La cafetera de Balzac

Por Eduardo Febbro | Página 12
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Balzac, cafetera

El 21 de agosto de 1850 una compacta multitud atravesó París bajo una lluvia desigual. “Era uno de esos días en que el cielo parece derramar algunas lágrimas”, escribió Victor Hugo en sus memorias. El autor de Los miserables iba a la cabecera del cortejo, sosteniendo una de las asas de plata del ataúd donde yacía el cuerpo de Honoré de Balzac. Del otro lado estaba Alejandro Dumas llevando la segunda asa. El duelo había reunido en un mismo momento a tres glorias de la literatura del siglo XIX. Balzac el inmenso, el inagotable narrador, el mujeriego empedernido que esperó hasta casi el final del camino para poder casarse con la mujer que más amaba, el eterno endeudado que adoptaba mil disfraces para escapar de sus deudores, el jugador de destinos que emprendió mil aventuras para evitar la repetición de la vida, el potente creador de La comedia humana que concentró una ciudad y sus personajes en una obra arrasadora. Honoré de Balzac, consumido por la enfermedad, los viajes y la edad había fallecido dos días antes en París.

En los últimos años de su vida, las transformaciones de su rostro habían sido tales que uno de sus mucamos se negó a abrirle la puerta de su propia casa porque no lo había reconocido. Como Alejandro Dumas, Balzac tuvo una vida desplegada en todas las direcciones posibles. Pero a diferencia del autor de El conde de Montecristo, Balzac llevó a cabo la suya con más densidad y con doble intensidad diurna y nocturna. Vivía de día y recreaba el mundo durante insomnes noches de trabajo. Sus aliados para eso que él llamó “el evangelio de la vigilia y el trabajo intelectual” eran el café y la blanca cafetera marcada con las iniciales de su nombre, perpetuamente instalada sobre su escritorio entre los libros, el tintero, la pluma y las hojas manuscritas.

Ojalá que llueva café

Su secretario personal, Auguste Benjamin Guillaume Belloy, había adquirido con el tiempo la exacta sabiduría en la preparación del café: sobriamente fuerte (en las noches de cansancio), concentrado hasta el suicidio (cuando era preciso llenar páginas y páginas para pagar las deudas), suave (después de las horas de amor), aromático y condensado (cuando estaban al alcance las últimas páginas de una novela). Formado por Balzac en la preparación rigurosa de la droga graduando la potencia requerida, Belloy dejaba puntualmente la cafetera en el escritorio del genial autor de una literatura hecha de pasiones, virulencia, polifonía y veracidad. Allí está aún hoy, en el escritorio de la casa del 47 de la Rue Raynouard que Balzac ocupó durante siete años, donde corrigió el conjunto de La comedia humana y escribió algunas de sus obras maestras: Un caso tenebroso, Esplendores y miserias de las cortesanas, la Prima Bette, el Primo Pons. La cafetera ocupa un lugar mucho más destacado que los demás objetos. Porque, a diferencia de otros testimonios materiales de la existencia de un autor, no son las plumas de Balzac, ni sus sillas, ni su cama, ni sus tinteros, ni su escritorio lo que compone la galería de emblemas íntimos o personales: es en la cafetera blanca de bandas rojas donde palpita el corazón de Honoré de Balzac. Por eso, la metáfora de su vida y de sus libros cabe en un grano de ese “torrefactor interior” que al mismo tiempo que le daba las fuerzas para crear centenas de personajes le enfermó el cuerpo mucho antes de tiempo. En ella están los esfuerzos de Balzac por trascender las fuerzas debilitadas. Allí están las interminables horas de trabajo. Allí está la filosofía de un hombre que encarnó, a fuerza de café, andanzas, insomnios y constancia, la parte más visible de un universo en expansión. El autor de Ferragus ponía un cuidado tan especial en “drogarse a la medida” y extraerle al cansancio la potencia que necesitaba para sus libros que él mismo elegía y compraba el café. En el número 60 de la Rue Monsieur le Prince, a unos pasos de donde vivía Blaise Pascal, una placa recuerda aún que a ese lugar acudía Honoré de Balzac a comprar su café.

Cafeina por entregas

Derrotado mil veces, encarcelado por deudas, perseguido por un ejército de acreedores, Balzac perdió más de una vez todo lo que poseía. Lo único que conservó en cada uno de sus muchos domicilios parisinos fue la cafetera. Sin ella, todo afán de escribir era en vano. Balzac no sólo fue el escritor que inventó la novela por entregas. También fue editor y propietario de una imprenta que arrastró a la ruina a su familia. No sólo respondió a la pregunta ¿Puede hacerse literatura con nada?, sino que también resultó ser el primer hombre que probó una combinación de papel que lo llevó a inventar la celulosa.

En sus años de renuncias y desaliento pensó en abandonar la literatura, pero su principio motor le dio la sabia de la resurrección: Balzac pensaba que ningún pecado humano era tan imperdonable como la abdicación de la propia voluntad. “Trabajar es levantarme siempre a medianoche, escribir hasta las ocho, desayunar en un cuarto de hora, trabajar hasta las cinco de la tarde, cenar, acostarme y recomenzar al día siguiente”, escribió. En contra del adormecimiento, del cansancio, de la renuncia y el abandono al sueño, en contra del confort y la blandura, hizo del café el antídoto contra las debilidades del ser. “En cuanto se lo toma”, escribió en su Tratado sobre los excitantes modernos, “todo se despierta. Las ideas se agitan como batallones del Gran Ejército en el campo de batalla, y la batalla tiene lugar. Los recuerdos acuden a paso de combate, con las banderas desplegadas. La caballería ligera de las comparaciones se despliega con un magnífico galope. Las figuras se levantan, el papel se cubre de tinta porque la vigilia comienza y termina con torrentes de agua negra, como la batalla se tiñe con la negra pólvora”.

