La Ruta de la Seda histórica y su legado geopolítico

Descifrando la Guerra
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ruta de la seda china

En 2013, en una reunión diplomática en Kazajistán, el presidente chino Xi Jinping puso en marcha un gran proyecto diplomático-mercantil denominado Iniciativa de la Franja y la Ruta. Inmediatamente, los medios de comunicación de los países occidentales comenzaron a denominar a esta iniciativa como la Nueva Ruta de la Seda.

la franja y la ruta China

Desde entonces, ríos de tinta han corrido sobre dicha estrategia del gigante asiático, tanto en aproximaciones divulgativas como en análisis académicos. Esto no es casual, ya que el proyecto chino remite justamente a un imaginario narrativo que nos transporta a un mundo, tanto terrestre como marítimo, repleto de camellos, turbantes, caravasares, rollos de seda, jarrones de porcelana, exóticas especias, piedras preciosas, joyas de lapislázuli y turquesa, libros de papel con números arábigos, fichas de ajedrez talladas en madera de ébano, frailes cristianos, monjes budistas, dhows musulmanes, juncos chinos y piratas de los mares del Sur.

Por ello, para comprender la verdadera significación geopolítica, económica y sobre todo ideológica de la Nueva Ruta de la Seda, es inevitable viajar en la máquina del tiempo al pasado, para descubrir qué significó esta ruta en términos tanto históricos como civilizatorios, y por qué, aún hoy, nos sigue invitando a dejar volar nuestra imaginación a través de apasionantes imágenes orientalistas.

El propio término, además, tiene un origen occidental, concretamente en la era colonial decimonónica, ya que fue acuñado por el geógrafo alemán Ferdinand von Richtoffen en el marco de una investigación que tenía por objetivo construir un gran ferrocarril que fuese desde China hasta Alemania. Posteriormente, el escritor y viajero sueco Sven Hedin se encargó de popularizar el término al gran público a través de su apasionante relato sobre sus propias aventuras en el lejano Oriente.

Geografía de la Ruta de la Seda

La Ruta de la Seda eran una serie de caminos que conectaban China con el Mediterráneo y a través de los cuales fluían todo tipo de mercancías, personas e ideas. La ruta se iniciaba en Chang´An, la antigua capital imperial china, continuaba por el corredor del Gansu y el inhóspito desierto del Taklamakán –de donde se obtenía el preciado Jade–, cruzaba las cumbres nevadas del nudo del Pamir y se adentraba en la fértil región de la Transoxiana, situada entre los ríos Amu Daria y Sir Daria –actuales Tayiskistán, Uzbekistán y Afganistán–, prosiguiendo hasta el oasis de Merv, cuyas ruinas se encuentran en el actual Turkmenistán.

A continuación, el trayecto bordeaba las orillas del mar Caspio y, tras cruzar los montes Elburz –donde se alzaba la fortaleza de la temida secta de los Hashashín–, penetraba en las tierras altas de Persia, en las localidades de Mashhad –la ciudad santa del chiísmo– y Nishapur –la ciudad de las minas de turquesas–, continuando hasta la cordillera de los Zagros –frontera entre las actuales Irán e Irak–.

Seguidamente, las áridas regiones de la meseta iraní daban paso al fértil valle de Mesopotamia, donde la ruta recorría Bagdad y proseguía hasta el oasis de Palmira –actual Siria–, donde las caravanas podían desviarse o bien hacia los montes Tauro, para concluir en Constantinopla –la inexpugnable capital bizantina a orillas del estrecho del Bósforo–, o bien hacia el delta del Nilo, para desembocar en Alejandría –la legendaria ciudad de la dinastía ptolemaica, custodiada por el gran faro–.

Paralelamente, existían también otras rutas secundarias: una conectaba el trayecto principal con India –con sus piedras preciosas, sus elefantes y sus especias, entre las que destacaban la canela y la pimienta– a través de los valles de Bamiyán y Kabul en Afganistán, mientras que la otra lo unía con el desierto del Rub Al-Jali en Arabia –de donde provenían el incienso y la mirra, y donde se encuentra La Meca–.

