El milagro económico panameño encalla en la desigualdad

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Foto: Reuters

La subsistencia de Rebeca, madre soltera de 42 años, y de sus cuatro hijas depende de la comida preparada que despacha los fines de semana “en los bailes” y que últimamente completa con la venta de los mangos del árbol que da sombra en la parte trasera de su casa, de hormigón y a medio terminar. Saca, a duras penas, 300 dólares mensuales, que completa con la pensión alimenticia que pagan los padres de los niños. Quiere ampliar su vivienda, de su propiedad aunque construida sobre un terreno que no le pertenece, fruto de un asentamiento -“invasión”, en la jerga local- de hace un par de décadas en el corregimiento de Pacora (provincia de Panamá). Pero no le alcanza. Mientras, se conforma con una única habitación en la que viven los cinco, un baño y una cocina. “Sin trabajo, ¿qué puede hacer uno?”, se queja bajo el sol abrasador de abril. Y si se encuentra -no es su caso-, hay una alta probabilidad de que sea en el sector informal, donde están empleados cuatro de cada 10 panameños, la tercera tasa más alta de América Latina y el Caribe.

No hace falta alejarse de los rascacielos que han convertido a la Ciudad de Panamá, a la vista de muchos, en una suerte de Miami a la centroamericana, para darse de bruces con la otra Panamá: uno de los cinco países más desiguales del mundo, según los datos del Laboratorio de Crecimiento de la Universidad de Harvard, y el segundo más desigual de la región por ingresos. El milagro económico –Panamá se ha convertido, sin estridencias, en una de las economías más dinámicas del mundo- se difumina en el pueblo de Rebeca, Paso Blanco, 40 kilómetros al este de la capital por la carretera Panamericana, la arteria que recorre el continente de norte a sur.

El día a día de Alfredo Ábrego, de 37 años, padre de tres niños y vecino también de Paso Blanco -no encuentra trabajo desde hace meses: “En esta área no hay empleo, si sale algo son camarones [esporádicos], nada estable”, dice a la puerta de su casa- tampoco tiene nada que ver con la sensación que transmiten las inmaculadas constantes vitales de la economía panameña, una sucesión de buenas cifras que la convierten en una suerte de isla económica dentro de una América Latina aquejada de un bajo crecimiento crónico. “La economía dicen que crece, sí”, admite Alfredo. “Pero aquí solo sobrevivimos con menos de 200 dólares por quincena: estamos cerca de Panamá, pero el transporte es difícil”. Su esperanza es que la apertura de una nueva línea de metro, que pronto quedará a 15 minutos de autobús de su casa y que lo conectará con el centro de la capital. “Ojalá traiga oportunidades; eso esperamos”, dice con mirada firme.

Aunque conocidos, lejos quedan para él esos grandes números. El aumento del PIB panameño ha rondado el 7% anual en la última década, un guarismo más propio de un dragón asiático que de un país centroamericano; la renta per cápita casi se ha duplicado en ese periodo, hasta superar a Chile y convertirse en la mayor de Latinoamérica y la tasa de paro está en el entorno del 6%, cerca del pleno empleo. La ampliación del Canal, por el que las dos terceras partes de los barcos de carga que transitan lo hacen con origen o destino en Estados Unidos, y el potente desarrollo de su sector financiero, gracias a las jugosas ventajas fiscales, se han convertido en los mayores motores de la economía. A ellos se ha sumado, más recientemente, la construcción: del boom inmobiliario, alimentado por capitales extranjeros y solo atemperado en los últimos meses, son testigo privilegiado los carteles de “se vende” en Costa del Este o Punta Pacífica, los nuevos barrios acomodados de la capital panameña. Y el resultado de ese cóctel de factores es, en fin, un milagro apenas conocido fuera del país centroamericano.

Pero los grandes números esconden, casi siempre, una segunda lectura. Panamá es un país marcado por la dualidad: los de adelante, parafraseando el título del último libro del politólogo mexicano Carlos Elizondo, corren mucho y los de atrás siguen muy rezagados. El dinamismo ha sido extraordinario, sí, pero su distribución y la inclusión de los más desfavorecidos sigue siendo la gran asignatura pendiente: los logros sociales no han ido de la mano. “Panamá ha gozado de un considerable progreso socioeconómico en las últimas décadas”, reconocía recientemente la OCDE -el think tank de los países ricos-. “Sin embargo, no todos los sectores, regiones y habitantes se han beneficiado al mismo nivel”.

La bonanza panameña se ha concentrado en una fracción de su población -los ingresos del 10% de la población más acaudalado son hasta 35 veces superiores que los del 10% menos agraciado-y en una pequeña franja territorial alrededor del Canal, por mucho la más desarrollada y conectada a las dinámicas de la globalización. Fuera quedan siete de sus 10 provincias y las tres comarcas indígenas con categoría de provincia. En estas últimas es donde la realidad muestra su peor cara: la pobreza afecta al 82% de la población y la pobreza extrema alcanza a seis de cada 10 personas. Pero, como dejan claro los casos de Rebeca y de Alfredo, sin llegar a las comunidades indígenas y sin siquiera salir de la provincia de Panamá, se puede ver nítidamente la realidad a la que los guarismos no llegan.

