Reseña: Narcisa, de Jonathan Shaw, es un viaje directo al infierno del crack

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Las contratapas y campañas de promoción de los libros no tienen por qué hacerles justicia.

Para leer Narcisa, una literatura pegajosa como noche caliente de verano que no te deja dormir, no es necesario rellenar una reseña con nombres y experiencias convertidas ya en lugares comunes de la mercadotecnia, ni con el malditismo del escritor: tatuajes, drogas, un viaje y una vida excepcionales, de aventurero, plagada de amistades de la farándula.

Porque Narcisa, que ahora publica por primera vez en español Sexto Piso, una editorial que ya es experta en apuestas arriesgadas, rompe cualquier lugar común.

Al igual que lo rompe Jonathan Shaw apenas empieza a hablar, enganchado a su cigarrillo electrónico y en un español casi perfecto: “Un libro bueno en la sociedad actual a la mayoría le sirve para limpiarse el culo. Y si no te presentas de determinada manera, no te dan bola. Hay que ser realista. Soy un optimista cínico. Sé en qué mundo vivo. Un infierno de mundo”.

Un mundo en el que no se sentirá cómodo, pero sobrevive como artista y autor. “Quien no tiene perro tiene que cazar con gato. Es una triste realidad. En la sociedad moderna la gente necesitasoundbites, mordidas chiquitas y digestibles de cosas que aceleren su entendimiento. Yo entiendo que la gente tenga la costumbre de etiquetar, de tomar una vaca y reducirla a un cubo de caldo. Esa es la costumbre. Se necesitan rótulos, etiquetas, es natural y yo tengo la obligación de tratar de romper ese estereotipo dentro de lo posible”.

Así lo hace en su primera novela, publicada en inglés en 2007 y ahora en español -traducida por Rubén Martín Giráldez-, a través de un viaje drogado por el crack y un tipo muy peculiar de amor, por las calles más duras y los cubículos más decadentes de Río de Janeiro. “El espíritu del crack es un espíritu muy acelerado, tomas una calada y necesitas otra al toque”, suelta, y compara: “Los capítulos de Narcisa se corresponden con ese tipo de viaje: subes, bajas y necesitas otro. Y no puedes parar. Ese es el espíritu de la novela, que no está escrita de ninguna manera bajo los efectos del crack, que hace décadas no pruebo”.

Si la libertad suele identificarse con la ausencia de lastres, Shaw muestra que eso no es más que otro convencionalismo desgastado. Que lastre y libertad -que suelen ser consideradas ideas antagónicas- pueden ser también sinónimos. Como si la libertad no lastrara, limitara o agotara. Como si libertad no fuera a derivar en aquello que se sabe que destruye, que anula la propia libertad.

En Narcisa encontramos una maravillosa declaración de intenciones sobre el respeto a la libertad propia y, alternativamente, al lastre que asumimos cuando tomamos la decisión de condicionar nuestra libertad a la de otros.

¿Acaso es otra cosa la relación de pareja? ¿Acaso es otra cosa la adicción al crack que sobrevuela, dirige e impulsa toda la obra?

Narcisa es un libro sobre la autodestrucción y la dependencia emocional. Sobre la libertad para elegirlas y disfrutar de ellas y en ellas. En lo más íntimo, en la relación de pareja, y por extensión, como modo de vida. De una vida que el protagonista de Narcisa, el Cigano (gitano en portugués) describe sin mayores tapujos como “los días más felices de su vida”.

Shaw, como cínico optimista, defiende “romper todo lo que ya esté roto para poder construir algo que valga la pena ser vivido”, equipara su trabajo como escritor con “una cirugía espiritual que le rompe los huevos y caga a trompadas pero como no le mata, le fortalece”.

