Este domingo Chile elegirá una nueva presidenta, ya sea la socialista Michelle Bachelet o Evelyn Matthei, de la Alianza de centroderecha, que sumará su nombre al de otras tres mujeres que gobiernan en América Latina: la brasileña Dilma Rouseff, la argentina Cristina Fernández y la costarricense Laura Chinchilla.
Será un hecho inédito: cuatro mandatarias de forma simultánea, pero cabe preguntarse si esta presencia femenina representa una nueva época de avanzada madurez política o es, por el momento, una fase camaleónica de la tradicional hegemonía masculina, en la forma de concesión táctica a una mujer cuando le viene bien al sistema.
Estamos, sin duda, en una etapa histórica de gran descrédito de los políticos tradicionales y en la imaginación popular no son mujeres sino hombres los responsables de los dislates que perjudican al público.
Si durante mucho tiempo se dio por sentado que el electorado femenino preferiría a un candidato varón y que el masculino rechazaría a una mujer, hoy las organizaciones políticas reconocen que una mujer puede tener mayor poder de captación de votos y menos resistencia que el hombre alfa típico.
De alguna manera, la participación de la mujer equivale a una renovación de la esperanza, el sentimiento más vigoroso en el plano electoral.
¿Pero es realmente diferente su aporte o se trata solamente de distinciones irrelevantes?
Las damas de hierro
Hasta hace relativamente poco, e incluso en las sociedades más democráticas, la madurez política aceptable de la mujer tipo, que pasaba buena parte del tiempo en su casa, se reducía a la acción benéfica o el debate en los salones.
Los políticos dominantes cedían a mujeres cuidadosamente seleccionadas algunos puestos acordes con sus “virtudes femeninas”, pero sin poder real.
Cuando una mujer superaba ese obstáculo y alcanzaba un cargo de gran responsabilidad pública, debía ofrecer en forma deliberada una imagen de energía intransigente y hasta falta de escrúpulos para “compensar” las virtudes típicamente femeninas de solidaridad y compasión, que un sector considerable del electorado (incluso el femenino) consideraba muestras de debilidad.
Líderes de la estatura de Indira Gandhi, Golda Meir y Margaret Thatcher, “la Dama de Hierro”, solían destacar la necesidad de mostrarse más enérgicas de lo que a veces consideraban prudente, para sofocar aquella desconfianza instintiva. Esto terminó por incorporarse definitivamente a su imagen personal.
Esa necesidad está desapareciendo y se multiplican los ejemplos de mujeres que facilitan la acción política, mientras sus colegas varones la entorpecen.
Ya es evidente que la mujer ha superado con creces la etapa de simple acceso al proceso público y tiene credibilidad electoral y margen de acción en el ámbito político, requisitos imprescindibles para ejercer el poder real.
Arrancándose los ojos
Un caso elocuente en este sentido es el papel que jugaron 20 senadoras estadounidenses (16 demócratas y 4 republicanas) en la superación del llamado “cierre del gobierno federal”, una grave crisis de gobernabilidad que afectó a Estados Unidos a mediados de octubre.
BBC Mundo habló de ellas en su momento y la revista Time señaló que “las mujeres son las últimas personas adultas en Washington”.
¿Por qué estas mujeres, adversarias, podían trabajar juntas mientras que tantos hombres se arrancaban mutuamente los ojos en el Congreso?
La senadora demócrata Amy Klobuchar lo explicó afirmando que “las mujeres somos una fuerza increíblemente positiva porque nos gustamos mutuamente. Podemos trabajar juntas y encontrarnos en un terreno común”.
Esta es una afirmación muy común entre las feministas, pero que necesitaba un ejemplo concreto de esta dimensión para ser reconocida por los varones.
Es evidente que mujeres y hombres están expuestos presiones semejantes y no hay pruebas concretas de que tengan enfoques éticos diferentes, pero si la descripción de Klobuchar se afianza en el electorado, esto puede tener un efecto considerable.
Ciertamente, aunque sigue habiendo mujeres capaces de obstaculizar la maquinaria del Estado (como tantos hombres), muchas otras agilizan el accionar de los cuerpos colegiados.
Cada vez más hombres reconocen que la presencia de las mujeres no es necesariamente una competencia indeseable, sino un resorte más de la maquinaria política: a fin de cuentas, la mitad del electorado es femenino.
En el cálculo electoral llega un momento en que una mujer ofrece más ventajas que desventajas: cuando el porcentaje de varones predispuestos en contra no es tan alto como para socavar la candidatura en otros sectores de la sociedad.
Esta impresión se está convirtiendo en certidumbre. Se abre paso en el electorado la noción de que la candidatura de una mujer puede sumar más de lo que resta; que el riesgo de corrupción, por ejemplo, es menor; que las camarillas tradicionales no encontrarán tanto espacio para hacer de las suyas.