Finalmente, al margen de las rutas terrestres, existía también una marítima, que a través del mar Rojo, el estrecho de Bab El-Mandeb, el océano Índico, el estrecho de Malaca y los mares del Sur, unía Alejandría con las costas de Arabia, los enclaves comerciales de India, las selvas del Sudeste Asiático y, finalmente, con los puertos comerciales de China de Guangzhou y Hangzhou –de donde fluían la seda, la porcelana, los lacados y el papel–.

Dichos caminos tuvieron su periodo de máximo apogeo entre los siglos II a. C y XVI d. C –es decir, funcionaron durante casi dos milenios–, pero entraron en decadencia a partir de la era de los descubrimientos, en el momento en que los europeos abrieron una ruta comercial alternativa a través de los viajes interoceánicos, puenteando de este modo aquella milenaria Ruta de la Seda. A continuación, repasemos las principales etapas de dicho periodo histórico: Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna.

Historia de la Ruta: la Edad Antigua

Podemos considerar que la Ruta de la Seda nace gracias a la conjunción de dos procesos políticos distintos, uno acontecido a cada extremo de Eurasia. En primer lugar, las grandes conquistas de Alejandro Magno, que llevaron a sus ejércitos griegos hasta las puertas de la mismísima India –dando lugar a la civilización helenística, que fundía elementos mediterráneos, mesopotámicos e iranios–.

En segundo lugar, la embajada china de Zhang Qian –organizada por el emperador Wu–, que, aunque en un principio solo buscaba establecer alianzas diplomáticas para frenar la amenaza de las tribus esteparias, llevó por primera vez al Imperio del Centro más allá del desierto del Taklamakán y del nudo del Pamir. Este hito marcó el inicio del esplendor de la dinastía Han, impulsado por los intercambios comerciales: China comenzó a importar metales como el oro, el jade y piedras preciosas, y a exportar productos manufacturados como la seda.

De este modo, ambos mundos empiezan a interactuar el uno con el otro, el occidental y el oriental, los cuales desde ese momento se buscarán, imaginarán y comenzarán tímidamente a conocerse, dando lugar a lo que podría considerarse como el germen de lo que en la actualidad entendemos por cosmpolitismo.

A nivel marítimo, los faraones ptolemaicos, tras descubrir el secreto de los vientos monzónicos, logran igualmente abrir la ruta a través del mar Rojo, lo cual permite que mercancías de India e incluso de China lleguen hasta el puerto de Alejandría –el palacio de Cleopatra estaba decorado con esmeraldas, rubíes y zafiros orientales–, del mismo que bailarines egipcios aparezcan en la corte imperial china –convirtiéndose probablemente en los primeros mediterráneos en llegar al Imperio del Centro–.

Posteriormente, la consolidación del imperio romano, del imperio persa-sasánida y del propio imperio chino supondrá el empujón definitivo para la ruta tanto terrestre como marítima, posibilitando que los romanos descubran la seda y los chinos el vidrio. Sin embargo, romanos y chinos nunca llegarán a conocerse oficialmente debido al bloqueo impuesto intencionadamente por el imperio persa-sasánida, interesado a toda costa en evitar dicho encuentro diplomático, para así poder seguir cobrando aranceles tanto a uno como a otro, al encontrarse justo en el centro del área geopolítica euroasiática.

Pero no solamente circularán mercancías y esclavos durante estas primeras etapas de la ruta. El budismo y el cristianismo, así como otras religiones como el zoroastrismo o el maniqueísmo, aprovecharán los caminos de la seda para expandirse tanto hacia Oriente como hacia Occidente, gracias a la labor de emperadores como Ashoka y Constantino y de misioneros como Mani, Faxian y Xuanzang, el monje budista cuyas aventuras darían lugar al célebre “Viaje al Oeste”.

