
Una pareja de abogados forjó el instrumento de sus sueños empezando desde abajo. Están decididos a construir su propio helipuerto en el edificio Libertad, el cholet de sus sueños de Ciudad Satélite (El Alto) que en la entrada ostenta una réplica de la estatua de la Libertad de Nueva York.
Alrededor de las 19:00 de cada día, se encienden las luces del edificio. Es como un faro que guía a los habitantes alteños, en sus rutinas de viento impecable, sol de mediodía abrasador y frío penetrante hasta los huesos. Y es en ese ambiente adverso donde una joven pareja se ha sumado a esos miles de emprendedores que han hecho de El Alto una de las localidades más pujantes y emprendedoras, que hoy ya puede concederse pompa de ostentosa y floreciente, al propiciar esta nueva clase de qamiris (millonarios, en idioma aymara), con historias llenas de proeza.
La edificación lleva el nombre de Libertad, y encaja en los parámetros de los denominados “cholets” (construcciones lujosas ornadas con motivos andinos) que han empezado a darle identidad a esa urbe situada a 4.150 metros. Se trata de un edificio de once pisos, con puertas de entrada que no llevan timbres y poco recuerdan a las rectangulares hechas de madera. Son más bien portones de metal, que transmiten seguridad entre estos protagonistas que han labrado su camino desde la adversidad. Jorge Llanque, en su texto Qamiris Aymaras (2011), describe que esta nueva clase acaudalada “al igual que los puritanos calvinistas o pietistas, hace uso de su forma de vida austera y rígida en lo personal y familiar, lo que les permite desarrollarse económicamente desde la lógica capitalista. Esta austeridad (…) convierte, a un pequeño grupo de aymaras migrantes, en potentados económicos capitalistas del comercio y el transporte, que le han ganado el espacio a las élites mestizo criollas que dominaban esas actividades”.
Alteños en la China
A principios de 2019, fue inaugurado el edificio Libertad en la zona de Ciudad Satélite, con un show que trascendió fronteras al encontrar eco en medios foráneos en vista de su espectacularidad. Fastuosa y reluciente, esta construcción exhibe como extravagancia una réplica de la estadounidense estatua de la Libertad en su fachada. Pero la misma, al contrario de su homóloga en Manhattan, no es producto de algún regalo del gobierno francés. Hay detrás de ella una narración por demás sorprendente con dos protagonistas.
Uno de ellos es Juan Carlos Fernández, nacido en la provincia Aroma en 1983, quien pasó a ser el menor mimado de una familia con otras tres hermanas. “A mis dos años, mis papás migraron a El Alto por trabajo, llegamos a la zona Santiago Segundo donde crecí, que por aquel entonces no contaba con alcantarillado y las ‘pilas’ (grifos) públicas eran el único acceso al agua para todo el barrio”, dice. Fue una situación en principio dificultosa; el padre empezó como chofer de transporte público mientras sus niños estudiaban y acompañaban a la mamá en esa su precaria vivienda, con dos cuartos separados que sumaban cocina y baño adaptados en otros ambientes. El pequeño Juan Carlos, con la inquietud propia de un niño que admira a su progenitor, comenzó a acompañarlo en sus rutinas arriba del minibús. “A mis cinco años ya iba gritando como voceador; me gustaban los autos y como era el varón de la familia iba con él”, recuerda este hombre de 40.
A mediados de los 90, el papá, siguiendo el consejo de algunos compadres, se inició en la compra venta de automóviles, lo cual le empezó a generar una interesante ganancia, en una tarea en la que también empezó a involucrarse toda la familia. Con viajes a Iquique (Chile), para la adquisición directa de los motorizados que doblaba lo invertido en beneficios, la bonanza llegaría finalmente a los Fernández, que de inmediato cambiaron casa por departamento, mejorando así su calidad de vida.
A los 17, Juan Carlos, recibido de bachiller, se anotó al Servicio Militar que le tenía destinado el Chaco boliviano, lo cual se tradujo en una dura experiencia que le forjó aún más esa disciplina heredada de su hogar. “Volví el 2002 y me inscribí en la carrera de Ciencias de la Educación; pero una situación con unos parientes cercanos, que habían perdido un juicio, según ellos de manera injusta, me hizo cambiar a Derecho”. Allí, mientras continuaba con el negocio de los coches, conocería a quien es su esposa en la actualidad, Mabel Landívar, dueña de otra historia muy particular.
Ella nació en la ciudad de La Paz en agosto de 1984. Hija de un migrante yungueño y una paceña, es la primera de dos hermanos de la familia que se instalaron en la zona comercial del Gran Poder, donde los Landívar abrieron una pensión de comidas. Aquel barrio era punto de llegada de comerciantes yungueños y, como el padre era de aquel lugar y conocía a todos sus paisanos, el restaurante empezó a generar ganancias. Dicha faena era responsabilidad de todos. “Siempre trabajé con mis padres; a las seis ya empezábamos a preparar la sajra hora (comida para media mañana), el almuerzo y luego los platos extras. Terminábamos de trabajar a las dos de la madrugada, y yo ya estaba acostumbrada a pasar feriados, fiestas y vacaciones en el negocio, haciendo de cajera, mesera y cocinera”, explica esta mujer de 35 años
Estudió en el liceo La Paz y una vez egresada postuló a la carrera de Medicina. Pero no le fue bien en los cursos prefacultativos, lo que provocó el reproche constante de su padre. Entonces, al sentirse incomprendida, pero con ánimo de revancha, buscó su independencia e instaló un puesto de venta de jugos de frutas al lado de la pensión, a la vez de matricularse en un instituto de Secretariado Ejecutivo. “Yo voy a estudiar y trabajar, voy a demostrar que puedo”, empezó a ser el lema con los suyos. Pasó un año sustentando sus gastos, cuando una voz compañera la instó a estudiar otra carrera para la que, según la amiga, tenía todos los dotes. “Me dijo que por mi carácter podría ser abogada. Así que cambié y me inscribí en la Universidad Salesiana”. Sí, la misma en la que estudiaba su futuro compañero de curso y de la vida, Juan Carlos.
