Querida Billie Holiday

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Foto: rafaelnarbona.es

Escuchar tu voz es sentir que millones de años de tristeza llueven sobre la tierra. Fuiste prostituta, yonqui, alcohólica. Fuiste una mujer maltratada y enamorada. Enamorada de hombres violentos, que nunca entendieron tu niñez desdichada. Abriste tu lecho a mujeres fascinadas por tu dureza. No eras perversa, pero te complaciste en humillar y ser humillada. La heroína convirtió tu voz en un lamento. Cuando grabaste Lady in Satin eras insomnio, espuma moribunda, pálido fuego entre lentos recuerdos. Habías crecido entre callejones y clubes de alterne, robando, mendigando, engañando, soñando, peleando, muriendo, renaciendo. Sobreviviste a las violaciones, la prostitución infantil, los agravios de los chulos y el menosprecio de los blancos. El odio casi te ahoga en su estruendo, pero tu voz se refugió en bares nocturnos, after-hours y jam sessions. Tu voz no pretendía aliviar, sino herir. Nunca fuiste un juguete en la telaraña de la esperanza. Nunca esperaste ser feliz.

Cantaste en el Café Society, rodeada de voluntarios de la Brigada Abraham Lincoln. Cantaste “Strange Fruit”, evocando las vidas segadas por la brisa del Sur. Cantaste contra la amarga cosecha de los cuervos, que se pudre bajo el sol. Cantaste contra el sueño americano. Eras una magnolia blanca. Eras Lady Day. Nunca quisiste ser ama de casa. Nunca renunciaste a los placeres prohibidos. Siempre te atemorizó el público. Por eso te ocultabas bajo la luz, fantaseando con un pájaro azul sobre la rama de un almendro. Sólo tenías 44 años cuando la muerte te sentó sobre sus rodillas. 44 años y 45 kilos de pena y ternura. Tu voz fue tu último amante y, al igual que el resto, te abandonó, sin preocuparse de tu dolor.
Querida Billie Holiday, te marchaste con belleza y coraje desde un hospital de Nueva York. Yo sigo escuchándote, pero no me hago ilusiones sobre el porvenir. Lo que perdimos, jamás regresará. Sólo nos queda este instante, pero algún día todo callará. Nadie recordará tu voz ni estas palabras. No hay que lamentarlo. Es dulce perderse en la nada. Es dulce no ser. Es dulce cerrar los ojos y saber que la oscuridad te acogerá, sin obligarte a partir hacia un nuevo amanecer.

Rafael Narbona

 

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