Además, fruto de estos contactos religiosos, surgiría un sincretismo cosmopolita del que los Budas de Bamiyán –destruidos por el integrismo islamista talibán– y el salón de embajadores de Samarcanda –descubierto el siglo pasado por arqueólogos soviéticos– son sus máximos exponentes, constituyendo el mejor ejemplo de este delicioso encuentro entre las culturas mesopotámicas, indias, esteparias y chinas.

Historia de la Ruta: la Edad Media

El ocaso del imperio romano de Occidente y el inicio del caos feudal en la Europa medieval tendrán, sin embargo, un efecto distinto en el imperio romano de Oriente, dando lugar a la eclosión de Constantinopla como nueva capital y parada final (o inicial) de la Ruta de la Seda, encumbrándola a lo largo de un milenio como la gran ciudad comercial a orillas del Bósforo, en la intersección entre el mar Negro y el mar Mediterráneo, así como entre Europa y Asia.

Gracias a una poderosa red de emisarios y espías, los bizantinos finalmente lograrán descubrir el secreto de la seda –guardado celosamente por los chinos y los sogdianos hasta ese momento– y comenzar a producirla ellos mismos, convirtiéndose de este modo en los ostentadores del monopolio del comercio de este lujoso tejido en Europa.

Por su parte, China, tras unos siglos de caos político, volverá a florecer con todo su potencial civilizatorio durante la dinastía Tang, momento en el que alcanza la excelencia artística, intelectual, política y militar, descubriendo la porcelana y la imprenta. Al mismo tiempo, consigue expandirse hacia el oeste, logrando incluso influenciar y controlar a los reinos de Asia Central –donde se encontraban Bujará y Samarcanda, el núcleo de la Ruta de la Seda–. Mientras, el imperio persa-sasánida se mantenía estable y daba lugar a la plenitud de la cultura zoroástrica, tanto religiosa como arquitectónica.

Sin embargo, bizantinos, persas y chinos iban a verse sacudidos por la irrupción de un nuevo e inesperado imperio desde los insondables desiertos de Arabia: el imperio islámico. Los sucesores de Mahoma, los cuatro califas Rashidun, y posteriormente, los califatos Omeya y Abasí iniciarán un proceso de expansión política sin precedentes que les llevará a derrotar a todos los grandes imperios rivales y a convertirse en el hegemón geopolítico medieval.

Los primeros en caer fueron los persas, cuyo imperio desapareció bajo el rodillo musulmán –sus últimos emperadores debieron de exiliarse en China para salvar la vida–. Por su parte, los bizantinos fueron derrotados en la batalla de Yarmuk y tuvieron que replegarse al abrigo de los montes Tauro, mientras que la China Tang, aunque probablemente era el único de los tres grandes imperios antiguos con capacidad para frenar a los musulmanes, fue igualmente vencida en la batalla de Talas y obligada a retirarse más allá del nudo del Pamir.

Esta dinámica dejó Asia Central y el corazón de la Ruta de la Seda en manos exclusivamente musulmanas –hasta el punto de que algunos de sus efectos sociopolíticos se mantienen aún en la actualidad en China, como por ejemplo la presencia de los uigures musulmanes en el desierto del Taklamakán, en la actual región autónoma de Xinjiang–.

De esta dominación califal durante la Edad Media se deriva precisamente el hecho de que el imaginario geopolítico de la Ruta de la Seda del que hemos hablado al inicio de este artículo siga aún en nuestra época asociado a los camellos, los turbantes, el té de hierbabuena con especias y los cuentos de las Mil y Una Noches.

De hecho, la épica aventura de Simbad el Marino no es más que la plasmación narrativa de la propia islamización de la ruta marítima de la Seda, que experimentó un auge sin precedentes gracias a los dhows –barcos musulmanes– que, cargados de incienso, mirra, dátiles y melocotones, surcaban el golfo Pérsico, el océano índico, el subcontinente indio y los mares del Sur para llegar hasta los puertos de China, potenciados por la dinastía Tang, la cual, a su vez, vendía a los musulmanes su seda, su porcelana y su papel.

