Historia no oficial de Luis Díaz

El País
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Luis Díaz, futbol, Colombia
Foto: Getty Images

La gente delira por personas a las que en realidad no conoce. La biografía pública de Luis Díaz, el futbolista del Liverpool que se enfrentará al Real Madrid en la final de la Liga de Campeones, es un malentendido redondo: no vivía en la miseria ni sufrió malnutrición como se cuenta. No creció en una reserva indígena ni criaba borregos en el monte, como insiste la prensa. Es cierto que representó a una selección nativa en un campeonato mundial, pero fue más por interés mutuo que por sentido de pertenencia. Su bisabuela era wayuu, y sin embargo Luis Díaz no habla el idioma ni le corren por la sangre gestos y hábitos de esta etnia de la Guajira, una región junto al mar Caribe de la que salen personajes tan exagerados como otro Díaz, Diómedes, el cantante de vallenatos. En una sociedad en la que la figura paterna suele estar ausente, él tuvo encima a un padre entregado y estudió en un buen colegio. Se puede querer mucho a una persona, como le ocurre estos días a Colombia con Luis Díaz, y caricaturizarla hasta cierta santidad de ídolo.

Un candidato presidencial y profesor universitario, Sergio Fajardo, dijo en mitad de la campaña electoral que se le aguaban los ojos cuando lo veía jugar en la Premier League: “Yo lo veo chiquitico, que se enfrenta a esos grandotes…”. La realidad es que es un atleta de 180 centímetros, rápido y resistente, capaz de hacer esfuerzos continuos de 50 metros, una condición indispensable en el fútbol moderno. El equívoco sobre su condición física es habitual. Desde que un entrenador de Colombia sub 20, Carlos Alberto Restrepo, dijera que había sufrido desnutrición y que a los 18 no podía jugar dos partidos seguidos porque perdía músculo, su flaqueza se ha asimilado con el hambre.

“No es cierto. No hay ni un dato médico que corrobore eso”, explica Didier Paz, kinesiólogo que lo trató en la época de la selección indígena. Es verdad que a esa edad era endeble y que sufría en el choque con los contrarios. Su biotipo era el de alguien delgado que todavía no había terminado de desarrollarse. Lo acababa de fichar el Barranquilla FC, un equipo de segunda división, filial del Junior. En el siguiente año creció más de 10 centímetros, algo no muy normal a esa edad. Empezó entonces un tratamiento médico de aminoácidos multivitamínicos para hacer crecer su masa muscular. Por primera vez en su vida hizo trabajo de gimnasio. “Se fortaleció sin perder la velocidad. Eso le convirtió en la bestia que es hoy. Es raro que pierda un duelo cuerpo a cuerpo”, añade Paz. La suya es ahora una forma superior de locomoción.

Su padre, Mane Díaz, lo llevó a unas pruebas en el Barranquilla, el equipo de una ciudad costera famosa por su carnaval. Se presentó en enero de 2016, junto a otros 3.000 adolescentes. Luis Díaz tenía entonces 17, una edad tardía para entrar en la estructura de un club profesional. Lo seleccionaron, y en los siguientes dos años mostró una mejora evidente que lo llevó a jugar en primera división, en el Junior. El empeño de Mane fue clave para que algo así ocurriera.

Era un hombre humilde que se ganaba la vida con empleos de baja cualificación, una realidad común en la Colombia rural. Comerciaba con animales o vendía comida por la calles de Barrancas, su pueblo. En una ocasión fue cocinero de un restaurante. Su verdadera pasión, sin embargo, era la educación física. En un campo de fútbol frente a la casa de sus padres entrenaba a un puñado de chicos por las tardes. Hacía de árbitro en los partidillos. Era un maestro empírico, y su hijo era uno de sus alumnos.

—Aquí empezó todo—, dice señalando el campo pedroso y de porterías viejas. Él es un hombre canoso, con unas gafas ahumadas de montura fina y una camisa floreada por fuera del pantalón vaquero. Es más bajito que su hijo, que heredó la talla de su madre, Silenis Marulanda.

