El fascismo también fue latinoamericano

Por Camila Osorio | El País
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Foto: Keystone-France (Getty Images)

En 1922, año en que Mussolini llegó a primer ministro en Italia, en Colombia se fundaba un grupo reaccionario y anticomunista llamado Los Leopardos que bebía de las ideas del Duce. En 1933, cuando Hitler consolidaba su régimen totalitario, en México se fundaban Los Camisas Doradas, un movimiento antisemita y antichino que se inspiraba en el nacionalsocialismo del führer. En Brasil, en 1932, nació el grupo fascista más grande de América Latina, la Acción Integralista Brasileña, con miles de militantes que utilizaban la letra griega sigma (∑) como su equivalente a la esvástica nazi y se unían bajo el lema “Dios, Patria y Familia”. Imitando a los nazis, los fascistas brasileños levantaban el brazo derecho para saludarse. A diferencia de los alemanes, añadían algo extra al saludo: ¡Anauê!, una palabra indígena tupí que significa algo parecido a “eres mi camarada”; una palabra corta para señalar que los fascistas de Iberoamérica serían parecidos a sus amigos europeos, pero no del todo iguales. El fascismo latinoamericano hablaba su propio lenguaje.

Recientemente, se han publicado tres nuevos libros sobre las ideas políticas que viajaron por América Latina en el siglo XX, del fascismo al comunismo, y sobre cómo se metamorfosearon por el continente. Fascismos iberoamericanos (Alianza Editorial) es un libro de ensayos académicos compilados por los historiadores Gabriela de Lima Grecco y Leandro Pereira Gonçalves que explica cómo se transformó el fascismo en 12 países. El árbol de las revoluciones (Turner), del historiador Rafael Rojas, examina cómo se transformó el concepto de revolución mirando 10 casos en el continente. Y luego está Delirio americano (Taurus), del antropólogo y ensayista Carlos Granés, sobre cómo las propuestas de cambio, que prometieron tanto la derecha como la izquierda en el siglo XX, mutaron en el mundo artístico hasta transformar utopías culturales en pesadillas sociales.

¿De qué sirve un espejo retrovisor a la hora de analizar la historia de las ideas políticas de América Latina? Los tres libros parecen indicar, primero, que todo pasado fue peor. Pero también advierten de que ese pasado, como un eco, puede volver a escucharse en cualquier esquina iberoamericana en el siglo XXI.

Las distintas caras del fascismo

“Tradicionalmente, los estudios historiográficos sobre el fascismo se han desarrollado desde una perspectiva bastante eurocéntrica”, explican por correo electrónico los compiladores de Fascismos iberoamericanos. “Como ha argumentado el historiador [argentino] Federico Finchelstein, es muy curioso que, por ejemplo, los estudiosos de la historia europea se muestren dispuestos a estudiar la circulación mundial del liberalismo y del comunismo, pero no la del fenómeno fascista”.

La palabra fascista se utiliza como una “muñeca de trapo” actualmente, señala el prólogo, pero durante mucho tiempo los europeos decían que solo debía aplicarse a los regímenes de Mussolini y Hitler. Ese sesgo académico ha implicado ignorar, por ejemplo, que Franco se apoyó en La Falange, y que el falangismo español tuvo contacto con varios movimientos fascistas sudamericanos. Y soslayar también las extrañas mutaciones del movimiento fascista en países como Bolivia, México o Brasil.

Sobre el caso brasileño, cuentan los compiladores que “algunos elementos particulares despiertan interés, como el carácter multiétnico del movimiento en este país, a partir de una propuesta de mestizaje étnico-racial que veía en la mezcla de razas un factor positivo e, incluso, superior frente a la idea de raza pura de la Alemania nazi”.

Fascismos iberoamericanos se enfoca en la primera mitad del siglo XX, pero los editores ven una línea, un eco, entre ese pasado y la política del siglo XXI. “En Brasil, Jair Bolsonaro, además de contar con el apoyo de grupos neofascistas, recurre al aparato simbólico y discursivo de la Acción Integralista Brasileña”, explican. “Con el lema ‘Dios, patria y familia’, los integralistas movilizaron a miles de militantes en Brasil y sobre esa memoria se solidifica la extrema derecha brasileña, así como en otros países latinos que se inspiran en el pasado fascista”.

Las distintas caras de la revolución

El fascismo, tanto en Europa como en América Latina, se autodefinía como un movimiento “revolucionario”, una palabra que con frecuencia hoy se asocia a los movimientos de izquierda. El siglo XX empezó con una crisis del liberalismo y si el comunismo soviético prometía una revolución desde la clase (los obreros al poder), el fascismo prometía una revolución desde el imaginario de nación (los arios al poder en Alemania). “México para los mexicanos”, prometían los Camisas Doradas, también a principios de siglo, pero los académicos europeos no escuchaban.

Rafael Rojas, historiador cubano-mexicano, publicó a finales del año pasado El árbol de las revoluciones (Turner), que revisa 10 revoluciones en América Latina para entender cómo ese concepto, tan utilizado en discursos políticos, ha cambiado de significado hasta ser casi irreconocible. Al concepto de revolución se han subido políticos de la izquierda, de la derecha, populistas y nacionalistas.

