Martín Caparrós, el viaje que no acaba

Jorge Carrión | La Vanguardia
0
269
Martín Caparrós, antes que nada

Afectado por el ELA, el escritor argentino publica sus memorias prematuras, donde cuenta su intensa vida de cronista viajero, defiende su naturaleza de autor de ficción y reflexiona sobre la terrible enfermedad que está sufriendo. Jorje Carrión, conversó con él en exclusiva en su casa en la sierra de Madrid.

Llego en uber desde la estación de tren de Torrelodones a la casa de Martín Caparrós y Marta Nebot, con vistas a los pinos y encinas de la sierra madrileña, veinticuatro horas después de que el escritor argentino haya depositado su legado en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, que desde 2007 atesora objetos entregados por grandes personalidades de la cultura en nuestro idioma:

“El lugar es increíble, una de esas cajas fuertes de gran banco. Y me impresionó tener que depositar mis cosas al lado de donde están las de Miguel Hernández, a quien tanto leí cuando era joven. Decidí darles las doce libretitas donde tomé todas las notas de Ñamérica, porque ellos hicieron una edición especial de ese libro, junto con el disco duro donde bajé ciento y pico entrevistas de audio, y borradores, y bibliografía, todos los elementos y materiales con los que hice el libro, qué sé yo, por si alguien quiere escribirlo de nuevo.”

Me cuenta con su voz tan grave y su bigote icónico, a primera hora de la tarde, en la terraza, sentado en la silla de ruedas de cien kilos que ha comprado de segunda mano y le facilita mucho la vida, vestido como siempre de negro, pero con un chándal en el lugar de sus habituales Levi’s 501 y con un entrometido botón rojo en el pecho para pedir auxilio en caso de emergencia, mientras Tita –gatita atigrada– va y viene y nos ignora.

¿Qué pasó con aquel gran eucalipto que había aquí delante?

Se fue secando porque se lo comía una colonia de orugas y entonces hubo que talarlo. Fue una gran pena, pero la verdad es que ahora tenemos mejores vistas.

Todos los libros de Martín hablan directa o indirectamente de la muerte, pero sólo uno, Antes que nada –la nueva entrega de la biblioteca que le dedica Random House y que suma veinte títulos– habla de su propia muerte. Desde la primera novela que escribió, hace más de cuarenta años, la autobiográfica No velas a tus muertos, sobre su militancia en los años setenta, hasta la última, de 2022, titulada Sarmiento porque se mete en la cabeza y la vida del presidente y escritor argentino del siglo XIX, toda su ficción está atravesada por la desaparición y el duelo. Su periodismo y sus ensayos narrativos han abordado, en títulos como La voluntad o El Hambre, la pérdida o el dolor colectivos. Todos esos sentimientos recorren de principio a fin las memorias que ha publicado, prematuramente, a los 67 años, empujado por un diagnóstico definitivo.

Ha sido fuerte enterarme de los detalles de tu enfermedad, de que estás condenado a muerte, a través de este libro. Nunca me dijiste que era ELA…

No, no quise que los amigos me vierais como un moribundo. Sólo se lo dije a Marta cuando lo supe hace dos años y medio. Y lo dije en el libro, desde que empecé a escribirlo, sin saber si iba a publicarlo o no. Pero “ELA” es una palabra engañosa, es como decir “cáncer”, muchas enfermedades que llamamos con esos nombres no sabemos en realidad en que se diferencian unas de las otras. Es como un envejecimiento acelerado, pero es que los científicos ni siquiera entienden cómo funciona ese proceso biológico. Lo que sí saben es que la esperanza de vida es de tres a cinco años, que en algún momento tienes problemas para respirar o incluso para hablar. Y en algún momento te mueres. Lo que no está mal, porque así te toleran ciertas cosas, como que te comas todo el chocolate que te apetezca.

Entramos porque el sol aprieta en la terraza. Hay una caja de diez tabletas de chocolate en la cocina, de las que quedan siete. Abro una y la compartimos. Él se hace un café en la Nespresso que hay al lado de su computadora, en la que escribe habitualmente con vistas a la piscina y al bosque de alquiler. Comentamos que Juan Carlos Unzué ha logrado el consenso político necesario para impulsar una ley que ayude a los pacientes de ELA y sus familiares, lo que crea un contexto de recepción inesperado para Antes que nada. El exfutbolista ha seguido el camino contrario al del escritor: denuncia, exposición, activismo.

¿Y por qué has decidido publicar el libro?

