La economía mundial está amenazada por una fuerza escondida a plena vista

Por Peter S. Goodman | The New York Times
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Cadena de suministros globales

La semana pasada se habló del alcance del efecto de acumulación generado por las crisis que arremeten contra la economía global, lo que ha avivado el temor a la recesión, la pérdida de empleos, el hambre y una caída de los mercados bursátiles.

En la raíz de estas preocupaciones se encuentra una fuerza tan evidente que ya casi ni se menciona: la pandemia. Esa fuerza no ha declinado y enfrenta a los responsables políticos a una gran incertidumbre. Sus instrumentos normativos se adaptan mejor a las recesiones más comunes y corrientes que a la extraña combinación de un crecimiento económico menguante y precios al alza.

Las principales economías, entre ellas las de Estados Unidos y Francia, dieron a conocer sus cifras de inflación más recientes y revelaron que los precios de una enorme gama de productos se incrementaron con mayor rapidez en junio que en cualquier otra época a lo largo de cuatro décadas.

Esas cifras tan preocupantes aumentaron las probabilidades de que los bancos centrales eleven todavía más las tasas de interés como una manera de retardar el incremento de los precios, una medida que costará empleos, impactará los mercados financieros y amenazará a los países pobres con crisis de deuda.

El viernes, China informó que su economía, la segunda más grande del mundo, solo creció un 0,4 por ciento de abril a junio, en comparación con el mismo periodo del año pasado. Ese desempeño —tan raquítico según el patrón de las últimas décadas— puso en riesgo las expectativas de muchos países que tienen un gran intercambio comercial con China, como Estados Unidos. También reafirmó la idea de que la economía global ha perdido su motor fundamental.

El fantasma de un crecimiento económico más lento junto con los precios al alza de las mercancías ha revivido, incluso, una palabra muy temida que formó parte del lenguaje cotidiano en la década de 1970, que fue la última vez en que el mundo experimentó problemas similares: la estanflación.

La mayor parte de los retos que se plantean para la economía global se iniciaron como consecuencia de la reacción al contagio de la COVID-19 y el impacto económico resultante, incluso cuando han sido superados por la turbulencia más reciente: el catastrófico ataque de Rusia a Ucrania, que ha reducido el suministro de alimentos, fertilizantes y energéticos.

“La pandemia en sí no solo afectó la producción y el transporte de mercancías, que fue el principio original de la inflación, sino también cómo y dónde trabajamos, cómo y dónde estudian nuestros hijos y los patrones globales de migración”, señaló Julia Coronado, una economista de la Universidad de Texas en Austin, al hablar la semana pasada durante un debate convocado por la Institución Brookings en Washington. “La pandemia ha trastornado casi todo en nuestra vida y, luego, le añadimos una guerra en Ucrania”.

Fue la pandemia la que provocó que los gobiernos impusieran confinamientos para reducir la propagación del virus, cosa que perjudicó a las fábricas desde China hasta México, pasando por Alemania. Cuando la gente se quedó en su casa hizo pedidos de enormes volúmenes de artículos —aparatos para hacer ejercicio, enseres de cocina, equipos electrónicos— que rebasaron la capacidad de fabricarlos y enviarlos, lo que desencadenó la gran interrupción de la cadena de suministro.

El desabasto de productos hizo que aumentaran los precios. Las empresas en industrias muy concentradas que van desde la producción de carne hasta los envíos aprovecharon su predominio en el mercado para acumular ganancias sin precedentes.

La pandemia hizo que los gobiernos, desde Estados Unidos hasta Europa, liberaran billones de dólares para gastos de emergencia con el fin de disminuir el desempleo y las bancarrotas. Muchos economistas ahora sostienen que hicieron demasiado y que estimularon tanto el poder adquisitivo, que provocaron la inflación, al mismo tiempo que la Reserva Federal esperó demasiado para subir las tasas de interés.

Ahora, con el propósito de recuperarse, los bancos centrales, como la Reserva Federal de Estados Unidos, han avanzado con firmeza y aumentado las tasas a una gran velocidad para tratar de eliminar la inflación, aunque esto también alimenta la preocupación de que se desencadene una recesión.

Debido a la mezcolanza de indicadores contradictorios que vemos en la economía estadounidense, es difícil predecir la gravedad de cualquier desaceleración. La tasa de desempleo —3,6 por ciento en junio— está en su nivel más bajo en casi medio siglo.

Pero la inquietud relacionada con los precios al alza y una reciente desaceleración del gasto por parte de los consumidores estadounidenses han aumentado el temor a una recesión. La semana pasada, el Fondo Monetario Internacional señaló que el menor gasto de los consumidores disminuye las expectativas de crecimiento económico en Estados Unidos este año: del 2,9 al 2,3 por ciento. El FMI advirtió que será “cada vez más difícil” evitar la recesión.

La pandemia también es la principal explicación de la inquietante desaceleración económica de China, una condición que tal vez profundice el desabasto de productos industriales al mismo tiempo que disminuye el interés por las exportaciones en todo el mundo, desde las autopartes hechas en Tailandia hasta las semillas de soya cosechadas en Brasil.

La política ‘cero covid’ de China ha estado acompañada de confinamientos orwellianos que han restringido los negocios y la vida en general. El gobierno manifiesta su determinación de mantener los confinamientos que ahora afectan a 247 millones de personas en 31 ciudades, cuya actividad económica anual es, en su conjunto, de 4,3 billones de dólares, según un cálculo reciente de Nomura, la casa de bolsa japonesa.

Pero la firme postura de Pekín —su voluntad de continuar sobrellevando el daño económico y el enojo de la población— constituye una de las variables más trascendentales en un mundo lleno de incertidumbres.

La ofensiva de Rusia en Ucrania ha agravado la inestabilidad. Las sanciones internacionales han reducido las ventas de las enormes reservas de petróleo y gas natural de Rusia en un intento de presionar al dirigente autócrata de ese país, Vladimir Putin, para que desista. Eso ha generado un impacto al suministro global que ha hecho que suban los precios de los energéticos.

El precio del barril de petróleo Brent aumentó casi una tercera parte en los primeros tres meses después de la invasión, aunque en las últimas semanas se ha dejado de pensar que un menor crecimiento económico se reflejará en una demanda menor.

Alemania, la economía más grande de Europa, depende de Rusia para obtener casi una tercera parte de su gas natural. Cuando el mes pasado un importante oleoducto que transporta gas de Rusia a Alemania cortó de manera drástica el suministro, aumentó el temor de que Berlín racionara el consumo de energía pronto. Eso tendría un efecto aterrador en la industria alemana justo cuando se está enfrentando a los problemas en la cadena de suministro y a la pérdida de exportaciones a China.

Según los economistas, si Alemania pierde todo el acceso al gas de Rusia —que es una posibilidad inminente—, es casi seguro que caiga en una recesión. La misma suerte amenaza a todo el continente.

“Europa enfrenta un riesgo real de recesión”, declaró la semana pasada en un informe Oxford Economics, una empresa de investigación del Reino Unido.

Para el Banco Central Europeo (cuya próxima reunión, la cual plantea una gran inquietud para los mercados, es el jueves), la posibilidad de una recesión complica aún más una serie de decisiones ya de por sí muy drásticas.

Normalmente, un banco central que atiende a una economía que se desliza hacia la recesión baja las tasas de interés para aumentar la disponibilidad del crédito, lo que estimula los préstamos, el gasto y la contratación. Pero Europa se enfrenta no solo al debilitamiento del crecimiento, sino también al aumento de los precios, lo que habitualmente exige una subida de los intereses para frenar el gasto.

La subida de las tasas apoyaría al euro, que ha perdido más de un 10 por ciento de su valor frente al dólar este año. Esto ha aumentado el precio de las importaciones europeas, otro factor de inflación.

