La pérdida de piezas indígenas en el museo de Brasil se sintió como un nuevo genocidio

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Foto: Lianne Milton para The New York Times

Reunidos alrededor de una fogata, el grupo de activistas indígenas e investigadores estaba celebrando un cumpleaños cuando se dieron cuenta de las llamas que devoraban un edificio a unas decenas de metros de distancia.

“¡El museo se está incendiando!”, dijo José Urutau Guajajara, miembro de la tribu Tenetehára-Guajajara que había estado investigando el legado de su pueblo en los archivos del Museo Nacional de Brasil durante más de una década. “Aún podemos apagarlo con baldes de agua”.

Cuando llegaron al palacio de siglos de antigüedad, hogar del archivo más grande del mundo de la cultura y la historia indígenas brasileñas, las llamas habían acabado con el centro del edificio y una densa columna de humo se elevaba por encima de la estructura.

Guajajara intentó entrar al edificio dos veces, pero los guardias se lo impidieron. Después de eso, sus amigos lo retuvieron. Juntos observaron mientras cientos de miles de documentos, artefactos y obras de arte quedaron reducidos a cenizas la noche del 2 de septiembre.

Fue una pérdida monumental para los historiadores, arqueólogos y científicos brasileños. Sin embargo, la destrucción de artefactos indígenas y documentos de investigación -entre ellos reliquias de tribus que se consideran extintas- representó un golpe mucho más personal para los descendientes de los habitantes ancestrales de Brasil, quienes han pasado décadas luchando para preservar su legado y sus tierras.

“Este es como un nuevo genocidio, como si hubieran masacrado a todas esas comunidades indígenas de nuevo”, dijo Guajajara. “Porque ahí es donde residía nuestra memoria”.

Para muchos brasileños como Guajajara, se trató de una tragedia anunciada.

En los últimos años, Brasil ha tomado medidas importantes para presentarse como un país que mira hacia el futuro. Mientras se preparaba para ser anfitrión del Mundial de Fútbol de 2014 y de los Juegos Olímpicos de verano de 2016, el país invirtió miles de millones en estadios, equipo deportivo e imponentes proyectos públicos de vanguardia para mostrarse como una nación capaz y moderna, al mismo nivel que las potencias globales.

“Le mostraremos al mundo que podemos ser un gran país”, dijo el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva cuando Río de Janeiro fue elegida como sede de las Olimpiadas. “No somos Estados Unidos, pero hacia allá vamos y lograremos llegar a ese punto”.

Quizá nada representó de manera más clara este impulso de aferrarse al futuro -a menudo a costa del pasado-, que el contraste entre el Museo del Mañana, un edificio futurista diseñado por el arquitecto español Santiago Calatrava, y los otros sitios históricos de Río.

La creación blanca y reluciente de Calatrava, que parece sobrevolar como una nave espacial por encima de la bahía de Río de Janeiro, se comenzó a construir en 2015 y costó 59 millones de dólares; tiene un presupuesto anual de 4 millones de dólares.

Está a pocas cuadras de espacios que son esenciales para entender los orígenes de Brasil: un muelle que alguna vez fue uno de los puertos de esclavos más concurridos en América y una fosa común donde los cadáveres de mujeres y hombres esclavizados fueron sepultados. Sitios que recibieron poca atención y poco financiamiento del gobierno; el terreno del muelle, declarado patrimonio universal por la Unesco, está sucio y abandonado.

Cuando Guajajara y sus amigos vieron el incendio en el Museo Nacional, estaban reunidos en los restos de lo que alguna vez había sido el Museo del Indio de Brasil. Había estado abandonado durante décadas. El edificio de Archivos Nacionales, que funcionarios del cuerpo de bomberos dicen desde hace tiempo que corre peligro de incendiarse, queda cerca de ahí.

Pero incluso entre esos ejemplos, el abandono de décadas del Museo Nacional -que fue hogar de emperadores y de la familia real de Brasil- destacaba por su situación, especialmente indignante para los investigadores con poco presupuesto que trabajaban allí.

