barrios marginales.

Bella Lamilla, de 70 años, llegó de España el 15 de febrero para visitar su lugar de nacimiento. Pero, mientras estuvo allí, desarrolló neumonía.

Ecuador no tenía laboratorios con los suministros o la capacidad para realizar pruebas que detectaran el coronavirus, pero la familia de Lamilla la trasladó hasta una clínica privada donde trabaja Alemán, el exviceministro de Salud. El médico usó sus contactos para enviar una muestra a los Centros para el Control de Enfermedades en Atlanta.

La noche del 29 de febrero, ella se convirtió en el primer caso confirmado en Ecuador. En dos semanas, todas las unidades de cuidados intensivos de la ciudad estaban abrumadas.

Los médicos de Guayaquil dicen que si hubiesen tenido más recomendaciones prácticas de la Organización Panamericana de la Salud podrían haber ayudado a detectar el virus mucho antes de que penetrara tan profundamente en la ciudad.

Luego, funcionarios sanitarios que estaban mal informados y los médicos locales agravaron la crisis con un error básico: el Ministerio de Salud Pública recomendó las pruebas baratas de anticuerpos contra el coronavirus, en vez de los exámenes genéticos que son más costosos y difíciles de procesar.

Las pruebas de anticuerpos arrojaron falsos negativos cuando los pacientes eran más contagiosos, lo que los llevó a propagar el virus sin saberlo.

“Fue ignorancia, absolutamente”, dijo Juan Carlos Zevallos, un epidemiólogo formado en Estados Unidos que, a fines de marzo, fue designado como ministro de Salud Pública.

Un apoyo más directo de los consultores de la OPS “no solo podría haber evitado ese error, sino muchos otros”, dijo Alemán.

Para muchas familias, esos errores significaron angustias. En julio, Patricio Carrillo, de 70 años, visitó a un médico en su centro de salud local ubicado cerca de Quito, la capital de Ecuador. Su hijo recuerda que había recibido un resultado negativo de una prueba de anticuerpos y se le administró penicilina para la faringitis.

“No tengo nada más que la gripe”, le aseguró Carrillo a su familia en un mensaje de voz. Se le escuchaba ronco.

Días después falleció de la COVID-19.

En el principal hospital público de Guayaquil, Paola Vélez Solórzano, de 38 años, especialista en enfermedades infecciosas, había instado a los administradores desde febrero para que prepararan una sala de aislamiento de coronavirus con 29 camas. Ella se apoderó de 900 trajes desechables de protección biológica que fueron ordenados por error para los trabajadores de mantenimiento.

Pero cuando llegó la pandemia, sus preparativos fueron “igual que nada”, dijo. Tanta gente murió que los médicos tenían que pasar por encima de los cuerpos apilados en el suelo de la morgue. “Dondequiera que estuvieras, olía a carne podrida”, dijo.

Su colega Galo Martínez, de 34 años, recuerda haber mirado por la ventana de la unidad de cuidados intensivos. “Todo lo que pude ver fue una multitud de personas pidiendo ayuda”, dijo mientras negaba con la cabeza.

Como no contaban con suficiente equipo de protección, la mitad de los empleados del Ministerio de Salud Pública en Guayaquil se enfermaron, dijeron los doctores. Murieron más de 130 médicos.

“Ni siquiera teníamos mascarillas”, dijo Zevallos, el ministro.

Durante brotes anteriores, los médicos locales atribuyen a la OPS la adquisición de suministros o el envío de consultores capacitados para brindar ayuda técnica en los laboratorios y hospitales.

Los funcionarios de la agencia dicen que esta vez enfrentaron desafíos especiales. Los materiales de prueba y el equipo de protección escaseaban en todo el mundo. A fines de marzo, la suspensión de los viajes aéreos comerciales dificultó el despliegue de los expertos.

La crisis de financiamiento ocasionada por la decisión de Trump de congelar los fondos fue enorme, aunque los líderes trataron de compensarlo cambiando los recursos para priorizar la respuesta ante la COVID-19.

Jarbas Barbosa da Silva Jr., subdirector de la agencia, reconoció que el impacto del congelamiento de la financiación estadounidense fue “severo”, pero argumentó que sus consecuencias eran difíciles de evaluar con precisión. Afirma que, para la primavera, la suspensión de los fondos aún no era “una situación de vida o muerte” para la organización e incluso con una financiación más completa, la prohibición de viajes habría limitado sus opciones a ofrecer sesiones virtuales de formación.