A la complejidad se añade que el conjunto de herramientas habituales de los bancos centrales no está diseñado para esta situación. En tiempos más sencillos, ya es bastante difícil encontrar el equilibrio entre la protección del empleo y la reducción de la inflación. En este caso, la subida de precios es un fenómeno global, amplificado por una guerra hasta ahora impermeable a las sanciones y la diplomacia, combinada con la gran crisis de la cadena de suministro.

Ni la Reserva Federal ni el Banco Central Europeo cuentan con un instrumento que haga reaccionar a Putin. Tampoco tienen ninguna manera de eliminar el retraso en los envíos de los contenedores que están bloqueando los puertos, desde Estados Unidos pasando por Europa hasta China.

“Nadie de quienes están al tanto de la actual situación económica, incluyendo los bancos centrales, tiene una respuesta clara sobre cómo lidiar con la situación”, señaló Kjersti Haugland, economista principal en DNB Markets, un banco de inversión de Noruega. “Hay muchas cosas que están sucediendo al mismo tiempo”.

El peor peligro es presionar a los países pobres y de ingresos medios, sobre todo los que enfrentan deudas muy grandes, como Pakistán, Ghana y El Salvador.

A medida que los bancos centrales han endurecido los créditos en los países ricos, han impulsado a los inversionistas a abandonar los países en desarrollo, donde los riesgos son mayores, y refugiarse en activos muy sólidos, como los bonos gubernamentales de Estados Unidos y Alemania que ahora dan tasas de interés un poco más elevadas.

Este éxodo de dinero ha aumentado el costo de los préstamos para países que van desde el África subsahariana hasta Asia del Sur. Sus gobiernos se ven presionados a recortar el gasto mientras mandan pagos de la deuda a los acreedores de Nueva York, Londres y Pekín… incluso al mismo tiempo que aumenta la pobreza.

La salida de fondos ha hecho caer el valor de las monedas desde Sudáfrica hasta Indonesia y Tailandia, lo que hace que los hogares y las empresas deban pagar más por importaciones clave como los alimentos y el combustible.

La guerra en Ucrania ha intensificado todos estos peligros.

Rusia y Ucrania son importantes exportadores de cereales y fertilizantes. Desde Egipto hasta Laos, los países que tradicionalmente dependen de sus suministros de trigo han sufrido el aumento de los costos de productos básicos como el pan.

Este mes, el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas declaró que, desde que comenzó la pandemia, en todo el mundo se han más que duplicado las filas de quienes están bajo “una grave inseguridad alimentaria”, de 135 a 276 millones de personas.

Entre las variables más importantes que determinarán lo que sigue es la que inició todo el problema: la pandemia.

El regreso del clima más frío en los países del norte podría traer otra ola de contagio, sobre todo teniendo en cuenta la distribución desigual de las vacunas para la covid, que ha dejado vulnerable a gran parte de la humanidad, con el riesgo de que surjan nuevas variantes.

Mientras la COVID-19 siga siendo una amenaza, disuadirá a algunas personas de trabajar en oficinas y cenar en restaurantes cercanos. Disuadirá a algunos de subir a los aviones, dormir en las habitaciones de los hoteles o sentarse en los teatros.

Desde que el mundo fue asediado por esta catástrofe de salud pública hace más de dos años, ha sido un lugar común que la máxima amenaza para la economía sea la pandemia en sí. Aun cuando los legisladores ahora se concentran en la inflación, la desnutrición, la recesión y una guerra a la que no se le ve fin, esa observación continúa vigente.

“Seguimos teniendo problemas con la pandemia”, comentó Haugland, la economista de DNB Markets. “No podemos darnos el lujo de ignorar que es un factor de riesgo”.

 

Peter S. Goodman es corresponsal de economía mundial, con sede en Nueva York. Antes fue corresponsal de economía mundial con sede en Londres y corresponsal económico nacional en Nueva York durante la Gran Recesión. También trabajó en The Washington Post como jefe de la oficina de Shanghái. @petersgoodman