Pues por dos razones. Yo decidí escribirlo de todas maneras, sin saber si sería póstumo o no, porque tenía ganas; y lo dejé un tiempo reposar, y el invierno pasado lo leí, vi que era interesante ese doble recorrido, por mi vida y por mi enfermedad, pero lo que me hizo decidirme a publicarlo fue que se lo di a leer a Marta y ella estuvo de acuerdo; y que empecé a tener síntomas en los brazos, de manera que iba a salir del armario quisiera o no quisiera. Ya no podría seguir diciendo que no tenía diagnóstico, que era algo desconocido que sólo me afectaba las piernas.

De ese modo, sus memorias se han convertido en la forma en que le va a dar la noticia tanto a sus lectores anónimos como a muchas personas queridas. La reconstrucción de su infancia y juventud –marcadas por el divorcio de sus padres, su formación en el Colegio Nacional de Buenos Aires, el compromiso político y el exilio– y de su vida adulta –una sucesión de escrituras y viajes– se contrapuntea en las 655 páginas del volumen con breves pasajes sobre el avance de la enfermedad y la conciencia de la llegada del fin. Un comunicado oficial por entregas, en el la poesía y el ensayo y el dietario, con algo de ironía pero sobrecargada de tristeza.

Todo ese dolor es compensado por la intensidad de ciertas experiencias de amistad, cariño, sexo y amor. Además de la librera porteña Debora Yanover (“me hizo un hijo, y es lo mejor que me hicieron en la vida”) y de Marta (“me enamoré de una manera rara, hecha más de sensaciones que de razones y propósitos; nunca en mi vida me llevé tan bien con unos labios”), dedica muchas páginas a la española Fernanda, que murió de cáncer a los cincuenta y cinco años, y a las colombianas Erna von der Walde, académica de prestigio con quien vivió un tiempo en Nueva York, y Margarita García Robayo, novelista ahora consolidada y con lectores internacionales, que escribió sus primeros libros cuando vivían hace más de diez años en una casa impresionante en Tigre, a orillas del Río de la Plata.

¿Quién más lo leyó? ¿Lo hicieron el resto de las mujeres de tu vida?

Sí, tanto Erna como Margarita. Y también se lo he enviado a mi madre, Marta…

Psicoanalista y pionera del feminismo…

…que no me ha dicho nada todavía, y Juan, mi hijo, que desde que empezó todo este lío viene a verme cada tres meses desde Buenos Aires. Y eso me da mucho gusto.

Me sorprendió mucho encontrarme, después de tantas descripciones de enamoramientos y del relato de esas cinco relaciones fuertes, con la historia de tu aventura sexual con Juan José Saer. ¿No temiste que esa anécdota pudiera convertirse en un meme y eclipsar parcialmente el resto del libro?

Yo no creo que a nadie le importe lo suficiente Saer como para destacar tanto eso, no es que me acostara con Mick Jagger, qué sé yo. No lo había contado nunca, pero forma parte de mi educación sentimental, y de eso se trata el libro.

Hablando justamente de eso, en otra ocasión me hablaste del divorcio de tus padres en un tono muy distinto al del libro. Como una oportunidad para tener dos casas, más independencia, acceso a otros mundos. Ahora hablas de ello y de algunas experiencias escolares y con amigos con énfasis en los miedos infantiles y con bastante dolor. ¿A qué se debe ese cambio?

Se me ocurren dos motivos, según lo que he estado reflexionando durante los últimos tiempos. Por un lado, la separación de mis padres tuvo momentos muy violentos, muy fuertes, yo la pasé muy mal, y por eso me prometí no reproducir nunca ese tipo de situaciones en mi propia vida familiar. Quizá por eso me separé más de la cuenta, porque no quería pelearme ni llegar de ningún modo a la brutalidad. Por el otro, desde chiquito fui suponiendo que la manera de hacerme querer era ser inteligente, vivo, astuto. Y cargué con ese puto peso toda mi vida.

“Este será mi libro Sherezade: mientras pueda seguir contando cuentos, será que sigo vivo.”, escribe. Pero no se pasó la vida escribiendo cuentos, sino escribiendo crónicas, relatos sin ficción. Y es fascinante cómo reconstruye el lento proceso que durante los años ochenta le llevó a ese género en el que se volvería maestro, desde el viaje a Egipto e Israel (“Yo no sabía cómo se hacía eso. Me la pasé tomando notas, preguntándoles cosas a personas, tratando de imitar la prosa de [Manuel] Vicent: estaba tan asustado y excitado”), hasta las entrevistas a Juan Rulfo y Adolfo Bioy Casares. El impulso final llegó cuando Jorge Lanata –entonces director de Página/12– le pidió que escribiera lo que llamaban “territorios”, es decir, crónicas de viaje. En ellos fue creando el estilo que le llevaría al Premio Internacional de Periodismo Rey de España 1991. El primero de una lista de galardones que culmina el año pasado con el Roger Callois por Ñamérica y el Ortega y Gasset a la trayectoria.

