La tendencia emanó en la conciencia pública el año pasado con el surgimiento de la extrema derecha en Europa, y se propagó con la exitosa campaña de Donald Trump al convertirse en el virtual candidato presidencial del Partido Republicano en Estados Unidos.
Sus consecuencias se evidenciaron en la votación del Reino Unido para salir de la Unión Europea.
¿Qué impulsa el surgimiento del populismo antiinmigrante en Occidente?
El académico y político Michael Ignatieff tiene una teoría basada en su investigación como profesor en la Kennedy School of Government en Harvard, y en su experiencia como líder del Partido Liberal de Canadá.
Según él, estamos viendo una división ideológica entre las élites cosmopolitas, que consideran la inmigración como un bien común basado en los derechos universales, y los electores que la ven como un regalo que se le otorga a ciertos extranjeros merecedores de unirse a una comunidad.
En una entrevista reciente, Ignatieff explicó que este desacuerdo ha generado la mayor parte de las respuestas negativas a la inmigración, que se describe como una situación “incontrolable” y una amenaza a las comunidades que reciben inmigrantes. Para él, las disputas en torno a “quién pertenece” a los países “definirán el siglo XXI”.
El brexit tomó a mucha gente por sorpresa pero también es la expresión de tendencias más universales. Un ejemplo es el auge de los nacionalismos, a pesar de la globalización y el desarrollo de instituciones transfronterizas como la Unión Europea. ¿De dónde provienen?
Una pregunta que me viene a la cabeza es: ¿por qué deberíamos sorprendernos? La globalización y un mundo sin fronteras han sido geniales para las personas educadas y los jóvenes que se mueven de un lugar a otro, hablan varios idiomas y son multiculturales.
Sin embargo, la globalización ha sido muy difícil para la gente cuyos trabajos están atados a una comunidad, cuya movilidad se limita por su nivel de educación o también para aquellos que son leales y apegados a su comunidad, su localidad y su lugar de nacimiento.
Los cosmopolitas suelen sorprenderse cuando se dan cuenta de que solo representan el uno por ciento de la población. También se sorprenden porque la mayoría de las personas no piensa como ellos.
Es por eso que tampoco entienden por qué las personas que viven en el norte de Inglaterra, en ciudades como Sunderland y Wigan, dicen: “No quiero defender a Stuttgart o Düsseldorf. Quiero defender a Wigan”.
Ese es el mundo que conocen. Es el mundo por el que se preocupan. Es donde sus padres crecieron o donde están enterrados. Ahí está su lealtad.
Sienten que el mundo cosmopolita, móvil y global, simplemente está fuera de su alcance.
Sienten que los cosmopolitas son quienes están aprobando reglas incomprensibles en Bruselas. Son las personas que cierran las minas de carbón, clausuran las plantas siderúrgicas y dicen que el comercio libre y global es beneficioso para todos.
Por esto, cuando tienen la oportunidad de votar en un referendo que les ofrece la ilusión de tomar el control de nuevo, la aprovechan.
Esta no es solo una historia de nacionalismos. También es una historia de desigualdad. La división entre cosmopolitas y nacionalistas definirá al siglo XXI. El brexit no es una astilla en el camino hacia un futuro brillante y cosmopolita. Tampoco lo es el nacionalismo.
Sin embargo, si el nacionalismo nace de los sentimientos positivos como el orgullo y la conexión con nuestras comunidades, ¿por qué el temor a la inmigración se manifiesta como una amenaza a esa comunidad, como pasó con el brexit?
El problema siempre es: ¿quién pertenece?
De muchas maneras, la migración mundial exacerba la división entre los ciudadanos y los extranjeros. En todas partes, los ciudadanos dicen: “Lo que la comunidad política significa para mí, lo que la nación significa para mí, es el control de mis fronteras y el derecho a definir quién entra y quién no”.
Eso es el nacionalismo: “Retomen el control, el control de nuestras fronteras. Retomen el control de nuestra economía”. El problema, en un mundo globalizado, es que todo control es relativo.
El miedo a perder el control es algo que se escucha mucho en Estados Unidos, especialmente en el discurso de Donald Trump. ¿Crees que se relaciona con lo que pasa en Europa?
Lo impactante para las personas que no están en Estados Unidos es que el país más poderoso del mundo -la nación que tiene más soberanía y más soberanía efectiva que cualquier otra- tiene millones de ciudadanos en estados como Ohio, Pensilvania e Indiana que piensan que han perdido el control.
Es decir, las personas piensan que no pueden controlar ni sus fronteras, ni quién obtiene empleos ni las condiciones básicas de sus vidas. Así que se sienten desamparados.
Eso produce una reacción nacionalista muy fuerte y cierto candidato se está aprovechando de eso. Enfatiza el hecho de que millones de estadounidenses pueden sentir que Estados Unidos no es un país totalmente soberano, así que puedes imaginar que millones de británicos, millones de húngaros o millones de otras personas pueden sentirse igual.
¿Crees que está impulsado por un conflicto entre democracia y globalización? Si es así, ¿puede resolverse?
Creo que hay una verdadera desconexión entre el discurso cosmopolita internacional acerca de los derechos -el derecho de los migrantes, el derecho de los refugiados- y la manera en que la gente, en la mayoría de las democracias, considera esos derechos.
Para las personas normales la relación del ciudadano con un extranjero es una relación que se otorga, no es una cuestión de derechos. Creen que depende de los ciudadanos decidir quién entra al país. Depende del ciudadano decidir qué son las fronteras de una comunidad política.
Eso es lo que significa la democracia para ellos. La democracia les promete control de las fronteras y la entrega de regalos discrecionales a quienes, según sus decisiones, pertenecen a la comunidad.
Muchos de los simpatizantes del brexit piensan que un país decente es generoso y compasivo con los extranjeros. Sin embargo, ese es el lenguaje del regalo, no es el lenguaje de los derechos. Es un tema emergente que muchos políticos liberales cosmopolitas -¡y yo he sido uno!- no entendían.
Ese es un elemento clave de este cambio nacionalista. Todos nos hemos tardado en ver lo que está sucediendo, pero una gran tendencia que ha emergido es la distinción entre los derechos y los regalos. Eso ayuda a entender todo el asunto.
Isaiah Berlin dijo que el nacionalismo era la rama torcida. La globalización puede enderezar esa rama, pero en cierto punto volverá a torcerse con más fuerza y eso es lo que pasó con el brexit. Y está sucediendo en toda Europa.