Todos los miedos han vuelto a la Argentina

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Ser argentino, entre otras cosas, es tener miedo a que algo terrible puede ocurrirte cualquier día a la vuelta de la esquina. Todos los argentinos mayores de 50 años han sido contemporáneos y sobrevivientes de cinco crisis económicas dramáticas que transformaron sus vidas y dejaron una huella indeleble de alerta y temor. Y los que son menores de eso han recibido, casi por transmisión genética, la memoria emotiva de eso traumas.

Por eso, esta semana, cuando el peso argentino volvió a hundirse, cuando su depreciación fue la más alta del continente, cuando el Banco Central debió vender 6.000 millones de dólares de reservas sin lograr contener el alza del dólar, cuando la revista Forbes titulaba: “Es tiempo de huir rápido de la Argentina”, todos los miedos volvieron a instalarse en el corazón de los habitantes del país. Y el miedo, se sabe, no es un componente que ayude demasiado a superar una situación así.

El desencadenante de la tormenta fue la decisión de la Reserva Federal de subir la tasa de los bonos del Tesoro norteamericano. Eso produjo una fuga de fondos de todo el mundo hacia Wall Street. Los principales inversores se despojaron de sus tenencias en moneda extranjeras y muchas de ellas se devaluaron. Pero ninguna como la Argentina: el peso cayó en pocos días cerca de un 14%.

El castigo extra obedece a dos razones. Una de ellas es coyuntural: en el mismo momento en que subía la tasa de los bonos norteamericanos, la Argentina aplicaba un impuesto a las inversiones financieras. A los jóvenes de Wall Street esto no les gusta, como se puede ver. La segunda causa del castigo extra es estructural. La Argentina tiene enormes déficit fiscales y comerciales y los financia con deuda. Por ende, su vulnerabilidad es mayor que el resto de los países de la región. La salida de capitales fue, entonces, aluvional. Y el peso se devaluó violentamente.

El miedo, esa típica reacción argentina, genera muchas veces una profecía autocumplida. Desde hace muchas décadas, cada movimiento exótico del dólar atrae inmediatamente la atención de todos los actores sociales. Cuando el dólar sube, todos saben que todos comprarán dólares para cubrirse de nuevas subas, y entonces todos compran dólares y provocan esa suba: comportamiento en manada, se llama. Lo que podría ser un problema menor escala entonces a niveles irracionales.

Pero además, los formadores de precios sobrereaccionan e impulsan la inflación más de lo esperado porque especulan a río revuelto o porque es la manera histórica que encontraron para cubrirse en medio de la tormenta. Todos pierden en ese juego, pero el que se queda afuera cree que pierde más y entonces también entra. Por eso, las consecuencias de una devaluación son peores en la Argentina que en el resto de los países de la tierra. Esta semana devaluaron Brasil, Chile y Uruguay. Nadie teme que se produzca allí un traslado a precios. Aquí, en cambio, es un hecho.

Salida de capitales, respingo inflacionario, suba de tasas para contener los daños, efectos recesivos de alguna magnitud como consecuencia de las tasas de interés astronómicas y miedo porque todo eso ocurre al mismo tiempo, y porque el miedo llama al miedo. Así las cosas, la inquietud más frecuente en Buenos Aires, en estos días, se traduce en una pregunta que sorprendería a cualquier habitante de otro país: “Che, ¿A cuánto está el dólar?”

El Gobierno sostiene que es una tormenta pasajera. (¿Qué otra cosa podría decir un Gobierno?) y argumenta que el estado de la economía real, la relación entre la deuda y lo que se produce en el país, la cantidad de reservas que se mantienen en el Banco Central, todo eso finalmente se impondrá sobre movimientos disruptivos de corto plazo y sobre ese miedo tan típicamente argentino.

Tal vez sea así.

De hecho, el viernes la corrida había frenado levemente.

Pero en el medio, la Argentina perdió 7.000 millones de dólares, la inflación, que fue del 25% de 2017, volverá a subir, y el crecimiento de la economía será dañado. El presidente Mauricio Macri viene aplicando un programa económico que se propone combinar gradualmente un crecimiento leve con una baja progresiva de la inflación con un aumento de tarifas bastante radical. Ese derrotero sinuoso sufrió un golpe duro con la escalada de esta semana. Todo será, ahora, más complicado. Y la mayoría de los argentinos, como ocurre tras cada devaluación brusca, serán un poco más pobres. Esto sucede en un momento en que, tras la sorprendente victoria electoral de octubre pasado, el Gobierno no deja de perder apoyo. Macri aun conserva un respaldo significativo pero es el más bajo de toda su gestión. Lo último que hubiera deseado es leer ese títular de Forbes: “Es tiempo de huir rápido de la Argentina”.

Los capitales pueden volar. Los funcionarios pueden renunciar. Pero los habitantes de un país no tienen plan B y, por experiencia de dos generaciones, cuando el dólar se mueve de manera brusca, el corazón da un vuelco, y los miedos vuelven a instalarse. Como si se tratara de un pueblo que vive junto a un río o en zona sísmica: sabe reconocer los indicios de una nueva desgracia, conoce sus efectos devastadores pero no tiene manera de evitarlo. Le queda, tal vez, si es religioso, rezar. Por eso, cuando el dólar baja, aunque sea un poco, como ocurrió ayer, vuelve la calma. Pero después de lo ocurrido esta semana, será necesario mucho tiempo para que el miedo se vaya.

Vivir así no es vivir, podrá decirse. De hecho, si alguien quiere entender porque, en las últimas décadas, la Argentina ha quedado rezagada respecto de muchos países de la región, tiene en esta dinámica una buena explicación.

Macri asumió con la promesa de que pondría punto final a este subibaja interminable.

Está lejos de lograrlo.