Sin embargo, la dominación árabe no duró demasiados siglos. Debilitados por luchas internas e intrigas palaciegas, finalmente, sufrieron en el siglo XIII el ciclón de la invasión de las hordas mongolas de Genghis Khan, que en apenas medio siglo destruyeron tanto el califato Abasí como la China Song –heredera meridional de la Tang, cuyo último emperador murió ahogado–.

Los mongoles, a pesar de la destrucción que dejaron a su paso, tuvieron la inteligencia política necesaria para saber fundir sus costumbres esteparias con las refinadas culturas de los imperios que iban invadiendo, creando así un nuevo orden geopolítico que dotó a la Ruta de la Seda de un nuevo impulso, haciendo sus caminos más seguros que nunca.

Y fue precisamente durante esta época de estabilidad cuando el viajero más famoso de la historia pudo recorrer la ruta completa desde Venecia hasta Pekín: el italiano Marco Polo. Sin embargo, esta Pax Mongólica no iba a durar mucho tiempo. Los innumerables hijos y nietos de Genghis Khan acabaron disputándose la herencia de su colosal imperio –que iba desde la península de Corea hasta el río Danubio–, dando lugar a diferentes khanatos independientes, algunos musulmanes y otros budista-confucianos, que acabaron entrando en un periodo de decadencia militar, aunque paradójicamente, de esplendor cultural.

Historia de la Ruta: la Edad Moderna

El testigo de los mongoles lo tomó Tamerlán, otro jinete de la estepa que de alguna manera también estaba emparentado con los descendientes de Genghis Khan –o al menos, eso aseguraba él–. Poco a poco, Tamerlán convirtió en un mero títere al último y decadente gobernante mongol del khanato de Asia Central, y desde allí, lanzó una serie de invasiones militares que provocaron el derrumbe de los reinos y sultanatos vecinos, hasta llegar a la mismísima Anatolia.

Aquí colisionó con una nueva construcción política en expansión, el imperio otomano, que aunque de origen también estepario, se declaraba de algún modo heredero del extinto califato abasí. La batalla de Ankara fue el choque de titanes entre otomanos y timúridas, dando la victoria a estos últimos –que incluso acudieron a la cita con elefantes de guerra–.

En la cúspide de su poder, Tamerlán, así como después su nieto Ulugh Beg, convirtieron a Samarcanda, la capital imperial, en una ciudad fastuosa repleta de palacios, mezquitas, madrasas, mausoleos y observatorios astronómicos. Su imponente plaza del Registán es sin duda el mejor ejemplo, con la totalidad de sus cúpulas decoradas con bellas azulejerías de tonalidades blancas, celestes y turquesas.

Sin embargo, Ulugh Beg no tuvo la legitimidad carismática de su abuelo, por lo que al final acabó derrocado por la facción integrista religiosa, siendo acusado de pagano e idólatra por sus proyectos culturales. Tras su brutal asesinato, se inició una cruenta guerra por la sucesión que terminó destruyendo al glorioso (y efímero) imperio timúrida, y a su vez, provocando la irrupción en Asia Central de un nuevo pueblo estepario que ya jamás abandonaría la región: los uzbekos.

La caída del imperio timúrida dio alas a su antiguo adversario, el imperio otomano, que en tan solo unas décadas logró recuperarse de la derrota de Ankara, y que, tras estabilizar su situación política interna, estuvo en condiciones de emprender la más ambiciosa de todas sus campañas: la conquista de la inexpugnable Constantinopla, cuyo doble encintado murario había detenido a todos los ejércitos asediadores desde hacía más de un milenio.

Sin embargo, el imperio bizantino no era ya más que un fósil viviente y su capital tan solo una sombra de lo que había sido en su época de mayor esplendor. Finalmente, tras dos meses de asedio y en una larguísima noche iluminada por una aterradora luna de sangre, las murallas bizantinas cedieron ante la potencia de los cañones otomanos –cuya pólvora había llegado también desde China, gracias a esta última etapa dorada de la Ruta de la Seda–. Constantinopla, convertida en la nueva capital otomana, pasaría a ser conocida desde entonces como Estambul.

