Otra mirada: Madre Teresa de Calcuta
“Pese a que algunos intentamos contar un poco de su historia de corrupciones y acomodos, nadie lo escucha: es mejor y más cómodo seguir pensando que era más buena que Lassie” dice el autor de El Hambre en torno a la monja canonizada en 2016 por el papa Francisco.
La religiosa católica albanesa nacionalizada india, fue premio Nobel de la Paz en 1979. Fundó la congregación de las Misioneras de la Caridad en Calcuta en 1950 y cuando falleció la madre Teresa de Calcuta (5 de septiembre de 1997), la congregación de las Misioneras de la Caridad se había extendido a más de quinientos centros en un centenar de países. “Un ejemplo inspirador reciente, en la prueba palpable y viva de cómo la generosidad, la abnegación y la entrega a los demás también tienen sentido en tiempos modernos” es más o menos la idea que se refleja de forma extendida al momento de hablar de la Santa Teresa de Calcuta, como también se la conoce. Sin embargo, una semblanza más terrena, crítica y más distante de ser un ejemplo inspirador, es el que plasma el escritor, Martín Caparrós, en su obra “El Hambre”, una crónica lacerante, de la que extractamos el siguiente fragmento:
“Hace veinte años, ya entonces, me impresionó la consistencia de una ideología. El moritorio de la madre Teresa estaba al lado del templo de Khali y servía para morirse –un poco- más tranquilo. La madre Teresa lo había fundado en 1951, cuando un comerciante musulmán le vendió la mansión por unas cuantas rupias porque la admiraba y dijo que tenía que devolverle a Dios un poco de lo que Dios le había dado –o algo así.
Cuando fui, las paredes estaban pintadas de blanco y había carteles con rezos, vírgenes en estantes, crucifijos y una foto de la madre Teresa con el papa Wojtyla. “Hagamos que la Iglesia esté presente en el mundo de hoy”, decía un cartel justo debajo. La sala de los hombres tenía quince metros de largo por diez de ancho. En la sala había dos tarimas de material con mosaicos baratos, que ocupaban los dos lados largos: sobre cada tarima, quince catres, en el suelo, entre ambas, otros veinte. Los catres tenían colchones celestes, de plástico celeste, y una almohada de tela azul oscuro; sábanas no. Sobre cada catre, un cuerpo flaco esperaba el momento de morirse.
En esos días, los voluntarios del moritorio recogían en la calle moribundos y los llevaban a sus catres celestes, los limpiaban y disponían para una muerte arregladita.
– Esos de las tarimas están un poco mejor y puede que alguno se salve.
Me dijo entonces Mike, un inglés de 30 con colita que se empeñaba en hablarme en mal francés.
– Los de abajo son los que no van a durar; cuanto más cerca de la puerta, peor están.
En la sala del moritorio se oían lamentos pero tampoco tantos.
Un chico –quizá fuera un chico, quizá tuviera 13 o 35- casi sin carne sobre los huesos y una bruta herida en la cabeza gritaba Babu, Babu. Richard, grande como dos roperos, rubio, media americana, maneras de cura párroco de Milwaukee, comprensivo pero severo, le daba unos golpecitos en la espalda. Después le llevó un vaso de lata con agua a un viejo al lado de la puerta. El viejo estaba inmóvil y la cabeza le colgaba por detrás del catre. Richard se la acomodó y el viejo reptó con esfuerzo para que le colgara otra vez.
– Éste está muy mal. Entró ayer y lo llevamos al hospital pero no lo aceptaron
– ¿Por qué?
– Dinero.
– ¿Los hospitales no son públicos?
– En los hospitales públicos te dan cama para dentro de cuatro meses. No sirve para nada. Nosotros tenemos una cuota de camas en un hospital privado cristiano, pero ahora las tenemos todas ocupadas así que cuando fuimos nos dijeron que no. Acá no estamos en América; acá hay gente que se muere porque no hay cómo atenderla.
Richard me contó, aquella vez, sobre uno que había entrado un mes antes con una fractura en la pierna: no lo pudieron atender y se murió de la infección. Y quería seguir con más casos: no era raro, me explicó, que alguien se muriera sin dar mucha pelea.
