Una de las principales consecuencias del crecimiento económico de los últimos 10/15 años en América Latina fue la reducción de la pobreza y el proceso paralelo de incremento de las clases medias. Si bien la intensidad del fenómeno fue menor al de algunos países asiáticos, su importancia está fuera de toda duda. Pese a ello, es frecuente encontrar franjas de población muy vulnerables que pueden tanto ascender como descender socialmente según evolucione la economía y se comporte la inflación. En Venezuela y Argentina, con la mayor presión inflacionaria del continente, mucho de lo ganado en los últimos años ha comenzado a perderse. Por eso, la principal preocupación es la sostenibilidad del proceso.
Una consecuencia del ascenso social es el retroceso de la desigualdad, la lacra más flagrante de la región. Para que esto sea posible no sólo hacen falta planes asistenciales, como los implementados en prácticamente todos los países latinoamericanos, sino también un crecimiento económico apoyado en políticas públicas adecuadas que fomente la creación de puestos de trabajo.
El futuro de las nuevas clases medias depende de su educación, algo complicado allí donde hay grandes déficits en la materia. Por eso, en ciertos casos, las ayudas comenzaron a darse de forma condicionada: para cobrar los subsidios es necesario que las familias demuestren que escolarizan a sus hijos sin que se produzca abandono escolar. Un caso típico es el Programa Bolsa Familia de Brasil, con condicionalidades educativas (matrícula obligatoria de todos los hijos entre 6 y 15 años y asistencia de al menos el 85% del ciclo lectivo), y sanitarias (revisiones periódicas y vacunación).
Una crítica frecuente a estos planes es su clientelismo, aunque a mayor transparencia y control menor posibilidad de manipulación por parte de las autoridades municipales o caudillos locales, generalmente sus gestores directos. Más allá de cómo se adjetiven, transferencias condicionadas o subsidios, lo cierto es que los gobiernos que impulsan estos planes se ganan el respaldo de los grupos más beneficiados.
Siendo esto cierto, también es verdad que en tanto se consolida el proceso de ascenso social y las nuevas clases medias dejan de ser nuevas, emergen otras demandas políticas, económicas, sociales y culturales, que poco tienen que ver con las reivindicaciones pasadas. Para quienes se encontraban bajo el nivel de la línea de pobreza, una casa y un trabajo podían representar la supervivencia y un cambio radical de vida. Pero eso ya no cuenta tanto para sus hijos, que empiezan a tener otras aspiraciones.
Esto ya se nota en Brasil tras 12 años de gobiernos del PT (Partido de los Trabajadores) y sus políticas públicas orientadas a los sectores menos favorecidos, las llamadas clases D y E. Según Mauro Paulino, director de Datafolha, en declaraciones a La Nación de Buenos Aires: “Es… en el segmento de personas que ganan entre dos y cinco salarios mínimos (1.448 y 3.620 reales, unos 610 y 1.525 dólares), la «nueva» clase media, que se ven más cuestionamientos. Es gente que accedió a bienes de consumo y servicios a través de créditos, pero también mejoró su educación y su nivel de exigencia, sobre todo en lo que respecta a las fallas en los servicios públicos -salud, educación, transporte-, el aumento de la inflación, y la corrupción”.
Las nuevas demandas comienzan a tener su correlato político, como se vio en las movilizaciones de mediados de 2013 o en las semanas previas al campeonato mundial de fútbol. La cuestión, con una elecciones a la vista, es cómo se traslada esto al terreno electoral. Según las encuestas más recientes, es en la clase C, formada por estas nuevas clases medias, donde la lucha entre Dilma Rousseff y Marina Silva es más encarnizada. En la última medición cada una recibía el 34% de los votos de esos ciudadanos.
Muchos votantes menores de 30/35 años se debaten en la duda de mantener su apoyo tradicional al PT o dar una oportunidad a Marina Silva, tal como hicieron en su momento con Lula. Lo que está en juego es la continuidad del gobierno del PT con cuestionamientos crecientes de una parte importante de la sociedad brasileña, o la alternancia. Pese a ciertas declaraciones de algunos presidentes latinoamericanos (llegaron al poder para quedarse, gobernarían los próximos 500 años…) o de los intentos de establecer la reelección indefinida, sin alternancia no hay democracia.
Sin embargo, no es éste un sentir generalizado en la región. En la declaración final de XX Encuentro del Foro de Sao Paulo celebrado a fines de agosto pasado en La Paz se puede leer: “Cuando fue creado el Foro…, un solo país de esta región estaba gobernado por un partido perteneciente al Foro, y hoy son más de diez. La izquierda, con diferentes procesos de acumulación, en los últimos años no ha perdido las elecciones en ningún país de América Latina después de haberlas ganado. Los únicos casos donde ha perdido el gobierno han sido por golpes de Estado como en Honduras y Paraguay”.
Más allá del triunfo de Sebastián Piñera en Chile, lo que demuestra el caso brasileño y también los de Uruguay y Argentina es que las nuevas clases medias no van a extender un cheque en blanco a nadie, ni ahora ni mucho menos en el medio plazo. Su apoyo debe ganarse a diario mediante la aplicación de políticas públicas que promuevan el futuro de los pueblos y de la ciudadanía. Pero esto no se logra con exclusiones y polarizando sino a través del diálogo y la integración. La democracia implica la resolución pacífica y negociada de los conflictos sociales y no la conversión del discrepante en enemigo.