En esa época, Luis Díaz estudiaba en el colegio Remedios Solano, una institución religiosa. Formaba un grupo de cuatro amigos inseparables con Jesús, Luis y Amín. Hoy en día dos de ellos son ingenieros civiles y el otro es abogado. “Ya nos decía entonces que iba a ser futbolista, como si hubiera agarrado una máquina del tiempo y regresara para contarnos”, recuerda Amín, el más extrovertido del grupo. Era lo opuesto a Luisfer, como le decían entonces por su nombre completo, Luis Fernando.

En una ocasión asistieron a una clase de Ciencias en la que se explicó el uso de los hidrocarburos. Al acabar, Amín roció la puerta del salón con gasolina sobrante. Alguien encendió una cerilla. A Luis Díaz, que pasaba por ahí, se le prendió fuego el pantalón de deporte. La tela se le pegó a la piel y le chamuscó la pierna. Lloró horrores. La dirección estuvo buscando al culpable para expulsarle. “Le preguntaron si había sido yo y no dijo ni una palabra. Nunca me delató”, dice Amín.

El edifico del colegio ha quedado abandonado. Las antiguas clases están sepultadas por una nube de polvo y trastos viejos. Una probeta, el esqueleto de una clase de ciencias naturales, pizarras en las que se adivinan todavía formulas matemáticas. La profesora de inglés, María Pía, dice que en una ocasión Luis Díaz le preguntó para qué diantres le servía a él otro idioma. Ahora juega en un equipo inglés: “Cuando los niños no quieren aprender les cuento esta anécdota”. Ledis González, maestra de Ciencias, lo recuerda callado, tímido, pero muy movido. Lo veía haciendo una bola de papel, dándole toques con los dos piernas y estrellándola contra el ventilador. Ella le llamaba el niño de los pies ligeros, como Aquiles.

Rosidis Oñate, profesora de Filosofía, se escribía con él por Facebook cuando jugaba en Junior y más tarde en el Porto, en Portugal. “Le dije que por favor no se fuera a tatuar todo el cuerpo como el resto de futbolistas, eso está feísimo”. Pronto descubrió que no iba para filósofo, pero que escondía otro tipo de inteligencia intuitiva. Oñate cree que la historia de Luis Díaz es extraordinaria en el sentido de que esta es la tierra de Diomedes, que tuvo 21 hijos y probablemente cometió un crimen en el pico de su fama; el lugar de la eterna parranda, la fiesta, la exuberancia sexual y el contrabando de marihuana. Y, en medio de todo eso, como una isla, Luis Díaz, recto y concienzudo. “Aquí los papás inician a sus hijos en el alcohol a los 13, es cultural. Él fue diferente. De pronto el universo o la naturaleza lo protegió”.

En los años ochenta, Barrancas era parte de la ruta de la bonanza marimbera, el boom de la exportación de cannabis a Miami y Nueva York. La Guajira se llenó de dólares. Nació una economía paralela y subterránea que funciona hasta el día de hoy. Todo se celebraba con ron y vallenatos. “Los hombres se hacían matar por cualquier cosa”, dice la profesora Oñate. Los entierros eran un acontecimiento social, sobre todo si eran taquilleros, es decir, muy concurridos. La gente se vestía con sus mejores galas. Más tarde proliferó el tráfico de gasolina. Los jóvenes desmontaban la parte interior de los coches para llenarlos de galones. Era común verlos después estrellados en los árboles de la carretera principal, envueltos en llamas.

Mane Díaz, como muchos de sus paisanos, tomó el camino recto. Fundó un club en el barrio, el Clubballer. Su hijo Luis resultó ser el más talentoso de todos los muchachos que entrenaba. Lo más relevante que le ocurrió a padre e hijo en los siguientes años fue la convocatoria de Luis Díaz con la selección nativa. La Onic, la organización nacional indígena de Colombia, quería presentar a un equipo en el campeonato sudamericano que se iba a jugar en Chile en 2015. Organizó un torneo en Bogotá en la que ojeó a 1.200 chicos de todo el país, previamente seleccionados en sus regiones. Luis Díaz jugaba en el equipo de la Guajira. Lo habían registrado como wayuu por su bisabuela. Carlos El Pibe Valderrama escogió a los jugadores, pero después no pudo viajar con ellos al torneo.

