Más grande que su música

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Cosas que aprendí viajando a México: que bajo ningún concepto, aunque estuvieras rodeado de modernos y rockeros, podías burlarte de Juan Gabriel. El país entero había alimentado su fibra emocional con las canciones del Divo de Juárez, interiorizando su brava historia de chico pobre hecho a si mismo. Y ninguna broma con su sexualidad.

Juanga era el punto en que discrepaban los que mantenían una visión jerárquica de la República y los que apostaban por asumir la realidad. En 1990, el conflicto estalló cuando anunciaron que Juan Gabriel actuaría en el Palacio de Bellas Artes capitalino, entre murales de Rivera, Siqueiros y Orozco. Toda una conmoción: se veía como una degradación, el triunfo de la estética Televisa.

Allí se batió con valentía Carlos Monsiváis. Agudo observador de la cultura mexicana, había estudiado a Juan Gabriel en su libro Escenas de pudor y liviandad (1981), donde señalaba el prodigio de que un cantante amanerado hubiera conquistado el cariño de un país machista hasta la caricatura. Monsiváis afirmó que, por muy indignas que fueran Televisa y demás plataformas de la industria cultural nacional, allí florecían genuinos talentos.

Juan Gabriel estuvo moderado aquella noche de 1990. Cierto que, más adelante, se soltó la melena e invadió aquel sagrado escenario con batallones de mariachis, coristas y bailarines (no, no traficaba en sutilezas).

Terminé conociéndole en Barcelona, cuando recibíamos el premio Ondas. Parecía dolorido ante el hecho de que no se le tratara como lo que seguramente era (la mayor estrella en aquel evento). Poseía una lengua venenosa, que disparaba certeramente. Al final, se apaciguó: resultó que teníamos amigos comunes, como el productor Jorge Álvarez.

Álvarez contaba y no paraba. Le había acompañado por el México profundo, actuando en palenques, entre peleas de gallos y la ocasional balacera. Pero Juan Gabriel imponía su tregua. Estaba, literalmente, por encima del bien y del mal. Según Álvarez, volvía con su jet privado a Estados Unidos y los policías gringos -muchos, con apellidos hispanos- le rendían pleitesía.

Había sido el dique de contención ante la invasión musical anglófona: renovó el repertorio de rancheras, boleros y baladas. Ahora, ocasionalmente, hasta aceptaba el rock. Una de sus últimas grabaciones fue la adaptación del Have you ever seen the rain?, de Creedence Clearwater Revival: la fatalista reflexión de Fogerty sobre los ciclos de la vida se había convertido en un insípido himno al sol. Cosas del Juanga.