El mundo Mundial: El play no es fair

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Foto: Sergei Ilnitsky/Epa-Efe/Rex/Shutterstock

Estoy en crisis de pelota: hay momentos en que no lo soporto. Sé que se va a pasar -porque otras veces me ha pasado y se ha pasado-, pero hoy la sobredosis amenaza. Por momentos me dan ganas de publicar una columna punk diciendo que qué me importa el fútbol, que todo esto es una tontería, que cómo puede ser que haya dedicado buena parte de los últimos quince días -y los próximos quince- a ver rodar una pelota, y que a mí por lo menos me pagan pero ustedes, ¿no tienen nada mejor que hacer?

Lo pienso, rabio, no lo escribo solo porque ya lo he leído demasiadas veces. Pero estoy aburrido. Al fin y al cabo el fútbol siempre es más o menos lo mismo, y el tedio acecha; al fin y al cabo siempre es más o menos lo mismo y son las pequeñas variaciones las que lo hacen fascinante. Y entonces, de pronto, el tedio se disuelve: hoy, por ejemplo, el famoso fair play.

Todo empezó con ese raro combo de la mañana, cuando Colombia podía clasificarse con la victoria o el empate y fue victoria porque Yerry Mina sigue riéndose del señor Valverde, entrenador del Barcelona, que nunca lo hizo jugar su media hora. Hoy metió otro cabezazo espléndido y es el cañonero -qué linda la palabra “cañonero”- de su equipo en el Mundial, con los mismos goles que Coutinho y Luis Suárez y uno más que Messi. Gracias a eso, Colombia se repuso del patinazo inicial y se clasificó: sin grandes luces, casi sin James, casi sin ideas, en un partido levemente agónico porque enfrente tenía a Senegal.

Que se desesperaba -y ahí estaba el picante- porque con ese resultado y la derrota de Japón por 1 a 0 con Polonia, estaba a punto de quedar afuera del Mundial por sus seis tarjetas amarillas contra cuatro de los japoneses. La regla es nueva: se supone que premia el famoso fair play.

El fair play es una idea que tuvieron los ingleses hace siglo y medio, cuando el deporte era cosa de estudiantes ricos que las iban de caballeros porque lo practicaban entre ellos -entre caballeros- mientras se cargaban a cuanto indio o africano o proletario fuera menester para darle diamantes o victorias a la reina ídem.

Entonces tenían que demostrar que lo que hacían no les importaba -que el deporte era lo contrario de la vida, que toda la crueldad que mostraban en el campo de batalla o en la plantación era una pena, old chap, así es la vida, pero que entre amigos podían ser realmente como eran y que ganar o perder daba lo mismo, que lo importante era participar y todo eso-.

Entonces era cierto: el que ganaba el partido de cricket en Tiruchirapali o Henley-on-Thames se llevaba, si acaso, una mejor sonrisa para el gin tonic. Ahora esa forma del fair play es imposible: el play solo puede ser fair cuando el que lo juega no se juega nada. No es el caso: los futbolistas se juegan sus vidas y, detrás, somos millones y millones de energúmenos que esperamos que lo hagan, que los hundimos en el fango viral al más mínimo fallo.

O sea que ahora fair play es no pegarse más de la cuenta, no patearse con clara intención genocida, no mostrar con exceso de vehemencia que el juez es un idiota, cositas como esas, pura buena conducta de niños en la sala de cinco. Y es algo que, por supuesto, no se puede medir, pero la época, que no soporta lo que no se mide, ha encontrado la forma de medirlo: en tarjetas. Aún sabiendo que una tarjeta amarilla es un azar del momento o una interpretación muy personal de un juez, y que hay árbitros que ponen muchas más que otros y que si te toca uno de esos te podés quedar afuera por su culpa.

Y, sin embargo, la FIFA ha decidido que con eso va a decidir un campeonato. Sus primeras víctimas fueron los pobres senegaleses, en beneficio de la armada nipona. Sin ponerse excesivamente quisquilloso, me pregunto incluso si no hay cierta discriminación cultural: es tan obvio que la cultura del oeste de África es tanto más expansiva, más vehemente que la del sol naciente. Y que, en este caso, lo que se premia es ese autocontrol que los nipones manejan como nadie.

Fue un chiste: los japoneses se colocaron en la siguiente ronda por esto del fair play, y los ingleses se colocaron en la llave que preferían por su falta absoluta de él: no quisieron ganar porque ganar los ponía en la llave difícil, no atacaban, no hacían ningún esfuerzo, miles de espectadores los chiflaban. Cuando los belgas les hicieron un gol sabían que si empataban quedarían primeros por tarjetas -por el dizque fair play– y se quedaron mosca.

No hicieron nada: fue un gran momento para los inventores del fair play, esa manera de la hipocresía, ese modo de ser amable cuando no hay nada en juego, que ahora se transformó, también, en otra forma de lucrar. Había un valor que consistía en que no te importara ganar y ahora hicieron que el que supuestamente lo respeta, gana. Ganar, siempre ganar: ahí sí que hay una idea del mundo que gana por goleada.