La candidata también puede ser más persuasiva que un varón al prometer que prestará atención a la educación, la salud y los servicios sociales, rubros que en una campaña electoral tienen cada vez más peso.
Representa, en fin, la posibilidad de un cambio real, en vez de una nueva dosis de lo mismo. El cambio, como objetivo, anima a casi todos los procesos electorales; y una mujer como jefe de gobierno es un cambio concreto.
Son impresiones, a veces meras sombras (las personas políticas cambian con las circunstancias), y no hay suficiente experiencia acumulada, pero en política electoral las impresiones, incluso las fugaces, son las que cuentan.
Antecedentes
En los últimos 40 años ha habido diez mujeres presidentas en América Latina.
La primera de ellas heredó el poder de su compañero, a otras el sistema señaló por su papel institucional en determinado momento, y otras, como las tres actuales, labraron su propio destino político (ver recuadro en la parte inferior).
Michelle Bachelet y Evelyn Matthei han hecho carreras políticas independientes, pero el recuerdo de sus padres -ambos generales de la Fuerza Aérea de signos políticos opuestos- tiene una influencia innegable.
En países europeos, ya sea por herencia dinástica (las reinas de Reino Unido y de Dinamarca, por ejemplo) o por acción política (Margaret Thatcher, Angela Merkel, las irlandesas Mary Robinson y Mary MacAleese), es más común la plena presencia femenina en las jefaturas de gobierno o de Estado, con maridos que pasan casi inadvertidos, actores pasivos en la narración política.
Pero aunque muchas regiones del mundo han dado pasos innegables hacia la plena integración de las mujeres en los ámbitos de poder, aún no se puede hablar de una madurez definitiva.
Esta sólo llegará cuando el periodismo no encuentre “valor noticioso” en destacar que una mujer sea candidata o que haya ganado, así como no será preciso aclarar que el presidente saliente sea un hombre.
La mujer también deberá tener mayor participación en la tarea cotidiana en todos los niveles, ya que la política sigue siendo una actividad excluyente, concebida por hombres para hombres: las tertulias y debates en los cuerpos deliberativos de muchos países suelen animarse al anochecer y los proyectos pueden votarse a deshoras, para disgusto de legisladoras que son madres.
A esto se debe en parte que en algunos países, como Brasil, que tiene una mujer presidenta, el porcentaje femenino en el Congreso sea bastante bajo (9% en diputados y 16% en senadores).
El marco en otras naciones de vocación democrática también es desalentador en esto: 22% de presencia femenina en la Cámara de los Comunes británica; 17,9% en Representantes de Estados Unidos y 20% en el Senado.
La presión para que los proyectos legislativos se debatan y voten en horarios normales, sensatos, ha sido particularmente fuerte en los países escandinavos, por ejemplo, donde la participación política de la mujer es muy activa.
La evolución se está acelerando y la plena igualdad está al alcance de la mano. Si alguien lo duda, le bastará repasar todo el camino recorrido en esta última etapa de un proceso que no admite las regresiones.
PRESIDENTAS LATINOAMERICANAS
- Isabel Martínez de Perón, compañera de fórmula de su marido, Juan Domingo Perón, asumió la presidencia de Argentina a la muerte del viejo caudillo, en 1974. Fue derrocada por un golpe militar en 1976.
- Lidia Gueiler Tejada, presidenta provisional de Bolivia, 1979-80. Había sido presidenta de la Cámara de Diputados. Fue destituida por un cruento golpe militar encabezado por su primo, el general Luis García Meza Tejada.
- Ertha Pascal-Trouillot, presidenta provisional de Haití, 1990-91, en la transición entre las presidencias de Herard Abraham y Jean-Bertrand Aristide.
- Violeta Chamorro, presidenta de Nicaragua 1990-97. Fue la primera mujer elegida presidenta en forma directa en América Latina.
- Rosalía Arteaga Serrano, presidenta provisional de Ecuador durante tres días de febrero de 1997. Se enfrentó con Fabián Alarcón, presidente del Congreso, que la destituyó con apoyo del ejército y gobernó hasta agosto de 1998.
- Mireya Moscoso, presidenta de Panamá entre 1999 y 2004. Heredera política de su primer marido, Arnulfo Arias, tres veces presidente del país, pero llegó al poder gracias a su propio esfuerzo, más de una década después de enviudar.
- Michelle Bachelet, presidenta de Chile 2006-2010.
- Cristina Fernández de Kirchner, presidenta de Argentina desde 2007; reelegida en 2011.
- Laura Chinchilla, presidenta de Costa Rica desde 2010.
- Dilma Rouseff, presidenta de Brasil desde 2011.