Productor de coca, jefe detallista y testigo contra el Chapo: la saga de Juan Carlos Ramírez Abadía

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Foto: Fiscalía de Estados Unidos, Distrito Sur de Nueva York

 

Juan Carlos Ramírez Abadía era uno de los mayores productores de cocaína colombiana y tenía dos grandes virtudes: era muy adaptable y estaba completamente obsesionado con los detalles de su oficio.

Cuando las autoridades estadounidenses comenzaron a usar aviones de radar para localizar los vuelos con cargamentos de drogas destinados a México, Ramírez simplemente comenzó a usar botes. Cuando fabricaba cocaína en laboratorios ubicados en las profundidades de la selva colombiana, con frecuencia realizaba controles de calidad con el fin de asegurarse de que sus drogas contaran con la pureza necesaria, que tuvieran una “calidad óptima”, según cuenta.

Sin embargo, Ramírez, un antiguo líder del Cartel del Norte del Valle, también era famoso por otra razón, según les dijo a los miembros del jurado: era el principal proveedor de Joaquín “el Chapo” Guzmán Loera, el capo mexicano de la droga. En su segundo día como testigo en el juicio por conspiración de drogas contra Guzmán en la Corte Federal de Distrito en Brooklyn, Ramírez detalló su relación de diecisiete años con el acusado y la describió como uno de los negocios de narcotráfico más rentables en la historia moderna.

Conocido como Chupeta, Ramírez se presentó en el banquillo de testigos como un hombre obsesionado con las minucias de su negocio; recordó que siempre pedía a los pilotos que le informaran de todo lo sucedido en cada recorrido y que revisaba todos los renglones de los escrupulosos registros contables que llevaba. Orgulloso hasta la arrogancia, casi no utilizó la palabra “cocaína” sin recordarles a los presentes en la corte que se trataba de su cocaína.

Ramírez también tenía una intensa fijación con su seguridad personal. Contó que en los comienzos de su carrera, después de que lo arrestaron en Colombia, no solo sobornó a los funcionarios para que lo dejaran salir de prisión, sino que también les pagó para que borraran todos los rastros de su existencia de los registros gubernamentales. Antes de que lo arrestaran de nuevo en 2007 en Brasil, se sometió a varias cirugías plásticas para modificar por completo su rostro. Sus nuevos rasgos (ojos alargados, barbilla prominente y pómulos definidos) le dan el aspecto de un vampiro.

La semana pasada, en su primer día como testigo, Ramírez le dijo al jurado que conoció a Guzmán en 1990 en el vestíbulo de un hotel de Ciudad de México. Dijo que el acusado, quien en ese entonces era un novato en el mundo del narcotráfico, le ofreció transportar 4000 kilos de cocaína (“Mi cocaína”, afirmó) desde México hasta Los Ángeles, y cobró el 40 por ciento del valor del cargamento.

Eso era un poco más del 37 por ciento que cobraban la mayoría de los traficantes mexicanos, comentó Ramírez. No obstante, Guzmán lo persuadió con un discurso de venta convincente y audaz. “Dijo: ‘Soy mucho más rápido'”, recordó Ramírez. “Pruébame y verás'”.

Así comenzó una alianza productiva y duradera que duró casi veinte años y permitió el traslado de 400 toneladas de cocaína colombiana a México para luego transportarla a través de la frontera. En un principio, los socios usaban aviones para pasar sus cargamentos a la red de pistas secretas de aterrizaje que eran de Guzmán. Más tarde, optaron por botes de pesca, e intercambiaban el cargamento de manera encubierta en el mar.

Los términos del acuerdo eran sencillos: después de que la cocaína pasaba la frontera, Guzmán tomaba su 40 por ciento y lo vendía por su cuenta en Estados Unidos. Los operadores de Ramírez se quedaban con el resto para venderlo.

Al parecer, las ganancias eran sorprendentes. De 1990 a 1996, según Ramírez, Guzmán ganó hasta 640 millones de dólares vendiendo su cocaína.

Ramírez ejercía un control excesivo sobre el negocio de Guzmán. Cuando los socios cambiaron el transporte aéreo por las rutas marítimas, Ramírez insistió en poner capitanes colombianos en los botes mexicanos e incluso hizo que uno de sus empleados usara un radio en tierra para mantener vigiladas las embarcaciones.

“¿Sería apropiado decir que eres un jefe muy involucrado?”, le preguntó un fiscal a Ramírez. “Siempre”, respondió.

No obstante, ni siquiera ese nivel de atención era suficiente para evitar los desastres ocasionales.

A principios de la década de 1990, por ejemplo, Ramírez envió una embarcación pesquera con veinte toneladas de cocaína al océano Pacífico para encontrarse con un bote de Amado Carrillo Fuentes, quien era uno de los asociados de Guzmán en el Cártel de Sinaloa. Sin embargo, el capitán de Carrillo Fuentes era cocainómano y comenzó a tener alucinaciones en las que se acercaban embarcaciones de la Guardia Costera de Estados Unidos. Temeroso de que lo atraparan, el capitán mexicano hundió la embarcación y perdió 400 millones de dólares en cocaína.

En 1996, después de varios momentos críticos, Ramírez se rindió ante las autoridades colombianas, prometió desmantelar su imperio y cumplir una condena de hasta veinticuatro años en prisión. Pero al final, como era su costumbre, logró sobrevivir.

Dijo que les pagó varios millones de dólares a funcionarios corruptos de su país y salió libre después de poco más de cuatro años.

Una vez en libertad, Ramírez se adaptó de nuevo y llegó a un nuevo acuerdo con Guzmán y sus aliados. Con este trato, Ramírez clausuró sus negocios de distribución en Estados Unidos. Dijo que le permitió a Guzmán y a su gente no solo introducir su cocaína de manera ilegal a través de la frontera, sino también venderla en Los Ángeles, Chicago y Nueva York.

Aunque ese fue un gran avance para Guzmán, era algo más para Ramírez. Él explicó que, en ese momento, el gobierno de Estados Unidos ya le seguía el rastro y pronto lo acusarían y buscarían su extradición. Por eso se declaró culpable en 2010.

Como siempre, luchaba por sobrevivir. “Quería estar detrás de la cortina”, comentó.