La obra maestra de Albert Einstein cumple 100 años

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Foto: BIBLIOTECA DEL CONGRESO DE LOS ESTADOS UNIDOS

El 25 de noviembre de 1915, Albert Einstein presentó ante la Academia Prusiana de Ciencias, en Berlín, la teoría que acabaría por culminar su mito. La Relatividad General era una continuación de la Especial, la idea que había presentado diez años antes cuando era funcionario de la Oficina Suiza de Patentes. En aquel año milagroso de 1905, Einstein mostró cómo el movimiento modifica la percepción del espacio y del tiempo, pero la velocidad de la luz y las leyes de la física siempre son las mismas con independencia de la velocidad a la que se mueva el observador.

Con estos fundamentos, en 1907,Einstein tuvo la que consideró la idea más feliz de su vida. En uno de sus famosos experimentos mentales, se dio cuenta de que una persona en caída libre y alguien que flota en el espacio tendrían una sensación similar, como si la gravedad no existiese. Más adelante, observó también que estar de pie sobre la Tierra, atraído por la fuerza de la gravedad del planeta, no sería muy distinto de encontrarse en una nave espacial que acelerase para producir el mismo efecto.

A partir de esta intuición, Einstein se planteó que tanto la gravedad como la aceleración deberían tener la misma causa, que sería la capacidad de objetos con mucha masa como los planetas o las estrellas para curvar un tejido continuo formado por el espacio y el tiempo, dos dimensiones que durante milenios se habían considerado separadas y absolutas en las que la materia existía e interactuaba. El efecto de esa curvatura y de los objetos moviéndose sobre ella es lo que percibimos como la fuerza de la gravedad o, explicado en las palabras de John Archibald Wheeler, el espacio le dice a la materia cómo moverse y la materia le dice al espacio cómo curvarse.

Las primeras consecuencias asombrosas de las teorías de Einstein llegaron pronto. Pocas semanas después de su presentación en Berlín, Karl Schwarzschild, otro investigador alejado de las instituciones académicas, escribió a Einstein mostrándole sus cálculos sobre cómo se comportaría el campo gravitatorio alrededor de una estrella de acuerdo con la relatividad general. Schwarzschild, un físico reputado, había llegado a su conclusión calculando en sus ratos libres mientras trabajaba como artillero en el frente ruso durante la Primera Guerra Mundial. Además de mostrar la eficacia de las ecuaciones de Einstein para describir el mundo real, los resultados de Schwarzschild sugerían la existencia de objetos cósmicos inesperados. Al calcular los efectos de la curvatura del espacio-tiempo dentro y fuera de una estrella, observó que, si la masa de la estrella se comprimiese en un espacio lo bastante pequeño, el tejido espaciotemporal parecía venirse abajo. Era la predicción inverosímil de los agujeros negros, unos objetos a cuya atracción gravitatoria no puede escapar ni la luz y que ni siquiera Einstein consideró posibles.

El primer gran experimento que sirvió para confirmar la validez de los planteamientos de la Relatividad General fue el dirigido por el astrónomo británico Arthur Eddington en 1919. Durante un eclipse solar, observó que tal y como predecía la teoría, la masa del Sol hacía que la luz procedente de las estrellas que se encontraban detrás de la estrella se curvase. Se probaba así que un gran objeto era capaz de deformar el espacio-tiempo y que incluso la luz debía desviarse para seguir la nueva geometría. Justo un año después de la gran guerra, un científico del bando vencedor había dado la gloria con su esfuerzo a otro nacido en el país derrotado. A partir de ese momento de alto valor científico y simbólico, el creador de las teorías relativistas se convirtió para siempre en el científico más reconocible del mundo.

Pese a lo que se ha dicho en algunas ocasiones, Einstein, además de tener una capacidad para ver el mundo distinta de la mayoría, era un gran estudiante y estuvo siempre entre los primeros de su clase. Pero también, como casi todas las personas que alcanzan logros prominentes, tenía una ambición descomunal y no sentía reverencia alguna por la autoridad. Cuando aún era un joven de 22 años y no había conseguido nada, no dudó en dirigirse al físico Paul Drude para señalarle los errores de su teoría del electrón. “Apenas tendrá algo sensato con lo que refutarme”, le escribió a su novia Mileva Maric. Drude tuvo la deferencia de contestarle, pero rechazó sus objeciones y Einstein demostró que tenía un ego indestructible: “A partir de ahora, no me dirigiré a este tipo de gente, y en su lugar les atacaré sin piedad en las revistas científicas, como se merecen”, le dijo a Maric.

Con el tiempo, y sobre todo a partir de la presentación de la Teoría de la Relatividad, el propio Einstein se convirtió en una de esas autoridades que él siempre había ignorado. En varias ocasiones, pese a haber sido capaz de transformar la física con sus teorías, no quiso aceptar algunas de sus derivadas más revolucionarias. Rechazó los agujeros negros, pero también se inventó una constante cosmológica para mantener el universo estático, pese a que sus fórmulas decían lo contrario. Tampoco aceptó las ondas gravitacionales, unas ondulaciones del tejido espacio temporal producidas por objetos cósmicos como los agujeros negros o las estrellas de neutrones y le costó aceptar la teoría del Big Bang, planteada por físicos como George Lemaître y consecuencia natural de las ideas presentes en la relatividad general.

Hace 100 años, Albert Einstein transformó nuestra visión del mundo, o al menos la forma en que los físicos son capaces de entenderlo. Según cuenta Ignacio Fernández Barbón, investigador del Instituto de Física Teórica, Einstein “era un genio, pero es probable que solo adelantase el descubrimiento de la Relatividad General en una o dos décadas”. El avance conjunto de la comunidad científica habría acabado por dar con aquella forma de ver la realidad. Ni siquiera los genios como Einstein llegan a sus conclusiones desde la nada o son imprescindibles, pero pocos dudan de que él fue el mejor del siglo