La sangre en movimiento

¿Cómo vivir sin descanso, ocupando el día en existir para los demás y dedicando la noche a sacar del cerebro y del alma las “voces agitadas”? Los métodos para preparar el café y sus perfectas proporciones eran para Balzac “una ciencia necesaria”. El café “pone la sangre en movimiento, activa a los espíritus motores: la excitación que provoca precipita la digestión, aleja el sueño y mantiene despierto mucho más tiempo el ejercicio de las facultades mentales”. No es casual que el gran proyecto de su vida fuera combatir la impotencia humana y la debilidad. La comedia humana es el retrato de esa ambición. A Balzac le daba tantos escalofríos la brevedad de la vida como la inacción: “Cuando no escribo mis manuscritos, pienso en mis planes. Y cuando no pienso en mis planes, y no elaboro manuscritos, tengo que corregir mis pruebas. Esa es mi vida”. Muchos de los personajes balzacianos revelan ese proyecto interior, cuya alianza es el café. Por encima de los compromisos del día, la verdadera vida es aquella que comienza cuando, “volviendo a su casa se encierra en la habitación y enciende su lámpara inspiradora pidiéndole palabras al silencio e ideas a la noche”, como el extranjero de Los proscritos.

Los mejores años de Honoré de Balzac son años de café y vigilia. Sumergiéndose en las horas nocturnas, consiguió ir más allá que ningún otro escritor. Allí donde los demás pulen frases, Balzac construía vidas humanas, personajes que pasaron a formar parte de la historia de París como si, condensados como el café por el agua hervida, hubiesen surgido en cuerpo y alma de su escritorio. Balzac trabajaba vestido con una bata blanca, con las cortinas bajas, una pluma de cuervo y seis velas incrustadas en un candelabro de plata. El doble sistema de la cafetera mantenía el líquido caliente hasta el despuntar del día. En esas horas de silencio Balzac ponía en escena lo que había vendido oralmente y con croquis durante el día, lo poco que le alcanzaba para convencer a sus amigos y editores que esa historia de la que les hablaba estaba ya escrita. Balzac vendió a diarios y editores decenas de historias que aún no existían y que, a veces, tampoco existieron después.

La jungla de los vicios

Por la noche, en la casa de la entonces Rue Fortunéé -hoy lleva su nombre- o en el escritorio de su casa de Passy, Balzac construía el libro con las escasas anotaciones que traía en el bolsillo. Abogados, notarios, cortesanas, ladrones, escribanos, clérigos corruptos y condes engañados, bellas damas enamoradas por bandidos y mediocres, jugadores, fanáticos del dinero, arribistas, putas, soñadores y cobardes, todos forman una inagotable exposición de hombres y mujeres a los que Balzac cubrió con la autenticidad del aroma del café. De todos ellos, Eugène Rastignac es el más logrado. Su permanencia en el tiempo es tal que, en Francia, decir “un Rastignac” equivale a evocar la figura voluntarista del huésped de la pensión Vauquier (otro monumento de la ficción que hoy se toma por real). Más allá de los siglos, los lugares y los idiomas todos hemos conocido o conoceremos alguna vez un Rastignac. ¿Cómo desconfiar de aquel personaje de La comedia humana, estudiante de buena familia, digno en su pobreza, idealista, impetuoso e inteligente, movido por la ambición de la gloria y el poder a las que piensa llegar a fuerza de trabajo? En la lejana provincia de sus orígenes sus hermanas se privan de lo esencial para darle a Rastignac los medios de llegar a sus sueños. Pero entre ellos y Rastignac están París y su jungla de mujeres, de luces engañosas y vicios fáciles. En vez de abogado, Rastignac se convierte en un dandy de cabriolet financiado por sus hermanas al que una mujer dudosa le revela el secreto parisino de los éxitos rápidos y grandiosos: calcularlo todo, esconder sus sentimientos, aplastar a todo el mundo. Pero el hombre se resiste a vender su pureza y sus ideales en nombre del éxito sonado. París lo arrastra corriendo los telones del cinismo, la mentira, la corrupción. Rastignac se deja llevar a ese mundo desde el cual, de vez en cuando, ve surgir la fe y los ideales perdidos. En poco tiempo, Eugène Rastignac asumirá el desafío que le impone París: no ser como los demás, sino “el mejor de los peores”.

En un mundo insensible al trabajo, a la verdad y a los esfuerzos, Rastignac entiende que la vida es una presa que se debe poseer para no ser devorado por ella. Poseerla sin escrúpulos, por todos los medios. Pocos años bastarán para que aquel estudiante escrupuloso y honesto se vuelva un experto en traiciones e intrigas de todo tipo. Los ideales no suenan como las monedas en el bolsillo, ni como el frenesí del poder. Balzac creó decenas de personajes como éste: perfectos en su dimensión, corrompidos por la vida, vacíos de toda compasión, incapaces de cualquier clemencia. Son hijos de la ciudad a la que vinieron y no difieren mucho de los Rastignac de hoy. Sólo cambiaron las corbatas, los oficios, los nombres y la cantidad de dinero. Honoré de Balzac los vio desde mucho antes, desde mucho más lejos. Los entrevió alguna noche de café concentrado, entre el silencio y la sombra que proyectaban las velas.