Para entonces ya habías decidido escribir novela. Y te habías enfrentado en serio con las dificultades de adquirir el oficio. Pero ni la ficción ni el periodismo se vinculan en tu caso con una vocación fuerte temprana. De hecho, tu primer lenguaje fue el de la fotografía. ¿O fue la poesía?

De los doce a los dieciocho fotografié mucho, de algún modo eso me formó la mirada, pero también escribí muchos versos. No iba a exposiciones de fotografía, lo que hacía era leer mucho, poesía, novela, de todo, era sobre todo un lector.

En tus páginas se percibe una cierta pena, o resentimiento, por ser más reconocido como periodista que como autor de ficción. ¿Cómo vives esa situación?

Es un lío porque, claramente, mi imagen de mí mismo no coincide con la imagen cristalizada sobre mí. Ser, digamos, un cronista más o menos influyente no me parece menor, pero sí parcial. Yo soy un escritor, y cuando lo digo me siento mucho más cerca de la palabra “novelista” que de la palabra “cronista”. Además, soy alguien que busca formas distintas de contar las cosas, que se mueve en la vanguardia. Soy, tal vez sobre todo, un escritor que busca maneras.

En el centro del libro está la escritura de ‘La historia’, tu novela más ambiciosa. “El único libro que escribí”, lo llamas. Para mí sin duda es una obra maestra, pero sé que ha sido poco leída…

Pues sí, me da pena lo que pasó con La historia, porque yo pensé que iba a tener un camino lento pero firme. Y no ocurrió. Salió a fines de 1999 en la Argentina y en el 2001 se fue todo al carajo. Y cuando salió de nuevo, en el 2017, en Anagrama y vi la faja el día de la presentación en una rueda de prensa, donde se decía “novela de culto”, quería matar a alguien, porque ya la estaban condenando a una lectura reducida, y de hecho no mucho después cambié de editorial.

¿No crees que esa recepción puede haber tenido que ver con el hecho de que tus novelas son muy argentinas, mientras que tus crónicas, desde Larga distancia hasta Contra el cambio o El hambre, son casi siempre globales?

Es una hipótesis que no había pensado, pero me parece razonable.

Eres tal vez el único escritor que en lengua española que se ha propuesto narrar el mundo entero.

En algún momento me quedó claro que era eso lo que quería hacer. Y fue el trabajo para el Fondo de Poblaciones de Naciones Unidas entre el 2005 y el 2010 lo que quizá me permitió acabar de darle forma a ese proyecto que había empezado como veinte años antes con los “territorios”. De aquellos viajes, de aquellos informes sobre el cambio climático o la migración nacieron Unaluna, Contra el cambio, El hambre.

El sol empieza a descender, los rayos taladran con fuerza la ventana. Él pasa del café al mate, con el termo autocebante Rolan, que le ha permitido regresar a ese viejo vicio amable. El año pasado escribió (y leemos ahora): “Vivir no es fácil. Ponerme los pantalones, por ejemplo, o cebarme un mate o acomodarme en la cama son maniobras que exigen reflexión, preparación y un cuidado extremo para realizarlas –y a veces lo consigo y otras no, pido ayuda”.

‘Antes que nada’ tiene dos ritmos, empiezas hablando año por año y hacia la mitad aceleras y pasas a hablar década por década. Le das mucha más relevancia a tus primeros veinticinco años de vida que a los cuarenta y pico posteriores. ¿Por eso mencionas tantos libros, películas, discos u obras de teatro que te marcaron, pero ninguna serie? ¿Porque has empezado a verlas en el siglo XXI, que no ocupa tanto espacio en el libro como el XX?

Puede ser, puede ser. No quise saturar el libro de referencias culturales. El otro día vino a verme mi primo Miguel, Miguel Sapochnik, que dirigió varios episodios de Game of Thrones, y hablamos de eso y le dije que si tuviera que decidirme por las que realmente me impresionaron serían The Wire y The West Wing. Pero no fueron tan importantes como Respiración artificial, de Ricardo Piglia, que cuando se publicó me hizo recuperar la Argentina; o Las ciudades invisibles, de Calvino; o The Köln concert, de Keith Jarrett, que es increíble.

