La Argentina, una vez más, flirtea con el abismo

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La Argentina afronta desde hace semanas una nueva ola de la pandemia. Y lo hace en un contexto que nos deja poco margen para el optimismo: tenemos un liderazgo, a ambos lados del espectro ideológico, ineficiente, polarizante y más atento a sus intereses que a los dramas económicos, sociales y educativos que tienen los argentinos.

La vacunación avanza lenta y aún no se han acordaron medidas de fondo que permitan reactivar la economía tras el derrumbe de casi el 10 por ciento del PBI del año pasado. En el segundo semestre de 2020, el 42 por ciento de los argentinos se encontraba debajo del umbral de la pobreza. Mientras suben los contagios, muertes y ocupación de las unidades de cuidados intensivos, avanza, también, una contienda electoral que puede acercarnos aún más a una ebullición social de indignación, como ocurre en Colombia. O, también, podría hacer brotar una tercera vía que se presente como la supuesta alternativa salvadora, pero tenga tendencias autoritarias (como ha sucedido en Brasil, México o El Salvador).

Los dos extremos continúan en una eterna pelea y muchos argentinos no vemos opciones que logren superar la polarización y nos haga centrarnos menos en las luchas por los votos y más en lo que importa: salir del pantano económico y social que nos hunde desde hace décadas y nos empuja al precipicio con la pandemia. En las antípodas están el oficialismo, que lidera la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner; en la esquina opuesta, a la derecha, se encuentra la oposición que aglutina la coalición Juntos por el Cambio, cuyo rostro más visible es el expresidente Mauricio Macri.

Enfrentados, ambos polos solo aumentan la discordia y ensanchan la grieta, como le llamamos a la pelea entre los extremos políticos. Y en estos meses, los políticos parecen haber llegado a un solo acuerdo: postergar las elecciones primarias y las generales. Después y antes de eso, vemos lo mismo: disputas. “Ellos inoculan odio y nosotros amor”, dijo recientemente Carlos Bianco, jefe de Gabinete de la provincia de Buenos Aires, en control de los kirchneristas. En el otro lado pasa lo mismo: una exfuncionaria del gobierno de Macri acusó a algunos diputados de vender su voto al oficialismo y establecerse como “falsos opositores”.

Los dos lados inoculan rencillas e incertidumbre. ¿Comprenden, acaso, que alimentan el riesgo de revivir la furia ciudadana que siguió a la crisis de 2001? Fueron meses en los que miles de argentinos salieron a las calles con sus cacerolas para reclamar “que se vayan todos los políticos”.

Pero los políticos, claro está, no se van nunca. Y luego ocurre un efecto contraproducente: aparecen rostros menos conocidos que ofrecen la salvación. Así ocurrió en 2003 con una pareja que aterrizó en Buenos Aires desde la Patagonia Austral: Néstor y Cristina Kirchner. O, también por aquellos años, cuando un empresario se presentó como una nueva alternativa conservadora, Mauricio Macri. Ahora ambos representan la polarización que nos impide generar consensos y programas estructurales a largo plazo.

Estos polos son los que se disputan el poder desde hace una década sin que hayan aportado hasta ahora soluciones a nuestros problemas de fondo, con el riesgo político que semejante encerrona puede conllevar: la irrupción de una figura aún más radicalizante y que se promueva, aunque no lo sea, como una alternativa que viene a cambiarlo todo.

Los argentinos sabemos de esos riesgos. En 2001 estuvimos muy cerca de caer en el abismo de la antipolítica, tras una década de falsas ilusiones en las que creímos que el país podía ser parte del “primer mundo”. Creímos que bastaba con atar el peso al dólar, sin ordenar las cuentas públicas antes ni encarar nuestras reformas pendientes. Esa ilusión casi llevó a la implosión del país y provocó una desconfianza cada vez mayor en la política.

Veinte años después, la Argentina vuelve a flirtear con el abismo. Pero estamos a tiempo y evitar caer en el barranco. Los destrozos generados por la pandemia nos invitan -casi nos obligan- a mirarnos al espejo y rectificar el rumbo.

Los dirigentes deben dejar de pelearse por promover o bloquear la actual reforma judicial y deben empezar por algo necesario que permita enmendar este caos político interminable: emprender una reforma política.

Quizás los meses que faltan para llegar a las elecciones primarias (en septiembre) y las generales (en noviembre) sean poco tiempo para diseñar y aprobar una reforma política que promueva la renovación de los partidos, pero no podemos pasar otro ciclo electoral como estamos ahora.

Esa reforma debería alentar la transparencia de la política y aumentar la confianza en nuestro sistema electoral. También debería establecer controles reales sobre el financiamiento electoral, en donde se suelen filtrar casos de corrupción. Esta reforma tendría que alentar la irrupción de nuevas figuras que sí jueguen dentro de las reglas democráticas, personas preparadas para nuestros grandes desafíos sin alentar más extremismo y optando por el consenso, políticos que representen a los ciudadanos en vez de a los intereses de grupo.

Una reforma política que nos permita encarar un cambio estructural de nuestros líderes podría permitirnos empezar a eliminar la grieta y el culto al personalismo que ha caracterizado nuestra vida política. Debemos poner trabas a figuras que prometan soluciones sencillas a nuestros problemas complejos. En lugar de vacunarnos incertidumbres deben inocular un proyecto común de nación.

Emprender esta reforma, sin embargo, resultará imposible sin la negociación entre bandos. El oscuro panorama argentino debería obligarnos a intentarlo.

 

Hugo Alconada Mon (@halconada) es abogado, prosecretario de redacción del diario La Nación y miembro del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ).