¿Qué le enseña el colapso petrolero venezolano a América Latina?

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En Venezuela, el país con una de las más abundantes reservas de crudo del planeta, la industria petrolera está colapsando. La producción ha caído en casi un tercio, más de un millón de barriles diarios, desde que el chavismo llegó al poder; más de trescientos mil barriles diarios, solo en el último año.

Día a día aparecen en los medios historias que reflejan la destrucción de la estatal Petróleos de Venezuela S. A. (PDVSA), otrora una de las más respetadas del mundo. Inversión declinante, corrupción, mal manejo de los yacimientos, accidentes, desastres ambientales, robo de equipos, emigración del capital humano constituyen la realidad detrás de este colapso. Los altos precios del petróleo ocultaban dicha realidad, pero su desplome la ha hecho evidente y dramática.

Cuando Chávez ganó las elecciones en 1998, el precio del barril tocó su mínimo desde los años setenta, por debajo de los 10 dólares. Cuando él murió, en 2013, estaba por encima de los 100 dólares. La estadía de Chávez en el poder tuvo una sincronía singular con el ciclo de precios y con el ciclo de inversión en Venezuela. No solo se benefició del auge del precio, sino de la apertura de la industria petrolera al capital privado en los años noventa.

Dicha apertura logró sumar más de un millón de barriles diarios, con empresas internacionales como Exxon, Conoco y Total. Los ingresos extraordinarios entre 2004 y 2013 representaron para Venezuela más de 300 por ciento de su producto interno bruto anual. La bonanza más grande en la historia de la región.

Durante sus primeros seis años en el poder, Chávez respetó los contratos con las empresas internacionales, a pesar de haber sido un duro crítico de la apertura. No fue sino hasta 2005 -cuando aprovechando que el auge de precios estaba encaminado y los proyectos de inversión iniciados en los noventa habían sido concluidos- que el gobierno inició la renegociación forzosa de los contratos y la nacionalización de las empresas.

Sin embargo, para sorpresa de muchos, en 2008 y 2009 el gobierno abría de nuevo el sector a la inversión extranjera. Chevron y CNPC, entre otras empresas, firmaron contratos para ejecutar ambiciosos proyectos. Para ese entonces, la producción había caído en más de cuatrocientos mil barriles diarios, producto de las expropiaciones y del desmantelamiento de la empresa estatal -que sufrió un duro golpe con el despido de más de 18.000 trabajadores, casi la mitad de su nómina, por su participación en el llamado “paro petrolero” de diciembre de 2002 y enero de 2003-.

El gobierno necesitaba un nuevo ciclo de inversiones y pensaba que, con los altos precios, las empresas internacionales invertirían a pesar de la debilidad de los derechos de propiedad y las duras condiciones fiscales. Se logró atraer muy poca inversión y la producción siguió decayendo.

En 2012 el gobierno empezó a negociar sigilosamente con sus socios nuevos contratos más atractivos a cambio de inyecciones de capital. Dichos contratos daban mayor control a los socios sobre la operación y los ingresos, garantizándoles recuperar su inversión.

Luego del colapso de los precios en 2014, el pragmatismo se tornó en desesperación. PDVSA, que ya en pleno auge de precios tenía problemas de flujo de caja por la voracidad fiscal del chavismo, no tenía cómo emprender las inversiones necesarias para evitar el colapso de producción y entonces tuvo graves dificultades para honrar sus compromisos. Con los precios actuales es menos atractivo invertir en el crudo extrapesado venezolano, de bajos márgenes.

El nerviosismo es notable. En 2016, PDVSA vendió a la estatal rusa Rosneft una participación en un proyecto de crudo extrapesado y en otro de gas costa afuera, con un significativo descuento. A cambio de acceso a crédito, también le otorgó a empresas de servicios petroleros, contratos en condiciones muy desfavorables, y sigue negociando nuevas concesiones contractuales con sus socios.

Para intentar evitar el impago de su deuda y ganar tiempo, PDVSA ofreció a los tenedores de sus bonos de próximo vencimiento un canje por bonos de más largo plazo. Como respaldo, PDVSA garantizó los nuevos bonos con acciones de CITGO, su subsidiaria en Estados Unidos y uno de sus activos más valiosos. La petrolera advirtió que, de no lograrse el canje, sería “difícil” pagar los bonos existentes a su vencimiento, una amenaza implícita de impago. A pesar de eso, solo 39 por ciento de los bonos han sido presentados para el canje. Con un alto costo futuro, obtiene apenas un respiro.

Pero el fenómeno descrito no se limitó a Venezuela. Paradójicamente, durante la década dorada, la producción total de Latinoamérica cayó 7 por ciento. En contraste, Estados Unidos y Canadá aprovecharon la oportunidad para incrementar su producción en 73 por ciento, con una geología menos abundante que la de sus vecinos del sur.

PDVSA es solo el caso más extremo de lo que ocurrió en buena parte de la región. La interpretación cortoplacista del “nacionalismo petrolero” -que lideró el chavismo- es en buena parte responsable del pobre desempeño regional. En Argentina, Bolivia y Ecuador, luego de una exitosa apertura al capital privado, expropiaron contratos y nacionalizaron empresas. Como consecuencia, la inversión cayó, o se estancó, en pleno auge de precios. En México, el endeudado monopolio estatal, Pemex, desaprovechó la oportunidad del auge y su producción también colapsó.

La ola de expropiaciones tuvo dos importantes excepciones que lograron atraer inversiones con un sólido marco institucional: Brasil y Colombia. Sin embargo, incluso en Brasil, el descubrimiento de recursos masivos en aguas profundas promovió un endurecimiento de las condiciones de inversión y la politización del sector, cuyas consecuencias se están viendo en el escándalo de Petrobras.

Ahora, con precios bajos y la necesidad perentoria de un nuevo ciclo de inversión, todos los países le ponen la alfombra roja a los inversionistas extranjeros y compiten entre sí.

¿Aprenderemos la lección esta vez? Venezuela casi mata a la “gallina de los huevos de oro” y otros países siguieron su ejemplo, aunque con menor saña. Para ellos fue una “década perdida”. Los vaivenes pendulares, del control estatal a la liberalización, han limitado el desarrollo del inmenso potencial de la región. Lo que esta requiere es una verdadera política “nacionalista” de largo plazo, a partir de la creación de instituciones estables que permitan el desarrollo sostenido del sector y garanticen los derechos de propiedad de los inversionistas, y la eficiencia y sostenibilidad financiera de las empresas del Estado.

Una política pragmática con amplio consenso político es la única solución perdurable. Aunque llegó tarde, la reforma de México parece estar más cerca de lograrlo. Inspirándose en Brasil y Colombia, creó una estructura institucional sólida con rango constitucional, basada en entes reguladores independientes. Promueve la inversión privada con un marco contractual y fiscal que se adapta a la rentabilidad de los proyectos, y reduce así los incentivos para la renegociación oportunista.

El optimismo que esta reforma genera solo se ve atemperado debido a que la historia regional nos enseña que, si las condiciones que han dado origen al “nacionalismo petrolero” regresan, podríamos tropezar una vez más con la misma piedra.

 

Francisco Monaldi es investigador de políticas energéticas del Baker Institute for Public Policy de la Rice University, en Texas.