– No podemos curarlos. No somos médicos. Tenemos un médico que viene dos veces por semana, pero tampoco tenemos equipos ni remedios suficientes. Lo que hacemos es confortarlos, cuidarlos, darles afecto, ofrecerles que se mueran dignamente.
En esos años, la madre Teresa ya era la madre Teresa, famosa en todo el mundo, llena de donaciones y recursos –que no usaba para pagar un buen servicio médico en su sede central.
Aquella vez terminé mi visita diciendo que “me gustaría poder describir el moritorio de la madre Teresa como el ente más noble y elevado, pero al cabo de un rato empieza a molestarme toda la cuestión: esta idea beata de recoger moribundos por la calle para lograr que se mueran limpitos. Si quieren hacer algo por esa gente me gustaría que fuera ayudarlos a vivir mejor, no a morirse mejor. Es cierto, por un lado, que para ocuparse tanto de sus muertes hay que creer que la muerte es un camino hacia otra parte y entonces, quizás, importe cómo llega, aunque no creo que un catre más y unas costras menos hagan la gran diferencia. Pero, además, sigo pensando que el moritorio es una exageración del modelo de la beneficencia clásica católica: esa forma de paliar los efectos más visibles de las guarangadas sociales sin atacar ni un poco las causas de esas guarangadas. De pronto, mientras una cabra y un chico desnudo se muerden las orejas con fruición de hambrientos, me parece que la madre Teresa es una señora de la parroquia del Pilar un poquito más sufrida, y me da gran cabreo.”
Y todavía no sabía muchas cosas. Después me enteré que la señorita Agnes Gonxha Bojaxhiu, también llamada Madre Teresa de Calcuta, era un cuadro belicoso de su santa madre, con un par de ideas fuertes. Entre ellas, la idea de que el sufrimiento de los pobres es un don de Dios: “Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo”, dijo muchas veces. “El mundo gana con su sufrimiento.”
Por eso, quizá, la religiosa les pedía a los afectados por el famoso desastre ecológico de la fábrica Unión Carbide, en el Bhopal indio, que “olvidaran y perdonaran” en lugar de reclamar indemnizaciones. Por eso, quizá, la religiosa fue a Haití en 1981 para recibir una Legión de Honor del dictador Jean-Claude Duvalier –que le donó bastante plata- y explicar que Baby Doc “amaba a los pobres y era adorado por ellos”. Por eso, quizá, la religiosa fue a Tirana a dejar una corona de flores en el monumento de Enver Hoxha, el líder estalinista del país más represivo y pobre de Europa. Por eso, quizá, la religiosa defendió a un banquero americano que le había dado mucho antes de ir preso por estafar a cientos de miles de pequeños ahorristas. Y tantos otros logros semejantes.
Aquella vez en Calcula, 1994, tampoco sabía cómo la señorita Agnes usaba el halo de santidad que había sabido conseguir: los santos pueden decir lo que quieran, donde y cuando quieran. Ella usaba esa bula para llevar adelante su campaña mayor: la lucha contra el aborto y la contracepción. Ya lo había dicho en Estocolmo, en 1979, mientras recibía el Premio Nobel de la Paz: “El aborto es la principal amenaza para la paz mundial”, y después, para no dejar dudas: “La contracepción y el aborto son moralmente equivalentes.”
(…)
Pese a que algunos intentamos contar un poco de su historia de corrupciones y acomodos, nadie lo escucha: es mejor y más cómodo seguir pensando que era más buena que Lassie. Así les sirve a muchos, sobre todo porque es útil para reafirmar un par de ideas básicas. Una, que esta vida es el camino hacia la otra, mejor, más cerca del Señor. Por eso no es muy importante lo que nos pase en ésta, sino cómo nos preparamos para la otra: siendo mansos, sumisos, resignados. Por eso el primer emprendimiento de la señorita fue un moritorio, un lugar para morirse más limpito. La señorita Agnes recibió cataratas de premios, donaciones, subvenciones para sus empresas religiosas. Y nunca hizo públicas las cuentas de sus empresas, pero se sabe, porque lo dijo muchas veces, que fundó unos quinientos conventos en cien países – y nunca puso una clínica en Calcuta”.
Martín Caparrós. El Hambre, 2014.
Esta nota fue publicada por primera vez el 5 de septiembre de 2022. Revista dat0s