En pro del uso clínico del LSD

Por Casario Morry para la revista Life
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lsd, drogas psicodélicas de uso terapéutico
Foto: Lightspring / Shutterstock

En este número presentamos a nuestros lectores un artículo polémico de un discutido profesor psicólogo, sociólogo y psicoanalista precursor de los estudios de la personalidad con el LSD

Vivimos en la primera decena del siglo XXI, un nuevo Renacimiento o una nueva Era como la han calificado los apoteósicos universalistas. Lo mismo en las perspectivas artísticas –la pintura, el cine, el teatro- que en el campo de las ciencias – vuelos interplanetarios, computadoras electrónicas, inteligencia artificial- el hombre está en el umbral de un mundo nuevo. Un horizonte insospechado que en muchos puntos se parece al de la profecía humorística y siniestra de Huxley, pero que en otras significa un cambio radical como el registrado a fines de la Edad Media y el periodo del descubrimiento de América.

Paralelamente a la explosión en el plano de la física, el LSD (y otras drogas semejantes) actúa en el plano metafísico no como una explosión sino como una implosión en el interior de la psique, del cerebro y el espíritu del hombre. El LSD proporciona al ser humano la autopenetración en las partes más recónditas de su memoria, de su mente, sin pérdida de su conciencia. Llegamos al gnothe seauton, o conócete a ti mismo, de la sabiduría socrática.

El LSD -es indispensable recalcarlo- no determina una dependencia viciosa como la cocaína, la heroína, etc. Tampoco produce alucinaciones, sino, según la nomenclatura de Claude y Ely “una forma de alucinosis”, una forma particular de alucinaciones reconocidas así por quien la ingiere. Cerca de 100 veces más potente que la psilocibina extraída de los “hongos sagrados” mexicanos y 7000 veces más que la mezcalina, derivada de la cactácea peyote, es natural que el LSD desencadene una profunda conmoción precisamente en la sociedad en la que su utilización abusiva y sin control médico trajo profundos problemas sociales: la norteamericana.

Es natural que el LSD desencadene debates acalorados porque penetra realmente en las capas subyacentes del inconsciente humano, permitiendo la expansión de la conciencia, el contacto con una nueva realidad, la “muerte psíquica”, la perdida momentánea del ego y el “renacimiento psíquico” del individuo. Según Penfield empleamos apenas 1/10 de nuestras capacidades mentales, ¡¿cómo sorprendernos frente a la evidente posibilidad del LSD de liberar sectores nerviosos del cerebro comúnmente bloqueaos e inhibidos, y frente a su actuación asombrosa de abrirnos las puertas de la percepción del mundo de las esencias finales, que para muchos representa el pensamiento supremo o, con palabras del Theilard de Chardon, “el medio divino”?!

Opino que el LSD en forma comparable a la teoría de la relatividad de Einstein en el plano de la física, cambia radicalmente las nociones anteriores que el hombre tenía sobre su parte metafísica. Más aún que el psicoanálisis freudiano, vuelve accesible al hombre su deseo ancestral de unio mystica y, según El Libro Tibetano de los Muertos, rebasa simbólicamente la experiencia de la “muerte psíquica” para en seguida “revivir y reencarnarse” en un individuo profundamente metamorfoseado por su amplio e inédito conocimiento de sí mismo, de su realidad interior y de sus potencialidades espirituales hasta entonces vírgenes, no utilizadas, pero latentes en las capas olvidadas o sofocadas de su inconsciente.

No está de más insistir en la analogía entre los fenómenos de la experiencia lisérgica y las ceremonias de la milenaria iniciación religiosa de los monjes lamaístas del Tíbet. Esta iniciación empieza por medio de la ruptura de todo vínculo fenomenológico del iniciado, seguida de la descomposición simbólica de su cuerpo y del conocimiento de la esencia que impregna a todas las cosas, hasta experimentar la final “reconstrucción gloriosa” de su personalidad, tras el encuentro personal con los tres cuerpos de Buda. En este punto de su experiencia, el monje siente la irrupción de miradas de minúsculos budas a través de todos los poros de su piel y psíquicamente obtiene una incomparable paz interior acompañada de su liberación personal de todas las cadenas kármicas que lo aprisionaban al pasado.

En términos occidentales el monje “liberado de sus contrarios” consigue lo que Jung denomina “la individualización”. La “desintegración personal” representa la “vuelta simbólica al caos”, indispensable a toda nueva creación en cualquier nivel de sus manifestaciones.

 

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