Sin embargo, otros altos funcionarios de la agencia -que hablaron con la condición de mantener su anonimato para evitar enojar al gobierno de Trump- dijeron que si hubiesen contado con más recursos financieros habrían podido brindar más ayuda práctica. Las reuniones regionales que podrían haber analizado los esfuerzos para combatir el virus fueron consumidas por la crisis de financiamiento.

“¿Habría que cerrar la sede? Todas estas discusiones ocuparon la agenda”, dijo Felipe Carvalho, asesor de Médicos Sin Fronteras, una organización sin fines de lucro.

Carmina Pinargote, una funcionaria veterana del Ministerio de Salud en la costa norte ecuatoriana, sintió la diferencia. Pinargote recuerda cómo la OPS envió de inmediato a 15 epidemiólogos y expertos técnicos después del terremoto de 2016. Este año, dijo, solo un consultor de la agencia llegó hasta su región.

“No hemos visto la misma intensidad”, dijo.

Tampoco ayudó la salida forzosa del país de 400 trabajadores médicos cubanos. Hugo Duarte, director del Centro de Salud Martha de Roldós, a las afueras de Guayaquil, dijo que dos cubanos tuvieron que irse meses antes de la pandemia.

Los médicos ecuatorianos habrían sido igualmente buenos, si el Ministerio de Salud Pública hubiese pagado lo suficiente para cubrir las vacantes, dijo. Pero la pérdida de recursos humanos afectó a la clínica, especialmente cuando estuvo enfermo durante semanas.

“La gente caía muerta en la acera, justo afuera del centro de salud”, dijo Duarte.

Mientras la epidemia estallaba en Ecuador, Bolsonaro regresó a Brasil desde Mar-a-Lago. Rápidamente llamó a Nise Yamaguchi, una oncóloga de São Paulo que se había convertido en una destacada defensora de la hidroxicloroquina.

Yamaguchi le dijo al presidente brasileño que el brote no dejó tiempo para realizar el tipo de ensayos clínicos que otros médicos estaban esperando.

Brasil era conocido por tener uno de los sistemas de salud pública más sólidos de América Latina para combatir las enfermedades infecciosas. Pero cuando dos ministros se negaron a apoyar el medicamento, Bolsonaro los remplazó con un oficial militar leal, mientras que Yamaguchi se convirtió en su asesora de mayor confianza.

En una entrevista, dijo que la donación de dos millones de dosis que hizo Trump logró que Brasil pudiera depender del medicamento.

“Fue muy importante porque teníamos una escasez mundial de hidroxicloroquina en ese momento”, dijo Yamaguchi.

“¡Dios es brasileño, la cura está aquí!”, dijo Bolsonaro a sus partidarios a fines de marzo.

Ignorando el consenso médico, el Ministerio de Salud brasileño todavía proporciona hidroxicloroquina gratis a cualquier persona con la COVID-19. Y los críticos dicen que la promoción de la droga por parte de Bolsonaro, junto con su negativa a usar cubrebocas o distanciarse socialmente, ha socavado la salud pública.

“La gente dice: ‘Si me enfermo puedo salir y conseguir hidroxicloroquina como el presidente'”, dijo Julio Croda, especialista en enfermedades infecciosas y exfuncionario del Ministerio de Salud. “La gente cree que puede vivir una vida normal y no necesita hacer ninguna prevención”.

Brasil ha sufrido más de 157.000 muertes por la COVID-19, una cifra solo superada por Estados Unidos.

Las comunidades indígenas de la remota cuenca del Amazonas, que perdieron a 8000 trabajadores médicos cubanos, han sido las más afectadas. En comparación con otros brasileños de la cuenca del Amazonas, los pueblos indígenas tienen diez veces más probabilidades de contraer el virus, según datos de la OPS.

Los cubanos habían sido una fuente fundamental de asesoramiento y tratamiento de salud, a menudo brindando la única atención primaria en cientos de millas, dijo Luiza Garnelo, médica y antropóloga de la fundación Flocruz, con sede en Manaos.

Sin los cubanos, dijo, “no hay profesionales para diagnosticar”.

