Hay una imagen que es muy significativa de lo que pasa en Brasil. Ayer, al asumir formalmente un nuevo período de cuatro años en la presidencia de la mayor economía latinoamericana y todavía una de las mayores del mundo, Dilma Rousseff fue protocolarmente nombrada por el presidente del Senado y del Congreso, Renan Calheiros. También tenía a su lado a Henrique Alves, presidente de la Cámara de Diputados. Ambos del PMDB, principal aliado del PT. Y ambos denunciados por corrupción en el escándalo de Petrobras.
Nada más significativo que una presidenta asumiendo un nuevo mandato cercada por políticos que, en lugar de mostrar una hoja de buenos servicios prestados al país, parecen ostentar un prontuario criminal como currículum. Porque vale recordar que los dos tienen vastos antecedentes, y no precisamente honrosos, a lo largo de sus nefastas carreras políticas.
Al último minuto del penúltimo día de 2014 Dilma por fin anunció los catorce nombres que faltaban para completar su ministerio de exuberantes 39 carteras. Nombró a un experimentado y respetado embajador, Mauro Vieira, para Relaciones Exteriores, y confirmó (o hizo cambios de lugar, todos irrelevantes) a otros trece que ya integraban su gobierno. A excepción de Mauro Vieira y de dos o tres integrantes del equipo económico, el ministerio de Dilma es un desfile de mediocridades. Y además de mediocres, hay algunos nombramientos que desafían cualquier análisis.
Por ejemplo: para la cartera de Deportes, fue nombrado George Hilton, que sería absolutamente desconocido de no haber sido atrapado hace algunos años cargando, en efectivo, alrededor de 200 mil dólares. La explicación: Hilton, autonombrado “pastor” de una de esas sectas evangélicas electrónicas que se multiplican como conejos en Brasil, aseguró que se trataba de “donaciones de fieles”. El dinero fue confiscado, él fue liberado y ahora se hizo ministro de la cartera vinculada a la realización de las olimpíadas del año que viene.
Otro desafío: Aldo Rabelo, un comunista católico (vaya contradicción, pero así las cosas) que defiende, entre otras iniciativas sumamente inútiles, que se prohíba el uso de palabras extranjeras en el país (para él, decir shopping center es considerado pecado capital), ocupará el Ministerio de Ciencia y Tecnología. Aparte del manejo de un teléfono celular, no se conoce ningún otro vínculo de Rabelo con la tecnología. Y de ciencia, mejor no preguntar.
En el Ministerio de la Pesca, que nadie sabe exactamente para qué sirve, fue nombrado Helder Barbalho. De él se sabe que perdió la disputa para el gobierno del estado de Pará, y que es hijo de Jader Barbalho, uno de los símbolos más cristalinos de la corrupción en el Brasil. Quizá la corrupción no sea necesariamente un elemento genético hereditario, pero tener a ese apellido en un gobierno que se dice popular y preocupado con lo social es una aberración.
Se puede honestamente asegurar que ése no es, desde luego, el ministerio soñado por Dilma Rousseff, sino lo que resultó posible, gracias a una plaga letal llamada “presidencialismo de coalición”, el sistema que impera en Brasil. Son 32 -¡32!- partidos con representación parlamentaria. En su inmensa mayoría, siglas de alquiler, que en época de campaña venden su tiempo de propaganda en la televisión para luego ser recompensadas por algún cargo o puesto.
Dilma, como todos los presidentes desde el retorno de la democracia, se ve obligada a navegar por aguas turbias y nada limpias. Pero, a diferencia de sus dos antecesores, Fernando Henrique Cardoso (1995-2002) y Lula da Silva (2003-2010), ella carece de habilidad y, principalmente, de paciencia para tratar con cosas menores como ese burdo y aburrido negocio llamado política.
Ahora, al montar un gobierno que empieza viejo y mediocre, logró una hazaña: desagradó a su socio principal, el PMDB, a los sectores mayoritarios de su propio partido, el PT, y a su mentor y principal líder político brasileño, Lula da Silva, que visiblemente perdió espacio y área de influencia en el gobierno.
En su segundo mandato ella enfrentará un Congreso desafiante, mucho más conservador que el anterior, en el cual armó una alianza que no merece ninguna confianza. La oposición, todavía sin rumbo claro pero fortalecida por los resultados electorales, reitera su disposición de transformar en un infierno cada día del gobierno.
La interlocución con el PT, con la izquierda en general y principalmente con los movimientos sociales, algunos todavía muy fuertes (como la Central Unica de los Trabajadores o el MST, Movimiento de los Sin Tierra), fue muy mal articulada en su primera presidencia, y no hay señales visibles de que mejore ahora.
Dilma bien que trató de poner contrapuntos a algunos de sus nombramientos, pero para sus electores es difícil aceptar que Katia Abreu, líder radical del agronegocio, de los venenos utilizados en la fertilización y de toda una gama que el mundo lúcido combate, ocupe la cartera de Agricultura.
Las medidas económicas ya anunciadas son exactamente el reverso de lo que ella defendió en su campaña electoral. Los analistas más serenos y objetivos aseguran que no le quedaba otra. La oposición habla de “estafa electoral”. El PT y toda la izquierda hacen un visible esfuerzo para tragar esa medicina amarga.
Si a todo eso se suma el nefasto cuadro económico que, más que previsible, es una certeza para 2015, se hace muy difícil esperar por buenos vientos. A menos, claro, que se crea en los milagros. Pero la verdad es que últimamente los milagros de ese porte parecen cada vez más raros por estas comarcas.