“A veces uno tiene que aceptar que no podemos vivir en el idealismo, que tenemos que entregarnos al reconocimiento de que somos esclavos”, dispara Shaw como una metralleta. “Pregunto: ‘¿Quién es más libre: el esclavo que se cree libre o el que sabe que es esclavo?’. El que lo reconoce tiene, al menos, una oportunidad de ser libre a través de la conciencia de su situación en el mundo”. Vivimos muy ilusionados y esa ilusión hay que romperla por dolorosa que sea. La ilusión te da sensación de libertad, como la droga, pero todo es falso, la droga te cobra y la ilusión te cobra. Todo te da alas para volar y luego te saca del cielo”.

Si han leído a Bukowski, no necesitan leer las páginas trufadas de sexo de Narcisa porque, en ese aspecto, el discípulo se parece demasiado al maestro. Pero en la decadencia de lo urbano, en lo aplastado por el crack, hilo conductor y casi personaje de la obra -“probarlo es tomar la vía directa al infierno”, en palabras de Shaw-, muestra una capacidad descriptiva sobrecargada de adjetivos bien situados que solo puede elegir un buen conocedor de la calle.

Porque Narcisa es una novela callejera latinoamericana escrita por un estadounidense que entendió magistralmente este lado del mundo -sus colonias, barrios, asentamientos, conflictos y marginalidad- como si fuera suyo… que lo es. Esos pasajes de un Río de Janeiro que podría ser Ciudad de México o el conurbano bonaerense, relatados sin el menor atisbo de superioridad, son tan poco habituales como de un respeto, una precisión y un ritmo musicales y adictivos.

Con 20 años, Shaw, nacido en Estados Unidos, se naturalizó brasileño. Ahora tiene 64. “Esa es mi referencia cultural. He vivido toda mi vida en Brasil”, explica. “No llego a describir el tema viniendo de afuera. Describo un Brasil que incluso una buena parte de los brasileños no conoce por miedo. No soy de fuera ni de dentro. Ni fui de clase media. Viví años dentro de la favela, fui su residente, con pasaporte de la favela. La visión no puede ser diferente. Siempre fui un extraño en el nido, en todos los nidos”.

No hay literatura sin autobiografía. Pero esta autobiografía no se corresponde con ningún hecho real. Es una autobiografía emocional en la que Shaw es capaz de volcar su descenso al infierno de la exclusión urbana, de la que nunca se queja, que ha adoptado como lugar en el que estar sin mayores cuestionamientos, como terapia y venganza. Quizás, al arrojarlos a la página, hasta haya sido capaz de desprenderse de ellos para siempre, de la terapia y la venganza.

Como el papel absorbe tinta -absorbe el lastre de la historia- enNarcisa el lector absorbe dependencia. Puro envejecimiento.

Camino hacia la muerte: “Me asfixio en la acre pestilencia de averno del sulfuro y el azufre: negros vapores venenosos arrojados en nubes de flatulencia deyectada sin amortiguación alguna: una visión perfecta del Día del Juicio en el infierno, envuelto en un grasiento rocío gris tóxico”.

La dependencia sexual, pura patología, es en Narcisa poco más que la prolongación del abandono de la madre y una voluntad extrema por dejarse castigar para no volver a quedarse huérfano es el instrumento para recorrer, para amortiguar, el regreso a la infancia y a la primera juventud, torcidas, y que, Cigano, el protagonista de esta relación surreal, por más que lo intente, nunca recuperará.

Cigano, para el autor, “tiene el valor de adentrarse en sus propias heridas, de entregarse al dolor, que es parte de las sensaciones del ser humano, que es algo que más vale aceptar que negar. La filosofía del libro es una filosofía de cura a través de la exposición a experiencias desagradables. Uno no se cura de una enfermedad tratando el síntoma, sino encontrando la raíz repleta de compasión, humor negro, empatía con los arquetipos humanos del fallo, con el enfermo perdido que se busca”.

Shaw dice de sí mismo -en lo que de sí mismo tenga esta novela, poco- que “los alcohólicos no generamos relaciones, hacemos rehenes”.

Y así el lector de Narcisa se convierte en rehén.