Y es aquí donde surge otro equívoco habitual: Valderrama no es el mentor de Luis Díaz. El Pibe nunca ha dicho que lo sea, son los demás los que han construido esta narrativa alrededor, la del viejo ídolo que descubre a su sucesor. En efecto, Valderrama lo valoró y lo tuvo en cuenta, pero no le buscó equipo ni se interesó por su futuro. Los clichés interesan más que la verdad, tan aburrida.

Cuando se despidieron, Luis Díaz siguió en Barrancas, perdido en un lugar sin futuro, a punto de quedarse estancado. En ese entonces, dice Didier Paz, el kinesiólogo, en esa selección había cuatro o cinco jugadores que destacaban más que él. Por ejemplo, Víctor Contreras, un chico que juega ahora en segunda división en El Salvador. O un tal William Cervantes, que sigue jugando a nivel local. “Me da pesar que por falta de apoyo no hayan podido surgir más talentos de aquella selección”, lamenta Paz, que da a entender que la eclosión de Luis Díaz es una rareza, una orquídea que crece en una roca. Detrás no hay un trabajo sistematizado de detección de talento.

El equipo indígena tuvo problemas para financiar su viaje a Chile. La Federación Colombiana de Fútbol les prohibió que usaran la camiseta oficial de la selección. Paz explica que tuvieron que comprar los uniformes en una tienda de mercancía barata que se llama San Victorino, sin el escudo del equipo oficial. Colombia llegó a la final, que perdió frente a Paraguay. Luis Díaz hizo tres goles en cinco partidos. Podría haber sido su catapulta, no lo fue. Regresó a Barrancas y en los meses siguientes fue cuando fue a probar a Barranquilla y por fin lo seleccionaron. “El único mentor de Luis es su papá”, remata Paz.

Mané Díaz se ha quedado en Barranquilla, donde juega otro de sus hijos, Jesús, que también ha sido seleccionado por la selección colombiana sub20. Pero no se adapta a la ciudad. Le gusta más Barrancas, donde baja la ventanilla del coche y saluda por la calle a un vecino:

—¡Adiós, maestro!

Todo el mundo sabe quién es y él conoce a todos. Canta vallenatos en un grupo musical. El problema es que ahí operan unas mafias locales muy peligrosas. Tiene una finca de café en las montañas que la policía le ha recomendado que no visite. Podrían secuestrarlo en alguna vereda. Cada día cambia sus rutinas para no convertirse en un blanco fácil y da más de una vuelta con el coche por si alguien lo sigue.

Hace 23 años recibió una casa de obra social. La vida de su familia se desarrollaba en la de sus padres (almorzar, echar la siesta, matar la tarde), los abuelos de Luis Díaz, pero toda la familia regresaba a dormir ahí. Su aspecto, de hecho, es el de una habitación alargada que termina en un patio donde hay ropa tendida. Hay medallas y copas de latón por todos lados. Cae una capa de polvo sobre los trofeos. Fotos tiernas de Luis Díaz de niño, fotos de Mane en chándal y con un silbato colgado del cuello. Diplomas, menciones honoríficas, cuadros. De broma, sus hijos escribieron con pintura blanca en la fachada: “Apoya a Mane al concejo”, como si se presentara a un cargo público.

Lo parece. El teléfono no le para de sonar. Tiene que agendar la visita de un ministro, las charlas con los asesores de los candidatos presidenciales que quieren atraerlo a sus campañas. Su último dolor de cabeza es un nuevo campo de fútbol 11 que han levantado en el pueblo. Los constructores se equivocaron y le pusieron 10 metros menos de largo, por lo que no puede acoger competiciones oficiales. Ahora el Ayuntamiento tiene que comprar terrenos aledaños para estirarlo. El estadio se iba a llamar Olinto Fonseca, él fue el primer futbolista profesional de Barrancas, que cuenta con la ventaja de estar muerto. La ley prohíbe ponerle nombre de gente viva a las obras municipales. Pero a los vecinos de Barrancas les da igual, han iniciado una campaña para ponerle el nombre de Luis Díaz. Tienen prisa por ver tallado su nombre en piedra.