En México en 1910, explica Rojas, se cambió la idea de revolución en el continente: pasó de ser sinónimo de “ruptura” a ser “insurrección popular”, una revuelta desde abajo que prometía revertir el orden social y político. La cubana, a partir de 1961, cambió el imaginario de nuevo, y añadió que revolución era sinónimo del cambio del sistema económico y fin del capitalismo. ¿Fueron también Perón, Cárdenas o Chávez revolucionarios? Revoluciones prometieron, claro, pero ninguna igual a la otra.

“Lo que yo observo en mi libro es que las revoluciones y los populismos que triunfan lo hacen desde una perspectiva nacional popular, y no necesariamente de clase”, explica Rojas, aclarando que si bien algunos intelectuales mantuvieron el ideario cercano al concepto de clase, otros políticos aprovecharon para acercarlo a la idea de nación. “Las derechas varguistas y peronistas, en Brasil y Argentina, aunque tienen su origen en golpes militares, se apropian del concepto de revolución dentro de una sintonía inicial con el fascismo que tienen estos populismos clásicos en su arranque”.

Rojas es optimista cuando mira el presente: los derrocamientos guerrilleros y los golpes militares que prometían revoluciones son menos frecuentes hoy que en el siglo XXI, y desde la caída del muro de Berlín las democracias latinoamericanas se han mantenido —con excepciones— relativamente estables. Pero eso no quita que el concepto de revolución, como transformación profunda de la sociedad, no se siga usando en el continente.

“En el libro he reaccionado contra el uso indiscriminado de la palabra revolución y su transformación en un conjunto de iconos o emblemas del poder, como pasó en México o en Cuba”, explica Rojas. “En el caso de México, incluso en los años 60, 70, o 80, hasta en la época de [Carlos] Salinas, todavía los presidentes hablaban en nombre de la revolución. Y en Cuba aún dicen que ‘la revolución sigue en pie“. El PRI mexicano, un partido que se asocia con la vieja política y la corrupción, sigue cargando en sus siglas con la erre de revolución, como si fuera un viejo adorno.

Todas las caras del delirio latinoamericano

Más cercano al ensayo que al libro académico, el antropólogo y ensayista Carlos Granés pública Delirio americano. En esta obra se detiene en cómo políticos y artistas del siglo XX consolidaron juntos ideas políticas desde el arte y el ejecutivo, pero en ese regateo perdieron la noción de qué es la realidad y qué es ficción. “Tocqueville decía que aquello que era virtud en un escritor podía ser un vicio terrible en un político, y desde que leí esa frase me quedó sonando que algo así nos había pasado en América Latina”, explica Granés. “Pensé que habíamos privilegiado la imaginación desbordada, la fantasía, el anhelo utópico —que yo resumo en la palabra delirio—, y que ese mismo elemento había seducido por igual a políticos y artistas. Mientras que en el campo de la cultura eso dio unos resultados espectaculares, en el de la política más bien nos condujo una y otra vez al cataclismo”.

Granés expone decenas de ejemplos de la forma en que el delirio viajó de los libros a la política. El escritor cubano José Martí, primer ejemplo del libro, arrancó escribiendo textos que inspiraron a todo el continente sobre la identidad latinoamericana y el antiimperialismo, pero terminó asesinado en el momento que decidió tomar las armas para hacer de sus escritos una realidad. Era un hombre de letras, no de armas, pero inspiró a muchos luego a intentar borrar la frontera entre las dos. En otra esquina está el mexicano José Vasconcelos, que impulsó a los muralistas a que retrataran los imaginarios de la revolución mexicana de 1910, pero que en su búsqueda de la identidad mexicana terminó mucho más cercano al nazismo que a la izquierda. Una cosa era Vasconcelos escribiendo sobre “la raza cósmica”, y otra muy distinta (y más peligrosa) intentar convertir ese concepto racial en política pública.

Volviendo al fascismo, dice Granés, “los jóvenes poetas que se ven seducidos por estas ideas no saben a qué están jugando: todo suena muy noble, muy reivindicativo, todo empieza por la búsqueda de una identidad latinoamericana”. Allí está en primera fila el poeta Leopoldo Lugones, argentino que exaltaba la imagen heroica del gaucho y cuyas metáforas eran aplaudidas por Jorge Luis Borges, pero que terminó ligado a La Guardia Argentina, otro grupo fascista. O el poeta boliviano Óscar Únzaga, reivindicador de los grupos indígenas aimara, pero también fundador de la Falange Socialista Boliviana en 1937. “En un principio América Latina no fue fascista por culpa de los militares, ni comunista por culpa de los obreros”, escribe Garcés en su libro. “El fascismo y el comunismo habían sido el delirio de los poetas”.

El verdadero delirio político es éste: revolución, fascismo o identidad son conceptos complejos y amplios que se usan en la política actual. Si se pierde el foco, pueden terminar acercando a los países a la violencia más que a una sociedad justa. Como otro ejemplo del delirio, Garcés menciona al líder político colombiano Jorge Eliécer Gaitán, asesinado a mitad del siglo XX. En su figura, cuenta Granés, “se proyectaban muchos fantasmas: para los comunistas colombianos era un fascista; para los liberales individualistas, un populista; para los liberales indoamericanistas, uno de los suyos”. Él podía ser todos esos fantasmas y precisamente en esa confusión, con su asesinato, explotó un horrible episodio de violencia llamado El Bogotazo. Un evento, visto desde ahora, parecido al delirio.