Escribes: “La neurosis, la desesperación de todo lo demás. La noción de que el mundo es ancho y tan ajeno y siempre me estoy perdiendo mucho. Es muy desesperante; es, también, un motor imbatible”. Me acuerdo que la primera vez que me hablaste de eso fue en un asador de Barcelona hace más de una década: que siempre piensas que había otro plato en la carta que era mejor. ¿Te pasa también con los libros que decides escribir?

No, no, pero nunca lo había pensado… Quizá sólo no me pasa con la escritura. Quizá sea esa la particularidad de mi relación con los libros. Puede ser que escribir sea la única cosa que hago sin pensar que tendría que estar haciendo otra.

‘Vidas de JM’, novela interactiva que acaba publicar la revista ‘Anfibia’, inspirada en Javier Milei, habla un poco de todo eso. De las opciones vitales. Responde a una voluntad antigua (me la comentaste en el año 2011, en Buenos Aires, para precisamente tu libro sobre tu ciudad natal, que llevas tantos años escribiendo), pero tal vez sólo se podía escribir ahora: por la llegada de Milei al poder, sí, pero también porque, según cuentas en tus memorias, han sido unos años de pensar mucho en vidas alternativas.

Sin duda. Pero es algo que hace mucho tiempo que me importa: esas intervenciones del azar que hacen que todo pueda ser radicalmente distinto, esa idea de que las vidas son una sucesión de azares. El accidente pone en escena el azar con una fuerza extraordinaria.

Y tú has sufrido varios accidentes, en el coche familiar de niño, después podrías haber sido un desaparecido de la dictadura, y te acuchillaron en París, lo que te dejó esa cicatriz en la cara, has vivido momentos muy difíciles en varios lugares del mundo: se puede decir que has visto muchas veces la muerte de cerca. ¿Te consideras un superviviente?

No, no. Es raro, porque cuando éramos chicos nuestra relación con la muerte era muy extraña. No le creíamos mucho. Los años de la militancia fueron los más intensos: me podrían haber pegado un tiro, pero no ocurrió.

Entonces la tigresa en miniatura, después de perseguir a una mosca, entra en la casa para solazarse en el umbral con los últimos rayos del atardecer. Parece que nos va a hacer caso, al final, pero no. Y Martín me dice:

“Tenemos solo buena relación en la cama, donde le hago mimos y es muy cariñosa, Tita, pero después, en todo el día, no me da ni bola.”

Escribes: “Somos, en general, un desperdicio de memoria, una historia esperando su olvido.”: ¿Cómo te planteas la ‘posteridad’? ¿Seremos pocos o muchos los que leeremos a Caparrós dentro de diez, treinta años? ¿Te veremos en los libros de memorias de tus amigos, de tus alumnos del Taller de Libros Periodísticos que das cada año en la Fundación Gabo, de Margarita? ¿Piensas en ello? ¿Te da igual?

No, no, a veces me lo he preguntado, pero nunca he llegado a ninguna respuesta que me interese. Es una cuestión improductiva. ¿Para qué preocuparme por eso?

A juzgar por el botón de emergencias, por las sillas que te ha proporcionado la Seguridad Social o por la fisioterapeuta o los médicos que ahora te acompañan, de los países de tu vida, Francia, Argentina, Colombia, España, estás en el mejor para enfrentar esta situación en que te encuentras.

Soy un privilegiado, porque tengo los recursos para afrontar la enfermedad, hay muchas personas, muchas familias, que no los tienen. La nueva ley va ayudarles mucho. Dentro de ciertos límites, este país es en efecto el mejor: las ciudades son transitables, los medios de transporte están adaptados, hay conciencia, lo que no está a la altura es la Renfe, sobre todo en cercanías, no te informan de qué tren es accesible, a menudo los ascensores no funcionan. Es un desastre.

La última cuestión. La palabra ELA sólo aparece una vez, al final del libro. Aunque sí hablas de la posibilidad de matar a alguien por primera, única y última vez, no aparece ni una vez la palabra eutanasia.

Es una palabra fea, ¿no crees? Debería llamarse ‘cacotanasia’. Me parece una de esas palabras inventadas, que se usan para no decir lo que uno tiene que decir. Un ‘cacofemismo’, ya que vamos en esa dirección, una clara segunda palabra para no decir, bueno, que uno se mata. No me extraña que no aparezca, porque me he pasado la vida clamando contra las segundas palabras, las que quieren decir como si no dijeran, que no toman el riesgo de decir lo que están diciendo.

¿Te has informado de cómo funciona el protocolo en España?

No, no, no. Pienso que si alguna vez tengo que hacerlo, lo haré, qué sé yo. Y ya está.