Y fue precisamente la toma de Constantinopla la que supuso el primer clavo en el ataúd de la milenaria ruta. Los sultanes otomanos, que en poco más de medio siglo ya se habían apoderado de todo el Mediterráneo Oriental y habían aterrorizado a los mercaderes europeos a través del patrocinio de la piratería berberisca en el Magreb, cortaron finalmente la conexión del Mare Nostrum con la Ruta de la Seda, aquella que había permitido los contactos entre Oriente y Occidente desde la Antigüedad.

Ello obligó a los europeos a buscar rutas alternativas para llegar hasta la preciada seda china y las exóticas especias indias, lo que terminó desembocando en la era de los descubrimientos y los viajes interoceánicos, iniciándose así el proceso de expansión, conquista y colonización llevado a cabo por Occidente –primero de la mano de portugueses y españoles, y posteriormente, de franceses, holandeses y británicos–.

El viaje de Magallanes y Elcano demostró empíricamente que la tierra era redonda y llevó a que los caminos de la seda fuesen paulatinamente sustituidos por los viajes interoceánicos a través del océano Atlántico, el continente americano y el océano Pacífico. El mejor ejemplo de esta nueva coyuntura fue el famoso Galeón de Manila español, que desde su base en las islas Filipinas –donde residía una importante comunidad mercantil china– transportaba los productos del lejano Oriente hasta la península Ibérica, como los famosos mantones de Manila, que en realidad eran confecciones chinas..

Tanto los imperios islámicos de la pólvora –indios mogoles, persas safávidas y, con el tiempo, los propios turcos otomanos– como las dinastías chinas Ming y Qing –continuadoras del gran imperio que había iniciado la Ruta de la Seda y que había sido la construcción política más estable durante siglos– acabaron poco a poco estranguladas económicamente y obligadas a encerrarse en si mismas, luchando por una cada vez más precaria independencia.

Esta situación permaneció de esta forma hasta que ambas civilizaciones fueron finalmente colonizadas o satelizadas por los europeos durante la era del imperialismo decimonónico. Y fue precisamente en ese momento cuando la Ruta de la Seda murió definitivamente, con una última caravana que cruzó Afganistán en los albores del siglo XX.

La romantización de la Nueva Ruta de la Seda

En resumen, conocer el significado histórico, geopolítico e ideológico de la Ruta de la Seda es absolutamente necesario para comprender el éxito de la moderna iniciativa china de la Franja y la Ruta.

China, y en cierto modo también muchos países musulmanes que se han sumado al proyecto, tratan de sacudirse el sentimiento de humillación que el colonialismo europeo les generó. Una de las mejores formas de proyectar su poder económico e ideológico es poniendo en marcha estrategias que, a ojos tanto de orientales como de occidentales, remitan a esos épicos tiempos de la Ruta de la Seda en el que Oriente era el centro del mundo y proyectaba su esplendor civilizatorio a través de la promoción de su influencia intelectual, sus productos manufacturados y sus innovaciones tecnológicas.

Sin embargo, también se han sumado a la iniciativa muchos países europeos y es que igualmente la histórica Ruta de la Seda generó un riquísimo proceso de intercambio económico, cultural y religioso que, aún siglos después, sigue alimentando la fascinación, el romanticismo y el orientalismo de los occidentales.

De ahí el doble éxito chino: la iniciativa de la Franja y la Ruta hace soñar con tiempos gloriosos a los orientales, pero al mismo tiempo, alimenta los imaginarios románticos de los occidentales. Y la propaganda más efectiva siempre es la que actúa tanto hacia la audiencia interior como hacia el público exterior, conectando con sus respectivas mitologías políticas.

"Estudio y practico la tecnología para odiarla mejor"

Nan June Paik (artista e investigador)
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