La falta permanente de financiamiento había derivado en pasillos con cableado improvisado, techos con goteras y excremento de murciélago en los muros y los estantes. A finales de 2017, un ataque de termitas obligó a que se cerrara una exposición de dinosaurios. En algún momento no había dinero suficiente para pagar al equipo de limpieza, mucho menos para instalar un sistema de extinción de incendios.

Antonio Carlos de Souza Lima, historiador y antropólogo del museo, dijo que desde hacía mucho tiempo los líderes brasileños consideraban la cultura como una mercancía e invertían primordialmente en áreas que podían volverse lucrativas.

“Piensan que la cultura es un negocio”, dijo De Souza. “No el alma de una nación”.

Cuando el museo celebró su aniversario número doscientos en junio, Alexander Kellner, su director, voló a Brasilia para invitar al presidente y a los ministros a asistir a la celebración. Ninguno de ellos asistió.

La colección de artefactos indígenas del Museo Nacional incluía cuarenta mil artículos pertenecientes a más de cien grupos étnicos. Entre ellos había piezas frágiles reunidas durante expediciones a lugares remotos del Amazonas en los siglos XIX y XX.

Una máscara hecha por miembros de la tribu Tikuna, que había sido un regalo al emperador brasileño Dom Pedro I, probablemente era el artículo más antiguo en la colección, según los investigadores, quienes creen que fue recolectado por científicos bávaros en 1821.

También había un tocado de plumas hecho por miembros de la tribu Munduruku, que se exhibió por primera vez en 1882.

Sin embargo, quizá la pérdida más significativa para los investigadores de la cultura indígena fue la colección del etnólogo alemán Curt Nimuendajú. Nacido con el nombre de Curt Unckel en la ciudad alemana de Jena en 1883, Nimuendajú fue adoptado por miembros de una tribu guaraní en el estado de São Paulo. Ellos le dieron su nuevo nombre, que significa “el que conquistó su lugar”.

Nimuendajú murió entre el pueblo tikuna en 1945 y dejó un legado de notas, cartas, diarios de expedición y un mapa que creó un año antes de su muerte, en el que se detallaba la ubicación y las lenguas de los grupos con los que se había topado.

“Cada año de su vida emprendía una nueva expedición”, dijo João Pacheco, quien curó la exposición etnológica durante los últimos veinte años. “Fue el principal etnógrafo brasileño”.

El mapa original fue copiado y el Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas publicó una versión adaptada.

Pero “había otro mapa, uno único, donde hizo correcciones”, dijo Tânia Clemente, lingüista del Museo Nacional. “Ese se perdió”.

La colección indígena incluía grabaciones de audio de líderes indígenas que murieron hace varios años y notas acerca de lenguas que se extinguieron hace mucho, entre ellas el mura y el tupiniquim.

Ese tipo de documentos proporcionaba una conexión vital con el pasado para los brasileños que han buscado descubrir o entender mejor sus raíces indígenas.

El Museo Nacional había tenido problemas financieros en las últimas décadas y experimentó calamidades en el pasado, entre ellas una inundación que empapó valiosas momias egipcias en 1995.

Los años noventa fueron una época particularmente desafiante para la institución, que les cobraba a los visitantes una cuota simbólica de entrada.

“Ni siquiera teníamos dinero para comprar papel higiénico”, dijo De Souza, el antropólogo, quien ha trabajado en el museo durante 38 años.

Hubo un puñado de oportunidades desaprovechadas que pudieron haber permitido al personal del museo cuidar mejor el edificio y sus contenidos.

Los funcionarios universitarios y el Banco Mundial hablaron de la posibilidad de un préstamo en la década de los noventa, pero las charlas no llegaron a nada. En 2014, el gobierno federal aprobó un paquete de 8,6 millones de dólares para modernizar el museo. Pero al final no se desembolsó ese dinero.

En los últimos años, el museo recurrió al Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social de Brasil para obtener ayuda. Después de una prolongada negociación, el banco se había comprometido este año a financiar una serie de mejoras por un valor de 5 millones de dólares, que habrían incluido un sistema de protección contra incendios.

Las renovaciones iban a comenzar a finales de año.