Ambos se conocieron el 2004 y empezaron una relación que unía gustos y pasiones. No llegó a pasar un año que decidieron la convivencia, que tuvo como punto de partida una habitación en la casa de la madre de Juan Carlos. “La decisión no era del agrado de nuestros suegros, porque no habíamos terminado de estudiar. Pero empezamos a trabajar y comprábamos todo de a dos; dos cucharas, dos platos, dos vasos”, recuerda y sonríe Mabel.
Una vez asumida la situación por los padres, estos empezaron a apoyarlos financieramente, al tiempo de aconsejarles que se dediquen al siempre buen negocio de la compra venta de autos. Entonces empezaron con uno para repetir el ejercicio una y otra vez y depositar todo al ahorro, hasta que la restricción a las importaciones de vehículos usados comenzó a mermar el beneficio. “Pero como ya veníamos pensando en invertir lo ganado, compramos un terreno en el Barrio del periodista por 7.000 dólares, donde pensábamos construir nuestra casa mientras mi marido empezaba con la venta de azulejos”, explica ella.
Transcurrieron un par de años y con el reciente asfaltado de su avenida, que mejoró la cotización del inmueble, la familia recibió la sorpresiva visita de un empresario que ofreció una buena paga por el terreno y, entre idas y vueltas, lograron venderlo en 75.000 dólares. “Ahí me di cuenta que el negocio estaba en las propiedades, entonces empezamos a comprar y vender por todo lado”, dice Juan Carlos.
De esta manera, los Fernández Landívar acrecentaron su capital. Ya habían egresado de la carrera y si bien él logró trabajar en la Alcaldía como funcionario, la pareja apostaba por el comercio como actividad principal. Y como los precios de las propiedades estaban empezado a bajar, la nueva veta sería la demandada cerámica. “Nos enteramos que el importador la traía de China, entonces dijimos: “‘¿Y por qué no vamos nosotros?’”. Así que, sin conocer muy bien dónde se encontraba, mucho menos su idioma, Juan Carlos abordó una aeronave junto a un conocido que lo guio en la aventura. De este modo empezaron a llegar los contenedores con la mercancía, para ser comercializada principalmente en los cholets (construcciones lujosas con motivos andinos) que se erigían por todo El Alto.
Al tercer viaje a ese Lejano Oriente, siempre con esa visión emprendedora, llenaron otro barco, pero con productos de la denominada línea blanca, que pasó a ser su principal empresa hasta la actualidad. “Trajimos cocinas y refrigeradores para probar, y nos fue tan bien que ahora atendemos pedidos”, comenta Juan Carlos. “Y ya que en China hay la posibilidad de crear una marca siendo cliente, hicimos el trámite para hacer la nuestra”. ¿El nombre elegido? Ferland, la contracción de Fernández y Landívar.
Como en principio
En las inmediaciones del edificio Libertad, a cada celebración, no resulta nada raro ver al dueño de la aparatosa construcción comerciando las cajas de cerveza y a su esposa en la venta de regalos. No pueden abandonar la labor que los condujo a este presente. “Nunca hemos dejado de trabajar. Cuando empezamos con los productos de línea blanca pusimos los cimientos del edificio que construimos y que era nuestro sueño, tardamos como cinco años porque disponíamos de las ganancias de lo que vendíamos, y a veces la obra se paraba”.
Juan Carlos se refiere a esta imponente obra que desde lejos muestra la réplica de la estatua que da la bienvenida a los emigrantes hacia Estados Unidos. En este lujoso cholet se combinan los trazos rígidos con placas de metal y si bien aún falta concluirlo, el mismo ya concentra actividad con su enorme salón de fiestas llamado Diosa Themis, cuyo alquiler por día cuesta US$ 2.500.
“El edificio está pensado para ser nuestra fuente de ingresos. Además del salón Diosa Themis, inauguramos otro en el segundo piso donde también se celebran acontecimientos y hasta seminarios, además de otras oficinas que las damos en alquiler”, dice Juan Carlos, quien empieza sus rutinas todas las mañanas a las seis atendiendo a los suyos en principio, para luego dedicarse arriba de su camioneta a la distribución de cerámica y los productos de línea blanca en la urbe alteña. “Es un sacrificio y no se puede delegar el trabajo a otros, tengo dos ayudantes, pero yo me encargo personalmente de la entrega de la mercadería”.
Si el tiempo se lo permite, Juan Carlos retorna al mediodía a su casa para el almuerzo, aunque la mayoría de las veces come fuera. Mabel es quien se encuentra al frente del negocio de cocinas, heladeras y hasta calefactores que llevan su marca, y es también la responsable de hacerle el seguimiento a sus pequeños en la escuela.
Y pese a todo lo logrado, los Fernández Landívar aún sueñan con más. Dicen que le encargaron al arquitecto la construcción de un helipuerto en la azotea del Libertad para estacionar su helicóptero. “Hay uno de fabricación rusa que es para dos personas y cuesta 120 mil dólares. Esperamos tenerlo pronto”, dice el abogado y comerciante.
“Y ya que en China hay la posibilidad de crear una marca siendo cliente, hicimos el trámite para hacer la nuestra”. ¿El nombre elegido? Ferland, la contracción de Fernández y Landívar.
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