
Las cárceles de Bukele no pueden ser ejemplo de mención de quienes buscan la presidencia en Bolivia.
A ninguno de los dos candidatos que disputará la segunda vuelta de las elecciones en Bolivia se le debería ocurrir la mención del acrónico CECOT (Centro de Confinamiento del Terrorismo), las cárceles de Bukele en El Salvador. Lo escuche a Doria Medina dibujar una figura agradable del dictador Nayib Bukele, presidente de El Salvador y se desfiguró lo poco que podría haber respaldado de esa candidatura.
La selfie que orgulloso mostró el candidato por Unidad durante su visita al dictador acabó señalando la tenue línea que separa un psicópata de un represor. Bukele ha sabido vender una imagen adaptada a un logró cuando detrás se oculta la personalidad de un enfermo mental. Las cárceles que ha construido para combatir las pandillas de los Maras esconden una doble lectura de alteración de la realidad que se adapta a la narrativa del dictador. Lo que ha logrado Bukele es irradiar la represión allende de las fronteras de su país y la consumación de un delito mayor que es la normalización de la represión. Esa carta de presentación le ha valido simpatías entre algunos mandatarios como la de Donald Trump que ha impulsado la deportación de miles de migrantes que ya se encontraban en EEUU algunos radicados y la persecución a los que se encontraban en la selva del Darién buscando formas para ingresar a los EEUU.
Un reportaje revelador
Ayer el País de España publicó un reportaje con Andry Hernández tras dejar la cárcel del terror de Bukele: “Nuestros cuerpos están en libertad, pero nuestras mentes siguen allá”, le ha dicho al diario español este estilista venezolano que pasó cuatro meses detenido en el CECOT. No viene al caso describir detalles del reportaje, vale, eso sí, mencionar la violación a los derechos humanos de los responsables de esa deportación amparados en la ley de Enemigos Extranjeros.
El 29 de agosto de 2024 Hernández se presentó a una entrevista agendada con la aplicación CBP One, en el punto fronterizo de San Ysidro, en San Diego (California). Sin embargo, durante un examen físico, un agente detectó tatuajes en sus brazos con los escritos mom (madrte) y dad (padre) y decidió trasladarlo al centro de detención Otay Mesa de la misma ciudad.
Ese simple hecho lo identifico como integrante de la banda criminal Tren de Aragua. También su deportación —y la de más de 200 de sus compatriotas sin antecedentes penales— puso en evidencia cómo la Administración Trump fue capaz de despojar a cientos de extranjeros de sus derechos con tal de impulsar su cruzada antiinmigrante.
“Nuestras vidas cambiaron rotundamente, en todos los aspectos. Nuestros cuerpos hoy en día están en libertad, pero nuestras mentes siguen allá. Todavía no entendemos muchas cosas, todavía no recordamos muchas cosas”, contó Hernández Romero al diario español.
En marzo de este año, justo antes de una audiencia en la corte que definiría su situación, Hernández Romero fue trasladado a Nuevo Laredo (Texas) y deportado a El Salvador. Su recibimiento en la cárcel de máxima seguridad del presidente Nayib Bukele estuvo marcado por la humillación: le raparon el cabello contra su voluntad. “Si para todos fue horrible que lo hicieran, imagina lo que significó para un estilista como yo verme hincado y completamente calvo”, lamenta. “No soy miembro de una banda. Soy estilista”, fueron las palabras que pronunció en el momento, y con las que haría una declaración que le traería duras consecuencias durante su estancia en la prisión.
El compañerismo y el respeto entre los detenidos se hizo aún más fuerte luego de que Hernández Romero viviera el episodio más fuerte desde su deportación. “Fui abusado sexualmente en el CECOT. Ocurrió un mes y medio después de mi llegada. Ha sido muy difícil revivir todo este acontecimiento, pero como me dicen los especialistas en salud mental que me están atendiendo, hay que revivir para sanar y olvidar”, confiesa.