Cuando golpeó la pandemia, la OPS comenzó a recaudar 92 millones de dólares para enviar expertos en enfermedades infecciosas y suministros críticos. Posteriormente, la meta se elevó a 200 millones de dólares.

En tiempos normales, Washington sería uno de los mayores contribuyentes. Pero la principal agencia donante, la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), ahora está dirigida por el embajador John Barsa, un cubanoestadounidense y crítico del régimen de La Habana que en 2019 participó en una conferencia de prensa para anunciar la demanda contra la Organización Panamericana de la Salud.

Esta vez, Estados Unidos casi no ofreció dinero.

En mayo, el directorio de la agencia panamericana advirtió en un informe interno sobre una crisis que se avecinaba.

Refiriéndose a la organización por su nombre alternativo, Oficina Sanitaria Panamericana (PASB, por su sigla en inglés), el informe decía que la retención de fondos del gobierno de Trump estaba “reduciendo significativamente la capacidad de la PASB para brindar cooperación técnica a sus Estados miembro, lo que implica, a corto plazo, la liberación de muchos miembros críticos del personal y trabajadores contingentes”.

A finales de mes, Trump anunció que Estados Unidos se retiraba de la Organización Mundial de la Salud y que su gobierno congeló temporalmente otras subvenciones de la agencia panamericana.

La USAID hizo una excepción: agregó 3,9 millones de dólares en donaciones relacionadas con Venezuela, según dijeron los funcionarios. Ese gasto forma parte de los esfuerzos de la administración para derrocar al gobierno de izquierda del país (los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades también enviaron 900.000 dólares).

Pero la campaña contra la agencia se intensificó. “La OPS debe explicar cómo llegó a ser intermediaria en un plan para explotar a los trabajadores médicos cubanos”, declaró el 10 de junio el secretario de Estado, Mike Pompeo.

Se necesitaron fondos de Canadá para que la organización sanitaria enviara algunos equipos de protección a Ecuador. Fue la primera vez que la organización hizo eso para poder ayudar a un país. El 25 de junio, el presidente ecuatoriano, Lenín Moreno, recibió el cargamento en el aeropuerto.

Finalmente, y por presión del Congreso estadounidense, el gobierno de Trump desbloqueó 65 millones de dólares el 15 de julio, evitando la insolvencia de la organización. Pompeo dijo que había aceptado una investigación externa del programa de médicos cubanos y que otros fondos se descongelaron poco tiempo después, luego de una suspensión de aproximadamente tres meses.

“La OPS está en una posición única para ejecutar la respuesta contra la COVID-19 en ciertos países donde no existe una alternativa viable”, escribió un funcionario del Departamento de Estado el 15 de julio en un correo electrónico en el que informaba al personal del Congreso sobre el pago.

Contraer el virus no cambió la perspectiva de los presidentes. Bolsonaro, de 65 años, se infectó en julio y solo sufrió síntomas leves. Celebró su recuperación con un paseo en motocicleta y continúa impulsando el uso de la hidroxicloroquina.

Trump, de 74 años, silenciosamente dejó de promover ese fármaco. Cuando estuvo brevemente hospitalizado con la COVID-19 a principios de este mes, recibió otros medicamentos. Comenzó a describir algunos de ellos como curas milagrosas y volvió a disminuir la importancia del virus.

“La gente está cansada de la COVID”, dijo esta semana en una conferencia telefónica de su campaña electoral. “La gente dice: ‘Lo que sea. Déjennos en paz'”.

Los funcionarios de la Organización Panamericana de la Salud dicen que solo han recaudado 46,5 millones de dólares de los Estados miembro para su meta de 200 millones para combatir el virus.

El gobierno de Trump sigue presionando a otros países para que expulsen a los médicos cubanos. Durante este verano, una organización de Estados caribeños condenó a la Casa Blanca por amenazar con poner en una “lista negra” a quienes se niegan a hacer eso.

Otros países conocidos por sus sofisticados sistemas de salud han dado la bienvenida a la ayuda cubana. Un grupo de 40 médicos cubanos fue a Turín, en Italia, durante la primavera pasada para ayudar a combatir la pandemia, dijo Carlo Picco, quien dirige los servicios de salud en la ciudad.

“Los cubanos fueron una historia de éxito para nosotros”, dijo.

 

Letícia Casado colaboró con reportes desde Brasil y Gaia Pianigiani desde Italia.