“La mayor desigualdad de este país al resto de América Latina”, acota Carlos Garcimartín, economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en el país centroamericano, “no es solo consecuencia de la elevada pobreza en las comarcas indígenas”. Incluso descontando las innegables dificultades que atraviesan estas comunidades, donde la presencia del Estado, a pesar de haber aumentado en los últimos años, sigue siendo tan escasa como las conexiones decentes por carretera, la diferencia entre la capital y prácticamente el resto del país es abismal. “Es una cuestión de desequilibrios territoriales, que van en aumento”, agrega Garcimartín.

 

 

 

“Para los grupos conectados, que viven, sobre todo, en la ciudad y que tienen acceso a la educación y al financiamiento, las cosas han ido muy bien”, tercia el también economista Marco Martínez. “Para el resto, no tanto”. Mientras la renta media de los residentes en la capital se codea, según sus datos, con la portuguesa, “en las provincias más pobres está al nivel de países subdesarrollados”. Y eso, a la larga, como recuerda Joseph Stiglitz en El precio de la desigualdad, también puede frenar en crecimiento: de no cuidar la variable de la inequidad -“y hasta ahora no lo ha hecho”, subraya Alexis Rodríguez Mojica, profesor de Sociología-, el milagro panameño corre el riesgo de caer en su propia trampa.

Parte del problema reside en la escasa recaudación tributaria -la segunda más baja de Latinoamérica- que, aunque complementada por una inyección de alrededor de 1.700 millones de dólares anuales que aporta el Canal, sigue siendo insuficiente para cubrir las necesidades de los menos agraciados y para cerrar la brecha con aquellos segmentos a los que mejor le han ido las cosas. Ajeno al enquistamiento de la desigualdad, el sector público ha priorizado el gasto en capital y en infraestructura, y el gasto social se ha mantenido constante en el entorno del 9%. Son casi tres puntos menos que el promedio de América Latina, una región que no se distingue precisamente por la generosidad de sus coberturas públicas. “Este país”, critica Juan Jované, ex director de la Caja de Seguro Social y candidato presidencial independiente en las elecciones de 2004, “abandonó su política social en favor de una política de compensación. Cuando éramos un país más pobre, se trataba de impulsar los servicios públicos básicos; ahora prevalecen el clientelismo y las ayudas para que la población esté tranquila”. Solo en los últimos tiempos, desliza Rodríguez Mojica, las políticas públicas no se han pensado en términos de reducción de pobreza o de la desigualdad. “El problema es que para romper el ciclo intergeneracional de la pobreza hacen falta 30 años o más”.

El panameño de a pie, sin embargo -y quizá, por ausencia de este-, es poco de pedir al Estado. Empleo al margen, la queja más repetida en la calle es el aumento de los precios de los productos básicos, que ha asestado una dentellada a su poder adquisitivo. Mientras las grandes cifras apuntan a una inflación bajo control, la percepción de los estratos con menos recursos es otra completamente distinta. “La vida está muy alta y los sueldos muy bajos”, dice, martillo en mano, Alma Moreno, de 49 años, mientras arregla la puerta de madera despintada de su casa, en el límite del barrio de San Felipe, a un paso del renovadísimo Casco Viejo de la capital panameña. Trabaja “barriendo calles”, dice, e ingresa poco más de 300 dólares quincenales, una cifra con la que en casi toda Latinoamérica se puede hacer lo más parecido a una vida digna, pero que aquí, en un país plenamente dolarizado, da para poco. “Hace unos años la compra para toda la familia nos salía en 200 o 250 dólares por quincena. Ahora en casi el doble: la libra de arroz, el litro de aceite… Todo está caro”.

Ni la impresión de Alma ni el dato oficial de inflación están equivocados, como recuerda Garcimartín: vive en la ciudad más cara de la región, según un reciente estudio del banco suizo UBS que sitúa a la capital panameña entre las 21 del mundo en la que más onerosa es la vida, por delante de urbes europeas como Viena, Múnich, Montreal o Madrid. Y los 10 últimos años, según los cálculos del BID, los productos de la cesta de la compra del decil más pobre se han encarecido notablemente más que los de la canasta del decil más rico, ensanchando aún más la brecha. En ese periodo, los alimentos y el transporte -a los que dedican la mayor parte de sus ingresos los hogares de menos recursos- se han encarecido a un ritmo cuatro veces superior al del ocio -que consumen, en mucha mayor medida, los más ricos-.

El contraste la señora Moreno con su entorno es evidente: su calle desemboca en la plaza de Herrera, una de las más bonitas y cuidadas de la capital. En menos de dos décadas, el corazón de la ciudad, de estilo colonial, ha dado un salto equiparable al que ha dado la economía del país centroamericano: un lavado de cara de varios millones de dólares ha recuperado uno de los mayores atractivos turísticos del país centroamericano. Es la cara visible de la gentrificación. Pero a escasos metros de los edificios e iglesias renovadas, emergen casas de chapa y madera en colores pastel en las que el salitre y el paso de los años han hecho mella. Es mediodía, pero en el pequeño salón de su casa tintinea una lámpara que suple la escasez de luz natural. En penumbras, el sonido de la televisión con la que se entretienen sus nietos llama la atención de una pareja que pasea tranquila en dirección a los restaurantes de moda de la capital. Las dos Panamás, por un segundo, se miran cara a cara. Las dos, también, votan este domingo en unas elecciones presidenciales en las que la desigualdad ha entrado, por primera vez, en la agenda de los candidatos.